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– Es una mujer sumamente resistente.

– ¿Os habéis reconciliado?

El sonrió.

– La única pregunta es cuánto tardaremos en llegar al altar.

– Me alegro -dijo Colleen, sonriendo.

En la cabaña se percibía algo oscuro, frío y vacío. La puerta principal daba a una sala grande, con el salón a la izquierda, la cocina y el comedor a la derecha. La puerta de la cocina daba al balcón trasero, y otras dos puertas daban al cuarto de baño y a una alacena llena de latas de comida y aparejos de pesca.

La planta baja era un espacio vacío y funcional. Sólidos sillones de pino con cojines oscuros. Una mesa redonda y grande con seis sillas y, en un rincón, una estufa que calentaría fácilmente aquel pequeño espacio.

No encontraron objetos personales en la planta baja, nada que indicara que alguien habitaba el lugar, excepto una solitaria taza en el fregadero. Quinn tomó nota y la guardó como prueba.

Una escalera de caracol llevaba a un loft. Aunque los agentes ya habían asegurado la casa, Quinn subió con cautela.

A primera vista, la habitación parecía deshabitada. La cama estaba hecha, y en la cómoda no había objetos personales. No había ropa en el suelo y el cesto del rincón estaba vacío.

Desde una ventana se veía un pequeño prado y la ladera de un monte de pinos. Podría haber sido un sitio romántico como refugio de una pareja de amantes.

Bajo la ventana había una mesa. Sencilla, con un solo cajón largo y estrecho. Una silla de madera estaba arrimada a ella para escribir.

Con manos enguantadas, Quinn abrió el cajón. Teniendo en cuenta que la casa estaba vacía, no esperaba encontrar nada.

En el interior había bolígrafos, papel suelto, clips y otros chismes. Entre todos aquellos objetos había una caja, de aquellas que sirven para guardar sobres y hojas.

Quinn sintió que algo en el pecho se le tensaba y se puso instintivamente en alerta. Sacó la caja con cuidado y la dejó sobre la mesa.

– ¿Qué es eso? -preguntó Colleen, mirando por encima del hombro de Quinn.

En lugar de contestar, él levantó la tapa.

Era una especie de diario. El forro de piel estaba desgastado y bruñido de tanto manoseo. Lo sacó con cuidado de la caja.

Sobre la mesa cayeron varias tarjetas de visita. No, no eran tarjetas de visita…

Eran carnés de conducir.

Con el corazón en la mano, recogió una, la giró y vio la foto del carné de conducir de Penny Thompson.

Sintió que tragaba bilis mientras contó los veintidós carnés de conducir. Veintidós víctimas en quince años. Sharon Lewis. Elaine Croft. Rebecca Douglas. Le tembló la mano cuando llegó al carné de una joven Miranda Moore.

Abrió el diario.

Ella me mintió. Me dijo que no salía con ese tío. Pero yo los vi. Sus labios que no se separaban. Yo sabía lo que él quería hacerle a Penny. Quería follársela. Quería sus pechos…

Con un sentimiento de horror parecido al vértigo, Quinn pasó las páginas.

La Puta la dejó ir. No me quedaba otra alternativa que matar a Penny. ¿Acaso Dee no entendía que Penny se habría quedado si yo le hubiera dedicado más tiempo? ¿Más tiempo para convencerla de cuánto la amo? ¿De qué yo podía cuidar de ella?

¿Dee? ¿Delilah?

Quinn pasó por encima del secuestro de Miranda y Sharon y la crónica de las violaciones. No podía leerlo en ese momento. Debería haberlo puesto todo en manos de Colleen. Estaba demasiado involucrado personalmente.

Pero no lo hizo. Larsen había muerto.

Dee no me dejó matarla.

Me dijo que la puta Moore era demasiado fuerte para mí. Que ella había ganado y que yo debía aceptar mi derrota.

