– Papá. -No tenía por qué añadir más.
– Randy -dijo él, con voz ronca.
Bill salió de detrás del mostrador y, cuando lo abrazó, Miranda se sintió reconfortada. Su padre nunca se hacía de rogar con los abrazos.
– Ha sido él -murmuró.
Su padre la estrechó con fuerza. Ella olió aquella mezcla única de loción de afeitado, suculentos granos de café y tabaco de pipa. Olía a hogar y a amor y a todo lo bueno que había en su vida.
– ¿Vuelves a salir?
– Tengo que irme. -Miranda dio un paso atrás, respiró hondo y lo miró con una sonrisa que quería transmitir esperanza.
– Te prepararé unos bocadillos. ¿Cuántos sois los que estáis buscando?
– Quizás unos veinte, o veinticinco. Nick llamará a voluntarios para que colaboren con sus hombres. Hay que darles instrucciones. No tengo mucho tiempo.
– Ve a buscar tus cosas. Yo cogeré algo para que podáis comer.
– Te quiero, papá.
Él le acarició la mejilla, dio media vuelta y se dirigió a la cocina.
Miranda habría dado cualquier cosa por retroceder en el tiempo y proteger a su padre de lo que había sufrido desde aquel día en que ella había vuelto a casa, destrozada y vacía. A veces pensaba que su padre todavía la veía medio ahogada y desnuda en la orilla del río. Golpeada, herida, más allá del agotamiento.
Pero viva.
Lo cual no podía decirse de Rebecca. O de Sharon. O de Penny, Susan, Karen, Ellen y Ellaine. Ni de las otras nueve chicas desaparecidas sin dejar rastro en la primavera de los últimos quince años.
En circunstancias normales, Miranda disfrutaba del apacible paseo por el sendero de gravilla hasta su propia cabaña. Su padre se la había construido hacía diez años, a su regreso de la Academia del FBI en Quantico.
– Randy, necesitas tu propia casa -dijo-, pero yo me sentiría muy solo si te fueras a vivir a la ciudad.
Bill Moore nunca estaría solo. Era un hombre apreciado y admirado por todos en el condado de Gallatin, y su hostería funcionaba bien con los turistas en verano y los esquiadores en invierno, además de los habitantes locales que venían a lo largo del año a comer o a tomar un aperitivo los domingos. La hostería tenía ocho suites en la primera planta. También había unas quince cabañas desperdigadas por las treinta y tantas hectáreas de la propiedad. Los amigos de toda la vida venían a menudo. Los forasteros eran como de la familia. Era la vida de Bill.
Miranda ansiaba meterse en una bañera de agua caliente y mirar cómo pasaba el día a través de la ventana. Empaparse hasta quedar con la carne casi escaldada, sumergiéndose en un agua tan caliente que casi no la aguantara. Llorar hasta que no le quedaran lágrimas.
Pero se limitó a coger municiones para el 45 automático que llevaba y sacó su escopeta. Su padre le daría la comida pero ella se ocuparía de preparar el equipo de supervivencia.
Tres días de alimentos liofilizados y de botellas de agua, navaja, pistola de bengalas y cerillas en el fondo de la mochila. Añadió las balas y una chaqueta Gore Tex, una muda de ropa y una manta térmica.
Jamás la pillarían sin estar preparada.
Quince minutos más tarde, entró en la enorme cocina y observó cómo su padre y Ben «Gray» Grayhawk, el cocinero, factótum de la hostería y amigo, cargaban una nevera portátil con bocadillos envueltos uno por uno. Había al menos cuarenta raciones. Metieron seis termos en una caja, vasos de plástico y una bolsa verde para la basura.
Miranda dejó su mochila junto a la puerta y abrazó a su padre.
– Gracias, papá -dijo, y le sonrió a Gray para agradecerle también.
– Tu padre no quiere decirlo, así que lo diré yo -dijo Gray-. Tú, cuídate, jovencita. No te adentres en el bosque sin apoyo. No juegues a ser la heroína. Sé lista.
– Tendré cuidado. -Miranda adoraba a Gray, aunque él siempre anduviera preocupándose por ella. Era unos años mayor que su padre, y en su largo pelo plateado y trenzado se adivinaba su herencia india, aunque sus ojos verdes eran los de su madre europea. Había nacido en Bozeman, pero se había mudado cuando era apenas un adolescente. Y después de tres períodos de servicio en Vietnam decidió regresar a casa.
Gray también le había enseñado a usar armas de fuego.
Entre los tres llevaron la comida y las bebidas al jeep de Miranda. Cuando estaba a punto de subir, su padre la cogió por el brazo. Sus ojos azules, un pálido reflejo de los ojos de Miranda, brillaban con un fondo de inquietud y preocupación.
– Randy, ten cuidado.
Ella asintió, incapaz de decir palabra por miedo a que brotaran las lágrimas reprimidas desde aquel momento de debilidad en la universidad. Subió al jeep de un salto, saludó y partió.
Bill se quedó mirando el jeep hasta que desapareció en una curva, junto al cartel que rezaba: Siempre bienvenidos a la Hostería Gallatin. Sacó un pañuelo y se sonó.
Gray puso su mano enorme sobre el hombro de su amigo.
– Estará bien, Billy. Es una muchacha fuerte.
– Lo sé. Lo sé. -Respiró hondo el aire fresco de la montaña-. Se merece ser feliz. Yo la amo tanto que no soporto ver cómo revive una y otra vez la misma historia.
– Por eso está ahí. No la puedes obligar a ir por tu camino, así como Nick no pudo obligarla a ir por el suyo.
Bill miró a su amigo.
– Ha llamado Quinn Peterson para reservar una habitación. -Y ¿se la has dado?
– Sí.
– A Miranda no le gustará.
– Ya lo creo que no. -Pero él tenía que enmendar algo. Sólo esperaba que Miranda lo perdonara cuando se enterara de la verdad.
Elijah Banks le dio las gracias al Dios en el que ya no creía de que por fin su suerte estuviera cambiando.
Salió disparado por la puerta trasera de las oficinas de la Gazette, en Missoula y subió a su destartalada camioneta. Una rápida mirada a su reloj le dijo que tenía el tiempo justo para pasar por su piso y coger una bolsa de viaje.
El Carnicero volvía a golpear. El cuerpo de Rebecca Douglas había sido descubierto hacía una hora, y aunque el sheriff se anduviera con secretos, Eli tenía un sexto sentido que le decía que se trataba del Carnicero.
Joven universitaria desaparecida una semana. Encontrada muerta. El Carnicero. Maldita sea, hubiera deseado estar ahí desde el principio, pero su editor no le daba la oportunidad. Al contrario, había pasado lunes y martes en Helena escribiendo sobre un caso más de soborno político, y los tres últimos días entrevistando a ancianos que habían sido víctimas del robo de sus datos de identidad.
Aburrido a más no poder.
Pero ahora que tenía que informar sobre la historia de un cadáver, el jefe le había dado la tarea. Su contacto en la policía le había proporcionado escasos detalles, sólo que habían encontrado el cuerpo de la mujer y que el sheriff Thomas había dado instrucciones por radio de guardar silencio. El forense estaba al corriente y se encontraba ahora en el monte cerca de Cherry Creek Road, al sur de la interestatal.
Si jugaba bien sus cartas, podría catapultarse para salir de aquel agujero infernal y conseguir un empleo de reportero de verdad en un periódico de verdad en una ciudad de verdad.