– Mamá trabaja los fines de semana -dijo Timmy, asintiendo con la cabeza-. Venimos mucho aquí.
– Seguro que es divertido salir a montar a caballo por la hacienda y otras cosas que están bien -dijo Quinn, sonriendo.
– Oh, sí -dijo Timmy-. Y a veces… -Su hermano le dio un golpe en el brazo.
– Cállate -dijo Sean-. Sólo quieren saber de la chica muerta.
Timmy adoptó un aire más tímido.
– No pasa nada -dijo Quinn al pequeño-. Uno nunca sabe lo que puede ser importante en una investigación.
Los chicos habían salido de la casa temprano en dirección a los prados, hacia el este. Cogieron un sendero casi borrado por la vegetación con la idea de encontrar un antiguo cementerio indio en el lado norte.
– Sabéis que no deberíais ir tan lejos -les riñó Parker-. Es un camino peligroso. Tenéis mucha suerte de que un caballo no se haya roto una pata.
– Lo siento, papá -dijo Ryan, con mirada huidiza.
– ¿Qué más? -dijo Quinn. Era lo último que necesitaba, un chico asustado y un padre beligerante-. ¿Dónde está el cementerio indio que andabais buscando?
– No lo sabemos. Por eso lo buscábamos. Gray, ¿sabe?, el que trabaja allá en la hostería -dijo, y señaló vagamente hacia el sur-, dice que está allá en el lado norte, por encima de Mossy Creek. Ni siquiera él sabe dónde está, sólo que está ahí, y no sabemos si lo hemos visto. Lo buscamos el verano pasado y no lo encontramos. Y como llovió toda la semana, éste era el primer día bueno para salir a buscar.
Quinn se acordaba de Gray. ¿Cómo olvidar el tiempo pasado en la Hostería Gallatin cuando investigaba el asesinato de Sharon Lewis? ¿O los fines de semana que venía a ver a Miranda?
Sacudió la cabeza y apartó a Miranda de su pensamiento. Era más difícil ahora que se había colado sin previo aviso, pero él tenía que concentrarse en su trabajo.
Y su trabajo era detener al Carnicero.
– ¿No llegasteis a Mossy Creek? -inquirió Nick.
– Los caballos empezaron a ponerse un poco raros -dijo Ryan, negando con la cabeza-, y luego oímos un animal grande. Fuimos hasta un claro y vimos un oso pardo que estaba oliendo algo. Yo disparé mi rifle para asustarlo. Y entonces la vimos.
Ryan y Timmy se quedaron donde estaban mientras Sean, el mayor de los tres, volvía al camino principal por el viejo sendero del aserradero y recorría cinco kilómetros a caballo antes de llegar a un teléfono.
– ¿Tocasteis el cuerpo?
Todos negaron sacudiendo enérgicamente la cabeza.
– Yo me acerqué -dijo Ryan-. A unos metros. No parecía de verdad, ¿sabe? El oso podía volver y, bueno, yo no quería irme. -Se miró las manos que mantenía entrelazadas con fuerza.
Quinn se acercó y le dio a Ryan un apretón en el hombro hasta que el chico lo miró.
– Hicisteis lo correcto.
Se incorporó y le sonaron las articulaciones por la posición que había mantenido tanto rato, un recordatorio de que aquel otoño cumpliría cuarenta años.
– Gracias, juez -dijo Quinn, girándose para mirar a Richard Parker.
Una mujer rubia vestida impecablemente, de grandes ojos verdes, estaba junto a Parker y miraba con expresión vacía. ¿La mujer de Parker? Quinn estaba sorprendido porque no la había oído llegar.
– ¿Señora Parker? -saludó, tendiéndole la mano.
Ella se la estrechó, con una fuerza sorprendente para una mujer de aspecto tan frágil. Tenía los dedos helados, aunque las temperaturas habían subido bastante desde que, por la mañana, él viera a la víctima.
– Delilah Parker -dijo, con una voz suave y serena.
– Señora. Agente Especial Peterson.
– He preparado limonada y una tarta de plátano en la cocina, si quieren pasar un momento.
Quinn estaba a punto de rechazar la invitación cuando intervino Nick.
– Gracias, señora Parker, le agradecemos mucho su hospitalidad.
Ella le sonrió a Nick.
– Disculpen. Voy a preparar una bandeja -avisó, y se alejó deprisa.