Odio a Dee. Finge amarme pero me odia. Igual que mamá. Siempre como mamá. Babean su amabilidad de la boca para afuera, mientras sus manos y sus pechos me atormentan.

Quinn sintió que se le erizaban los pelos de la nuca al leer unas páginas más allá.

Casi he matado a la puta Moore. Iba sola. Caminando. A ese campo donde siempre va, cerca de su casa. La tenía en la mira. Podría haber recuperado lo que me habían robado.

Pero ella ganó con todas las de la ley. Dee dijo que no podría cobrar ese trofeo.

Las odio. La odio a ella. ¡La odio, la odio, la odio, la odio!

Pero Dee tiene razón. Esta vez no me merezco mi presa. No fui lo bastante rápido. Fallé. No fallaré la próxima vez.

Ya he encontrado a la próxima. Es muy bella. También mentirá. Todas mienten…

La odio. La odio, la odio, la odio.

La letra se deterioraba a lo largo de la página porque el boli se hincaba en el papel hasta rasgarlo en dos trozos. Quinn no sabía si Larsen odiaba a Delilah o a Miranda, o a las dos. Volvió la página y encontró una nueva entrada, fechada una semana más tarde. Podía ser una ironía del destino, pero era la misma semana que Miranda había viajado a Quantico. La letra volvía a ser pulida y ordenada.

Tengo a una en la vieja barraca de Carson. No creí que se sostuviera en pie, pero Dee dice que está bien para nuestro juego.

Quinn cerró el libro de un golpe y se lo pasó a Colleen antes de que hiciera una estupidez, como, por ejemplo, romperlo en pedazos.

– Lanzad una orden de busca y captura de Delilah Parker. Se la debe considerar peligrosa.

Todo era culpa de Miranda Moore.

Delilah lloraba por Davy. Su hermano pequeño estaba muerto. Ella lloró al oír las noticias mientras se escondía en la casa de vacaciones de la familia Vought. Sabía que no vendrían de California hasta que sus hijos hubieran acabado el colegio el mes siguiente.

Se podría quedar hasta el viernes, cuando viniera el cuidador a abrir la casa y limpiarla, aunque también temía que la policía decidiera investigar todas las residencias secundarias en la zona.

Delilah suponía que la policía lo sabía todo. Ella no iría a prisión. Encerrada como una bestia. No, ella no era un animal. Había hecho todo lo posible. ¿Acaso nadie lo entendía? ¡Había hecho todo lo posible!

Las noticias de la televisión eran vagas, sólo decían que el Carnicero de Bozeman había sido identificado como David Larsen y que había ingresado cadáver en el hospital de Deaconess.

Sintió que las entrañas se le revolvían. Se suponía que ella tenía que proteger a Davy, asegurarse de que nunca le hicieran daño, de que nunca lo capturaran.

Lo odiaba.

El dolor le martilleaba la cabeza. No odiaba a su hermano. No, él la necesitaba. Ella sólo odiaba la atención que él recibía cuando los dos eran pequeños.

Al crecer, Davy se volvió tímido y callado. Hasta que fueron a la universidad, Davy era delgado como un chaval desnutrido y ni siquiera era más alto que ella. Sin embargo, cuando su madre se mató en un accidente de coche, fue como si floreciera. Creció quince centímetros y comenzó a hacer ejercicio y a convertirse en un hombre.

A Delilah eso no le gustó. No le gustó nada. Davy le pertenecía a ella. Ella lo controlaba. Ella lo manipulaba. Ella le decía qué hacer y qué no hacer. Él siempre le hacía caso. Y siempre había hecho lo que ella decía. Y ella lo protegía lo mejor que podía. Bueno, puede que no lo mejor. Por ejemplo, ¿qué podía hacer para que su madre dejara de meterle mano?

En una ocasión, cuando tenía catorce años, se escondió en el armario. Miró a través de la celosía y vio cómo su madre le tocaba las partes a Davy. Y a él parecía gustarle. Su pene se ponía duro y chorreaba esperma sobre los pechos de su madre.