Habían tardado años en volver a encontrarse, y Miranda no quería perder ni un minuto. La boda sería lo más pronto posible. Cuando Quinn volviera a Seattle, ella volvería con él. Seguro que encontraría un empleo en una Unidad de Búsqueda y Rescate en el estado de Washington. En Seattle había ríos y cursos de agua, y las Montañas Cascade. Ella tenía experiencia en todo tipo de terrenos.
Y, por primera vez en más de diez años, pensó en tener un hijo.
Con Quinn.
Cerró el grifo y buscó la toalla que colgaba del gancho fuera de la ducha. No la encontró. Qué raro. Estaba segura de haberla dejado ahí. Habría caído al suelo. Abrió la puerta del todo y salió.
Y se encontró frente a frente con el cañón de una nueve milímetros semiautomática.
Miró a los ojos fríos y desquiciados de Delilah Parker, que no se parecía en nada a la elegante dama de sociedad que había conocido en el pasado.
– ¿Qué hacías? ¿Lavarte las manos de la sangre de mi hermano?
Cuando en la cabaña de Miranda no contestaron, Quinn utilizó la radio para hablar con los agentes que custodiaban la hostería.
– He emitido una orden de busca y captura de Delilah Parker -dijo-. Seguro que va armada y es peligrosa. Hay serias pruebas de que ha ayudado a su hermano, David Larsen, a secuestrar a las víctimas.
– Dios mío -dijo uno de los agentes.
– Pasemos revista. Decid nombre y ubicación. -Jorgensen, entrada principal y comprobación del perímetro cada veinte minutos.
– Zachary, entrada principal e interior, aquí.
– Ressler, senderos, granero, aparcamiento, todo despejado.
Silencio. Hasta que habló Jorgensen.
– Walters, reporta tu posición.
Silencio.
Quinn sintió que el corazón se le subía a la garganta.
– ¡Ressler, tú y Jorgensen, iros a la cabaña de Miranda, ya! Llamad a todos los huéspedes y empleados al comedor y mantenedlos ahí hasta que os den aviso. Traeré refuerzos. Llegaré en unos diez minutos.
Dio un golpe a la radio.
– ¡Maldita sea! -¿Por qué la había dejado sola? Creyó que estaría a salvo. Cuatro polis protegiendo la hostería. Eran pocos los criminales que se atrevían a cargarse a un poli sin más. Más bien, esperaban una oportunidad para colarse sin ser vistos.
Sin embargo, se había cargado a Walters. Delilah Parker había llegado hasta Miranda.
Quinn aceleró la camioneta, tomando las peligrosas curvas a toda velocidad.
Él y Miranda por fin se habían reencontrado. Esta vez no estaba dispuesto a perderla.
Capítulo 38
– Si te atreves aunque no sea más que a abrir la boca, te mataré. Lentamente. Y luego mataré a tu amante.
Miranda se creyó la amenaza de Delilah. No quería morir. No ahora, que había puesto sus demonios a buen recaudo. No soportaba la idea de que Quinn la encontrara muerta.
Delilah Parker era una mujer enferma.
Con las manos atadas detrás de la espalda, Miranda sintió la carne de gallina en la piel todavía húmeda. Llevaba puesta una delgada bata de algodón y nada más.
Temblando y descalza, Miranda avanzó a trompicones por el sendero, sintiendo la pierna adolorida. No tenía ni idea de a dónde la llevaba Delilah, pero todavía no estaba muerta. Ya encontraría una oportunidad para escapar.
– ¿Por qué haces esto? -preguntó Miranda.
– Porque quiero -dijo Delilah, como una niña mimada-. Venga, sigue caminando.
Tenía que seguir hablándole. Miranda lo recordaba de sus clases de psicología criminal.
– ¿Por qué ayudabas a tu hermano a secuestrar mujeres? Eres una mujer. Supongo que sentirías alguna simpatía por ellas.
Delilah se encogió de hombros.
– Era interesante.
¿Interesante? ¡Delilah pensaba que violar y disparar a mujeres por la espalda era interesante!
