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En los lindes del claro, Delilah obligó a Miranda a sentarse de un empujón. Ésta tropezó, y no pudo evitar golpearse la cara contra el suelo. De sus ojos brotaron lágrimas, más por la indignación y el miedo que de dolor.

Delilah parecía una mujer delicada, pero era fuerte. Empujó a Miranda contra un árbol y la obligó a sentarse. Miranda sintió las piedras y las afiladas agujas de pino hincándosele en las nalgas y las piernas, pero se resistió al impulso de gritar. No le daría a esa perra la satisfacción de verla llorar. Delilah le quitó las ataduras de las manos.

Era su oportunidad.

Miranda intentó darle con ambos brazos. Anticipándose a su movimiento, Delilah le asestó un golpe en la sien con la culata de su pistola. Miranda se derrumbó, jadeando de dolor. Apretó con fuerza los dientes para soportar el dolor y las náuseas, y Delilah volvió a empujarla para que se sentara contra el árbol. Le ató las manos por detrás y alrededor del tronco. Delilah tiró con fuerza de ambos brazos y Miranda lanzó un grito.

– ¿Qué haces? -consiguió preguntar.

– Esperando.

– ¿A qué?

– A que aparezca tu amante.

– No lograrás salirte con la tuya. -¡Era una estupidez decir eso! Además, Miranda temía que Delilah estuviera lo bastante desesperada para hacer cualquier cosa.

Miranda imaginó diversos escenarios. Podía gritar, pero Delilah sencillamente la dejaría inconsciente de un golpe. Podía lanzar una patada para hacerle soltar la pistola pero, atada al árbol, Miranda no tenía ninguna posibilidad de hacerse con ella. La mejor oportunidad que tendría sería avisar a Quinn cuando estuviera lo bastante cerca. Advertirle que se trataba de una trampa. Sólo podía esperar que él se percatara antes de que fuera demasiado tarde.

– Te vi a ti y a ese poli -siguió Delilah-. La otra noche, que estabais follando.

¿Ella estaba ahí? ¿Había estado tan cerca y ellos sin saberlo? Miranda se sentía como manchada al enterarse de que el momento más íntimo de su reunión con Quinn hubiera sido observado por aquella mujer retorcida y enferma.

– Cuando era pequeña, nunca entendía qué había de tan extraordinario en el sexo. Parecía tan complicado. Los cuerpos sudando y todo eso. Solía mirar a mi madre, después de que mi padre nos dejó. Miraba lo que hacía con los hombres. Lo que hacía con Davy.

Miranda aguzó el oído. ¿Su madre había abusado de su propio hijo? Toda la familia estaba enferma. Una leve chispa de compasión asomó en el alma de Miranda, pero algo en ella la reprimió. Todos tenemos la capacidad de elección. Ellos eligieron ser perversos.

Delilah guardó silencio un momento largo. Y luego volvió a hablar.

– Yo odiaba a Davy. Mamá lo quería más. Lo abrazaba. Lo besaba. Yo era la hija no deseada. Papá me quería, pero nos dejó y nunca volvió. Nunca, ni siquiera una vez. Simplemente se fue. -Respiró hondo y su tono de voz dejó de ser infantil-. Pero mamá quería más a Davy, y lo metía en su cama. Hacía todo por él. Y yo lo odiaba. Claro que cuando supe que se lo estaba follando, el pobre chaval me dio un poco de pena. Él se quedaba ahí tendido y lloraba. Era patético. ¿Por qué no se resistía? ¿Por qué no se iba? -preguntó, sacudiendo la cabeza-. No dejé que te matara -dijo, al final.

Miranda prefirió tragarse su respuesta. No era el momento de contradecir a Delilah.

– Después de que te escapaste, quería matarte, pero tú luchaste. Yo admiraba eso. Y mira cómo me has pagado. ¡Te di la vida y ahora has matado a mi hermano! -exclamó, y le dio a Miranda en toda la cara, aplastándole la cabeza contra el árbol. Miranda literalmente vio estrellas y lanzó un grito de dolor.

– ¡Eres una perra enferma!

