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No sé qué se imaginaría que serían los palacios pontificios y las inacabables avenidas de iglesias y conventos, pero a cambio de mis generosas descripciones me regaló algunas confidencias que me hicieron recelar de las buenas intenciones del bibliotecario.

Entre risas me contó qué era lo único capaz de sacar de quicio a su tío, el prior.

– ¿Y qué es? -le pregunté intrigado.

– Encontrarse a fray Alessandro y a Leonardo arremangados, cortando lechugas en la cocina de fray Giuglielmo.

– ¿Baja Leonardo a las cocinas?

La sorpresa me dejó perplejo.

– ¿Cómo? ¡Si no hace otra cosa! Cuando mi tío desea encontrarlo, ya sabe que ése es su escondite favorito. Podrá no mojar ningún pincel durante días, pero es incapaz de visitarnos y no pasarse horas junto a los fogones. ¿No sabíais que Leonardo tuvo una taberna en Florencia, en la que él era cocinero?

– No.

– Él me lo contó. Se llamaba La Enseña de las Tres Ranas de Sandro y Leonardo.

– ¿De veras?

– ¡Por supuesto! Me explicó que la montó con un amigo suyo que también era pintor, Sandro Botticelli.

– ¿Y qué pasó?

– ¡Nada! Que a la clientela no le gustaban sus guisos de verdura, sus anchoas enrolladas en brotes de col, o una cosa que hacían con pepinillo y hojas de lechuga cortadas en forma de rana.

– ¿Y aquí hace eso mismo?

– Bueno -Matteo sonrió-, mi tío no le deja. Desde que llegó al convento, lo que más le gusta es ensayar con nuestra despensa. Dice que está buscando el menú para la Última Cena. Que la comida que debe estar sobre esa mesa es tan importante como el retrato de los apóstoles… y el muy fresco lleva semanas trayéndose a sus discípulos y amigos a comer en una mesa grande que ha dispuesto en el refectorio, mientras vacía las bodegas del convento. [9]

– ¿Y fray Alessandro lo ayuda?

– ¿Fray Alessandro? -repitió-. ¡Él es de los que se sientan a la mesa a comer! Leonardo dice que aprovecha entonces para estudiar sus siluetas y cómo pintará lo que comen, pero ¡nadie le ha visto hacer otra cosa que zamparse nuestras reservas!

Matteo se rió divertido.

– La verdad -añadió- es que mi tío ha escrito varias veces al dux protestando por estos abusos del toscano, pero el dux no le ha hecho ni caso. Si sigue así, Leonardo terminará por dejarnos sin cosecha.

13.

Los viernes 13 nunca fueron del agrado de los milaneses. Más permeables a las supersticiones francesas que otros latinos, las jornadas que unían el quinto día de la semana con el fatídico lugar que ocupaba Judas en la mesa de la Última Cena les recordaban efemérides traumáticas. Sin ir más lejos, fue un viernes 13 de octubre de 1307 cuando los templarios fueron detenidos en Francia por orden de Felipe IV el Hermoso. Entonces se les acusó de negar a Cristo, de escupir sobre su crucifijo, de intercambiar besos obscenos en lugares de culto y de adorar a un extravagante ídolo al que llamaban Bafomet. La desgracia en la que cayó la orden de los caballeros de los mantos blancos fue tal, que desde aquella jornada todos los viernes 13 fueron tenidos por días de mal fario.

El decimotercer día de enero de 1497 no iba a ser la excepción.

