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Nick se mordió el interior de la boca para abstenerse de decir algo que de ninguna manera querría ver reproducido en letra de imprenta.

– No puedo confirmar que el cuerpo de una mujer joven encontrado esta mañana sea, efectivamente, Rebecca Douglas. El cuerpo no ha sido identificado todavía, y ahora esperamos la llegada del forense para un análisis y posterior identificación.

– Pero ha sido el Carnicero, ¿correcto?

– El informe del forense debería ser concluyente para la confirmación de esa posibilidad.

– Venga, Nick. Seamos francos. Tú sabes que el Carnicero tenía a Rebecca Douglas en su poder.

– No me presiones, Eli. Recuerdo que los padres de las hermanas Croft se enteraron de la muerte de sus hijas por los malditos periódicos.

Eli tuvo el acierto de mostrarse avergonzado.

– Vale, oficiosamente. Te juro que no escribiré nada hasta que el forense lo confirme.

– No conseguirás nada, Eli. Ya conoces el viejo dicho. A quien te engaña una vez… -Tres años antes, Nick le había proporcionado un retazo de información, cuando encontraron a las hermanas Croft. Nunca volvería a confiar en ese capullo después de haber visto su declaración confidencial en el periódico.

– Venga, Nick -insistió Eli-. Una cita. Una cita para el periódico y esperaré como un niño bueno hasta que hagas la declaración esta noche.

– Agente -dijo Nick mirando a Booker-. Saque a este hombre de mi escena del crimen.

Elijan Banks le había frotado con sal cada una de sus heridas, empezando por la publicación de una foto del momento en que la subían a un helicóptero, doce años antes, después de sobrevivir a duras penas de su salto al río Gallatin. Lo que para ella había sido una experiencia aterradora, humillante y destructiva, a él le había hecho merecedor de un premio en algún innoble concurso periodístico. Peor aún, la foto fue publicada en los grandes periódicos de todo el país.

No soportaba a ese hombre. Sin embargo, a veces sospechaba que no lo detestaba porque llevara a cabo su trabajo de la manera más repugnante posible, sino porque con sólo verlo le recordaba el día más horrible de su vida, que él había inmortalizado en una instantánea.

El sol se había puesto tras las cumbres del Gallatin.

Miranda estaba entumecida, pero la repentina zambullida en esas aguas heladas le recordó que tenía frío. Mucho frío.

Sharon estaba muerta. Él le había disparado en la espalda. Y ahora iba tras ella.

¡Corre, Miranda, corre!

Rodó monte abajo hasta que pudo cogerse de un pequeño árbol. El río estaba ahora más cerca. El ruido de los rápidos se percibía como un zumbido ininterrumpido que dejaba un eco en el flanco de la quebrada.

¿Dónde estaba él? ¿Estaba cerca? ¿La tenía en la mira de su rifle?

No se atrevía a mirar atrás. Si lo veía, temía quedarse paralizada, como un ciervo encandilado por los faros de un coche. Y a él no le importaría que se detuviera. La mataría y dejaría su cuerpo allí tirado para que se lo comieran las bestias carroñeras, picoteada por buitres, carne de pumas…

¡No! ¡Basta!

Sharon.

No quería dejar atrás a Sharon, pero Sharon estaba muerta, y el asesino la habría matado también a ella si se hubiera quedado a su lado.

Cuando le quitó las cadenas que la mantenían clavada al suelo, pensó que sin duda la mataría. Estaba muy débil. Él les traía agua y pan duro para comer, las alimentaba después de violarlas. Primero a Sharon.

Luego a ella.

¡Basta!

Pero no podía parar. El cúmulo de imágenes la perseguía mientras corría, tropezando en su carrera monte abajo, siguiendo la llamada del río.

Si sobrevivía, volvería a donde estaba Sharon. Tenía que volver. No podía abandonarla a la intemperie, en medio del bosque. Sharon se merecía más que eso.

Era su mejor amiga.

De pronto, la pendiente se hizo más pronunciada. Miranda intentó parar, pero el impulso que llevaba la empujó hacia delante. Cayó de rodillas y comenzó a rodar. El río y la humedad, el rugido del agua. Y luego empezó a caer… y caer…

Fue una pura cuestión de suerte que acabara en el agua y no sobre las rocas. Sentía frío mientras corría montaña abajo. Nada la había preparado para el agua helada del río. Tocó las rocas y el fondo arenoso.

Estaba a punto de ahogarse.

Después de todo lo que había vivido, iba a ahogarse en el río, el río que, según le había dicho a Sharon, debía llevarlas a la salvación.

Haciendo acopio de las fuerzas que le quedaban, se impulsó hacia arriba desde el fondo y la corriente la lanzó violentamente hacia delante, como a una muñeca de trapo.

Alcanzó la superficie, buscó aire. Se dejó flotar, dejando que el agua la transportara corriente abajo, luchando para evitar que la engulleran los violentos rápidos.

Acércate a la orilla. Te bastará con llegar a la orilla opuesta, lejos de él, y asirte a algo. A cualquier cosa.

Un recodo del río le dio una oportunidad. Se cogió de las raíces de unos árboles que le arañaron la cara. Sus manos resbalaron, y las raíces quedaron atrás.

Estaba tan débil. Quizá morir ahí sería lo mejor. No quería recordar. ¿Cuánto tiempo las había tenido cautivas? Al menos seis días. ¿Siete? ¿Ocho? Había perdido la noción del tiempo, de los días y las noches.

¿Quién los llevaría hasta donde Sharon?

Chocó contra una roca y gritó de dolor, pero enseguida se percató de que ya no se movía. La corriente seguía queriendo empujarla, llevársela río abajo. Pero ella se cogió con fuerza de la roca y, finalmente, pudo ver dónde estaba.

A un metro a su izquierda vio un álamo caído con una parte del tronco en el agua. Las ramas actuaban como recogedores de deshechos y convertían la orilla en un dique natural.

A un metro de la orilla.

Había corrido kilómetros por el bosque, bajando el monte y la había arrastrado el río. Ahora podía moverse un metro más.

Tenía que hacerlo. Por Sharon.

Miranda respiró hondo y reunió sus fuerzas. Se inclinó hacia el dique. Uno, dos.

Tres.

Pataleó y ahogó el grito que quiso escapar de su garganta al creer que había perdido el asidero en las ramas.

Lo consiguió. Chocó contra el dique y no lo soltó. Lentamente, salió del río. Tan lentamente que creía que moriría de hipotermia. En la luz muriente del día tenía la piel de color azul. Quizás era azul.

No supo cuánto tardó en salir del agua.

Dos horas después, la encontró el equipo de rescate.

Miranda se secó la cara humedecida por las lágrimas, recriminándose por dejar que le afectara la frívola actitud del reportero, por hacerla recordar el día en que ella vivió y Sharon murió.