– Nada de palabrotas -dijo Delilah. Sacó un pañuelo de su bolsillo y se lo metió a Miranda en la boca. Luego, le ató un trozo de cuerda para mantener la mordaza en su lugar.

Ahora no podría advertir a Quinn. Miranda sintió que el estómago se le revolvía. Por favor, por favor, no vengas.

No soportaría verte morir.

El agente Dick Walters estaba muerto. De un disparo en la cabeza. Y Miranda había desaparecido.

Quinn dejó el cuerpo del poli en el pequeño porche de Miranda y dio órdenes a la media docena de agentes del sheriff que ya habían llegado. Los demás venían en camino, junto con otros agentes del FBI, pero el tiempo apremiaba. Quinn no podía esperar a que llegara más ayuda.

Delilah incluso no había intentado disimular sus huellas. Esperaba que la siguieran. Quería que la siguieran.

¿Qué pretendía? Tenía a Miranda, supuestamente viva, ya que no habían encontrado sangre en el interior de la cabaña. Pero ¿por qué mantenerla con vida?

Delilah quería a alguien o algo, y un rehén le daría algo con qué negociar.

Quinn odiaba las negociaciones con rehenes. La enorme tensión de ser responsable de las vidas de personas inocentes había destruido a algunos de los mejores agentes con que había trabajado. Pero era peor cuando el rehén era alguien que uno conocía.

O alguien a quien uno amaba.

– Hay que ir con cuidado -le dijo a los agentes, y envió a dos por la derecha y a otros dos por la izquierda, además de los dos que lo seguían por el camino que había tomado Delilah.

Se dieron prisa, manteniéndose pegados a los árboles, por si fuera una trampa. No caminaron, ni siquiera doscientos metros, antes de que el sendero desembocara en un prado, oculto por una densa cortina de árboles.

Quinn no podía equivocarse. La bata blanca de Miranda casi brillaba en el fondo verde y marrón de los árboles en el límite del prado, como un faro que anunciaba su presencia. Estaba sentada al pie de un árbol. Quinn sacó sus prismáticos y miró.

Estaba atada al árbol y amordazada. Llevaba el pelo mojado y aquella sencilla bata. Sin embargo, el frío era un problema menor para ella en ese momento.

Quinn no veía a Delilah por ningún lado. Algo le decía que aquello era una trampa.

Le dieron ganas de correr hasta donde estaba Miranda, pero dio un paso atrás. No les serviría a ninguno de los dos si a él lo mataban.

Habló por radio, en voz baja.

– Parece una trampa. No entréis, repito, no entréis en el claro.

Se giró hacia Jorgensen.

– El megáfono -pidió, y éste se lo pasó.

Quinn respiró hondo. Era el momento clave.

– Delilah Parker -dijo, con el megáfono en alto, la voz a todo volumen y con un retintín metálico-. Delilah, soy el Agente Especial Quincy Peterson, del FBI. Puede que te acuerdes de mí. Tuviste la amabilidad de ofrecerme limonada con pastel de plátano el día que llegué a la ciudad.

Quinn dijo lo primero que se le vino a la cabeza, pero parecía lo correcto. Hizo un gesto a los hombres para que se abrieran por ambos lados y no se dejaran ver. Miró a Jorgensen, le hizo una señal y éste dio media vuelta y se dirigió a la hostería. El plan B era un último recurso.

Quinn temía que fuera su única opción.

Delilah Parker tenía una obsesión por el control y la imagen. Quinn recordó lo que Nick le había dicho acerca de su necesidad de ser una buena anfitriona, y que nunca había que rechazar una copa o una comida de la señora Parker.

Tenía que apelar a esa parte suya.

No a la parte que miraba mientras el hermano violaba a casi dos docenas de mujeres.

– ¿Delilah? ¿Puedes asomarte para que hablemos?

– ¡No! ¡Lo está haciendo mal!

Delilah estaba enfadada, y Miranda la miró a ella y luego a Quinn, a casi cien metros de distancia. Delilah se había escondido detrás de un árbol podrido y hueco. Su intención era matar a Quinn cuando viniera a rescatar a Miranda. Para que ésta lo viera morir.