– ¿Nos entregabas a nosotras, las mujeres, y luego te marchabas sin más? ¿Sabiendo lo que él iba a hacer?
– Habla más bajo -advirtió Delilah, con un silbido de voz.
Miranda no podía creer lo que estaba oyendo. Siguió caminando, aunque hablando en un murmullo, consciente de la pistola que le apuntaba por detrás.
– ¿Cómo podías hacer eso? ¿Simplemente darles la espalda?
– No les daba la espalda. No soy una cobarde. No soy como David.
Miranda tropezó al oír esas palabras. Delilah la encañonó para que se levantara.
– Venga, sigue caminando.
– Mi pierna.
– Y ¿a quién le importa una mierda tu pierna? Davy ha muerto.
Miranda se mordió la lengua y unas lágrimas asomaron en sus ojos. -¿Tú lo sabías? ¿Tú mirabas?
– Quería mirar. Quería ver qué hacía falta para quebrar a alguien. Davy insistía en que si encontraba a la chica adecuada, ella querría quedarse con él para siempre. Yo le decía que era una tontería. Y tenía razón.
¿Cómo podía ignorar esos gritos que no paraban? ¿Ella miraba mientras su hermano violaba y torturaba a las mujeres y lo encontraba interesante? ¿Para ver cómo se quebraba a un ser humano? Miranda sintió que se le revolvía el estómago y la bilis le llegó a la boca de la garganta. Se obligó a tragar, y la sensación de quemazón le arrancó una mueca.
¡Delilah era una criatura tan retorcida como su hermano!
– Sabrás que no es culpa mía -siguió Delilah-. Davy cogió a esa primera chica sin decírmelo. ¿Te lo puedes creer? Fue, la secuestró y la violó. Creía que si la chica se enteraba de cuánto la quería -dijo Delilah, entornando los ojos-, se quedaría junto a él.
– Penny -dijo Miranda, como si hablara sola.
– Se suponía que no debía tocar a otras mujeres sin mi permiso. Pero yo sabía, como una mujer sabe que su marido la engaña, yo sabía que él tenía otra mujer. Lo seguí. Y ahí estaba, atada en el suelo inmundo de alguna cabaña abandonada. Vi a Davy a través de la ventana. Rogándole que le dijera que lo amaba, bla, bla, bla.
– Davy salió una hora más tarde y yo la solté. Le dije cómo tenía que bajar desde la montaña. Me rogó que la llevara conmigo. Como si yo quisiera ayudarla. La acompañé hasta la entrada de la quebrada y alcancé a Davy antes de que subiera a su todoterreno. -Delilah rió, un gesto sorprendentemente ligero teniendo en cuenta su escalofriante relato.
– Le dije que tenía que matarla. Si no la mataba, ella lo entregaría a la policía -dijo, y sacudió la cabeza-. Lo esperé. No tardó demasiado.
Delilah empujó a Miranda para que avanzara. Miranda tropezó sobre una raíz y cayó de rodillas. Los puntos de sutura se tensaron y un hilillo de sangre le corrió por la pierna. Delilah le propinó una patada.
– ¡Levántate!
Miranda se incorporó apoyándose en las pantorrillas y con las piernas hacia fuera para mantener el equilibrio, mientras sentía la rabia acumulándose en ella. Le aterraba pensar en lo que era capaz de hacer Delilah. Aquella mujer demostraba una total y absoluta indiferencia al dolor y el sufrimiento ajenos.
– Estás enferma, Delilah. Te parecía emocionante ver cómo tu hermano violaba a las mujeres.
Miranda se preparó para un golpe que no llegó. Delilah guardó silencio, y Miranda entendió en ese momento hacia dónde se dirigían. A su campo. A aquel prado especial donde ella iba a pensar, a relajarse y a celebrar las cosas buenas de la vida.
¿Acaso Delilah la había mirado mientras ella reflexionaba sentada en ese amplio espacio abierto? ¿Acaso la seguía? ¿La acechaba? Y ¿el enfermo de su hermano? ¿Había hecho lo mismo?