Quinn arrastraba los pies mientras caminaban de vuelta a la casa siguiendo al juez Parker.
– Tenemos que volver al monte -dijo.
– Hay cosas a las que no se puede decir que no. Y una invitación de la señora Parker a comer es una de ellas.
– Jugando a la política -murmuró Quinn, con tono sarcástico.
– Diez minutos me ahorran muchos meses de dolores de cabeza. Créeme. Yo también decliné la primera vez -dijo Nick, y entornó los ojos.
Quinn no sabía demasiado bien qué pensar de la familia Parker. Aunque el juez se reunió con ellos en el comedor, Quinn observó que él y su mujer prácticamente no se dirigían la palabra.
La improvisación de la señora Parker era un arreglo muy elaborado. Sirvió la limonada en copas de cristal y la tarta de plátano con nata fresca batida en platos de porcelana china. Quinn se sentía incómodo con tanta formalidad, pero daba la impresión de que Nick se lo tomaba con calma. Cuando Quinn la felicitó por su hermosa casa, ella sonrió, feliz.
La Mujer Perfecta de Montana, pensó él, ocultando una sonrisa.
Nick cumplió con su palabra. Diez minutos más tarde, ya volvían al establo para hacer moldes de las huellas de los caballos antes de irse.
– ¿Qué pasa con la mujer de Parker? -preguntó Quinn mientras cerraba la puerta de la camioneta de Nick-. Un poco demasiado formal para un tentempié a mediodía, ¿no crees?
Nick se encogió de hombros mientras ponía el motor en marcha. Aceleró por el largo y sinuoso camino que iba de casa de los Parker hasta la carretera principal.
– Le gusta hacer de anfitriona. Decliné su invitación la primera vez que vine hace años porque les habían robado un par de cabezas de ganado. Después de que me eligieron sheriff, el juez Parker me explicó que su mujer se toma la hospitalidad muy en serio y dijo que me lo agradecería si en futuras ocasiones aceptaba sus invitaciones.
– Tendrías que haberme dicho que Parker es juez. No recordaba que fuera abogado.
– Por aquella época no ejercía. Estaba en la Junta de Supervisores del condado. Ahora es miembro del Tribunal Superior de Justicia del estado. Se dice que es uno de los candidatos al Tribunal de Apelaciones.
– Es un gran salto.
– Tiene amigos en lugares muy importantes -dijo Nick, encogiéndose de hombros.
– Genial -dijo Quinn, con un dejo sardónico.
– No estarás pensando que el juez Parker tiene algo que ver con lo sucedido con estas chicas.
Quinn no dijo palabra durante un largo minuto.
– No lo sé -dijo, sinceramente-. No tenemos testigos, y Miranda sólo tiene impresiones vagas sobre la altura y los rasgos del asesino.
El Carnicero no sólo mantenía a sus víctimas encadenadas al suelo sino también les vendaba los ojos. Y Miranda juraba que lo reconocería por el olor, si bien el olor de un hombre distaría mucho de ser prueba suficiente para condenarlo. Necesitaban pruebas más sólidas.
Quinn no se había percatado de lo mucho que añoraba a Miranda hasta después de haberla visto aquella mañana. Habría querido tocarla, asegurarse de que todavía estaba ahí, en carne y hueso, que no era un sueño más.
– Nos llevó hasta la barraca donde estuvo secuestrada -siguió Nick-. Nos llevó hasta donde estuvieron las hermanas Croft. Miranda nos ha conducido hasta más pruebas de lo que tú o yo podríamos hacer solos.
Quinn lo sabía, y sabía por qué. Miranda habría sido una excelente agente del FBI, por las mismas razones que, muy probablemente, la habrían matado.
Algo impulsaba a Miranda, incansable, sin vacilaciones, en la búsqueda de un asesino. Pero estaba obsesionada con el Carnicero. Aquel caso la había corroído hasta consumir su existencia. Quinn no se lo reprochaba. Jo, ¿quién se atrevería a reprochárselo? Aquel cabrón le había destruido la vida. Miranda tenía que reconstruirla, pieza a pieza. Y, por asombroso que pareciera, aquel proceso la había convertido en una mujer sumamente fuerte. Ya no era una víctima sino alguien a quien Quinn admiraba por su capacidad para recuperarse.