Ella sabía que eso que su madre le obligaba a hacer a Davy estaba mal. Pero ¿a quién se lo diría? ¿Quién le creería? Y, en cualquier caso, Delilah tenía sus propios problemas. Por ejemplo, cómo meter una serpiente en la taquilla de Mary Sue Mitchell sin que la pillaran.
Una serpiente venenosa. Al fin y al cabo, Mary Sue le había tomado la mano a Matt Drake en la asamblea escolar de la semana anterior. ¿Acaso la muy puta creía que ella no se daría cuenta?
Davy siempre gozaba de todas las atenciones de mamá. Delilah era la hija no deseada. A veces prefería la libertad de no ser deseada. El resto del tiempo alternaba entre odiar a Davy y a su madre.
Sin embargo, intervenía a menudo para detener los duros golpes de su madre, y estaba dispuesta a ganarse una paliza con tal de evitar que golpeara a Davy. Si no amara a su hermano, ¿acaso habría aguantado esas palizas por él?
Pero él no era normal. Ella se dio cuenta a una edad muy temprana. ¿Cómo podía ser normal si su propia madre lo violaba?
Tú también lo violabas.
No, yo lo quería. Él me quería a mí. Siempre volvía, ¿no? Siempre decía que me necesitaba.
Tú le hiciste daño.
¡No! Nada de lo que yo le hice lo marcó. Él entendía… dolor y placer. Era ella. Miranda Moore. Ella lo mató. Lo apuñaló. Tenía las manos manchadas con la sangre de Davy.
Mátala.
Después de dieciséis años de matrimonio, Delilah estaba sorprendida de no sentir nada más que irritación hacia su marido. Él no la amaba. Ella lo había dado todo por él; había cuidado de su casa y de su mocoso, cocinado y limpiado y asistido a sus estúpidos actos. Había sido la mujer perfecta.
Y él la miraba como si fuera una extraña.
La única otra cosa que la molestaba, y la molestaba mucho, era Ryan. ¡Cómo si ella fuera capaz de hacerle daño a su propio hijo! Ella no era su madre. Evitaba deliberadamente tocar a Ryan para no caer en la tentación. Tampoco se podía decir que sintiera la tentación.
Ella no era su madre.
Ella no había querido descendencia, desde luego, un hijo, no. Pero cuando supo que estaba embarazada (¿de qué servían los anticonceptivos si no funcionaban?) estaba segura de que el bebé sería una niña.
Tener una niña para educarla como se debe educar a una hija. Para colmarla de atenciones, vestirla con ropa bonita, llevarla a restaurantes elegantes, organizarle una gran fiesta para su puesta de largo.
Soltó una risa amarga.
Había tenido un niño. Otro Davy.
Sin embargo, era una buena madre, ¡maldita sea! Lo hacía todo por él. Le horneaba las jodidas galletas, le limpiaba su jodida habitación. Asistía a todas las jodidas reuniones de padres y obras de teatro y partidos de fútbol.
¿Qué más quería? ¿Su sangre? ¿Con eso quedaría satisfecho? ¿Acaso quedaría alguien satisfecho?
Respiró hondo para relajarse. No servía de nada perder el control. Su sangre fría la había salvado de muchas imprudencias.
Como la noche en que casi había ahogado a Rory en su cuna. En el último momento, le quitó la almohada de la cara. Richard se habría enterado, y a ella la habrían metido en la cárcel.
O la vez que amenazó con contarle a la policía lo de la chica en Portland. Estuvo a punto de no servirle de coartada a Davy. ¡El estúpido, imbécil! Quería dejarlo todo por una zorra rica de la hermandad de mujeres del Delta de los cojones.
Sin embargo, al final, le procuró la coartada y fue muy convincente. Porque, sin Davy, su vida se habría venido abajo. Ella lo necesitaba a él tanto como él a ella.
Juntos eran más fuertes.
Ahora él estaba muerto.
Todo era culpa de Miranda Moore. La muy puta lo pagaría caro.
Capítulo 37
Miranda se despertó tarde. La luz bañaba los tragaluces. Más abajo, en el valle, se había acumulado una niebla gris, pero no tardaría en despejarse.
Prometía ser un día espléndido.
Se dio media vuelta, esperando encontrar a Quinn a su lado. En su lugar, encontró una nota.
Miranda,
No quería molestarte. Me reuniré con Colleen en Big Sky para llevar a cabo un registro rápido de la cabaña. Debería estar de vuelta hacia mediodía, o llamaré si me retraso.
He llamado al hospital. Nick sigue igual, lo cual es más o menos una buena noticia. JoBeth Anderson está despierta y consciente. Ashley ha pedido hablar contigo. Se pondrá bien, gracias a ti.
Quédate en la hostería. Tengo a cuatro agentes vigilando el lugar. Hasta que no sepa qué pasa con Delilah Parker, preferiría tomármelo con cautela.
Te quiero.
Q.
P.S. No camines con la pierna mala. Si tienes que ducharte, que sea rápido.
Miranda sonrió. La semana anterior, sin ir más lejos, habría pensado que la protección policial era una exageración. Pero ese día estaba dispuesta a permitirle a Quinn su paranoia.
Su sonrisa se convirtió en un ceño fruncido. No podía ni imaginarse lo que estaba viviendo Delilah Parker en ese momento, después de enterarse de que su propio hermano era el Carnicero, un violador. Miranda estaba segura de que los temores de Quinn no tenían fundamento. ¿Cómo podía participar una mujer, aunque sólo fuera callando, en la violación y tortura de otra mujer?
Era una perversión. Una perversión casi tan indigna como la de David Larsen.
Salió trabajosamente de la cama y se puso de pie. Tenía la pierna herida rígida y le dolía, pero podía caminar sin muletas si iba lentamente. Moverse era el mejor remedio. En realidad, la pierna no le dolía más que la terrible magulladura en el hombro, que se hizo al chocar contra la roca.
Necesitaba una ducha. Se había duchado en el hospital, pero el agua era tibia.
Abrió el grifo y esperó a que el agua se calentara. Deseaba que Quinn estuviera ahí. Se quitó el pijama y se miró en el espejo.
Tenía diecinueve cortes en los pechos, todos de unos tres centímetros de largo. Los había contado. Una y otra vez. Había perdido gran parte de la sensibilidad de los pezones, puesto que los nervios habían sido dañados para siempre. Cerró los ojos. Sintió, como siempre, una profunda indignación ante el reflejo de su escarificación. Las cicatrices que conservaba en tobillos y muñecas por haber estado encadenada, o el corte grande que tenía en el interior del muslo, no le incomodaban ni la mitad que sus pechos heridos.
Se obligó a mirar de nuevo, hasta que la condensación en el espejo ya no le dejó ver su reflejo.
Ahora las cicatrices eran parte de ella. Tenía que dejar de compadecerse de sí misma. Quinn nunca había sentido el rechazo que ella misma sentía. Rabia, sí. Miranda había visto el destello de rabia en sus ojos.
La rabia no le molestaba. La compasión, sí.
¡Se habían acabado los «qué pasaría si»! Ella se sentía cada día más cómoda consigo misma. El Carnicero había muerto. Miranda tenía que enterrar su autocompasión y su rabia. Tenía toda una vida por delante, con Quinn.
Y él la amaba tal como ella era.
Se metió en la ducha caliente y pensó en cómo sería la vida casada con Quinn. Divertida. Un desafío. Emocionante. Frustrante. Ella era una testaruda, y él también. Sin embargo, reconciliarse era parte de la diversión de pelearse, ¿no?