A mediodía, una pequeña muchedumbre se agolpaba a las puertas del convento de Santa Marta. La mayoría había cerrado antes de tiempo sus negocios de sedas, perfumes o lanas en la plaza del Verzaro, detrás de la catedral, con tal de no perderse la señal. Parecían impacientes. El anuncio que les había atraído hasta allí era singularmente preciso: antes del ocaso, la sierva de Dios Veronica da Benascio entregaría su alma a Dios. Lo había profetizado ella misma con la seguridad de que hizo gala antes de predicar tantas otras desgracias. Recibida por príncipes y papas, tenida por santa en vida por muchos, su última hazaña había sido ganarse la expulsión del palacio del Moro hacía sólo dos meses. Las malas lenguas decían que pidió ser recibida por donna Beatrice d'Este para anunciarle su fatal destino, y que ésta, fuera de sí, mandó encerrarla en su convento para no volver a verla jamás.

Marco d'Oggiono, el discípulo predilecto del maestro Leonardo, la conocía bien. Había visto al toscano departir con ella a menudo. A Leonardo le gustaba discutir con la religiosa sus extrañas visiones de la Virgen. Anotaba no sólo lo que le decía, sino que a menudo le había sorprendido bosquejando detalles de su rostro angelical, de sus ademanes dulces y su porte doliente, que después trataba de trasladar a sus tablas. Por desgracia, si sor Verónica no erraba, tales confidencias terminarían aquel viernes. Sin almorzar, Marco arrastró al toscano hasta el lecho mortuorio de la religiosa, consciente de que no les quedaba mucho tiempo.

– Os agradezco que hayáis decidido venir. La hermana Veronica agradecerá poder veros por última vez -susurró el discípulo al maestro.

Leonardo, impresionado por el olor a incienso y aceites de aquella pequeña celda, contempló admirado el rostro marmóreo de la beata. La pobre apenas podía abrir sus ojos.

– No creo que yo pueda hacer nada por ella -dijo.

– Lo sé, maestro. Fue ella la que insistió en veros.

– ¿Ella?

Leonardo inclinó su cabeza hasta situarla cerca de los labios de la moribunda. Llevaban un buen rato temblando, como si murmuraran una letanía apenas audible. El párroco de Santa Marta, que ya había extendido los santos óleos sobre sor Verónica y rezaba el santo rosario junto a ella, dejó que el visitante se acercara un poco más.

– ¿Todavía pintáis gemelos en vuestras obras?

El maestro se extrañó. La monja le había reconocido sin molestarse siquiera en abrir los ojos.

– Pinto lo que sé, hermana.

– ¡Ah, Leonardo! -bisbiseó-. No creáis que no me he dado cuenta de quién sois. Lo sé perfectamente. Aunque a estas alturas de mi vida no vale la pena litigar ya con vos.

Sor Verónica hablaba muy despacio, con un tono imperceptible que al toscano le costaba entender.

– Vi vuestro retablo de la iglesia de San Francesco, vuestra madonna.

– ¿Y os gustó?

– La Virgen, sí. Sois un artista con un gran don. Pero los gemelos, no… Decidme, ¿los habéis corregido?

– Lo hice, hermana. Tal y como me pidieron los hermanos franciscanos.

– Tenéis fama de testarudo, Leonardo. Hoy me han dicho que habéis vuelto a pintar gemelos en el refectorio de los dominicos. ¿Es eso cierto?

Leonardo se irguió, atónito.

– ¿Habéis visto el Cenacolo, hermana?

– No. Pero vuestro trabajo se comenta mucho. Deberíais saberlo.

– Ya os lo he dicho antes, sor Verónica: sólo pinto aquello de lo que estoy seguro.

– Entonces, ¿por qué insistís en incluir gemelos en vuestras obras para la Iglesia?

– Porque los hubo. Andrés y Simón fueron hermanos. Lo dicen san Agustín y otros grandes teólogos. Al apóstol Santiago lo confundían a menudo con Jesús por el enorme parecido que se tenían. Y nada de eso lo he inventado yo. Está escrito.

La monja dejó de susurrar.

– ¡Ay, Leonardo! -gritó-. ¡No incurráis en el mismo error que en San Francesco! La misión de un pintor no es confundir al fiel, sino mostrarle con claridad los personajes que le han sido encomendados.

– ¿Error? -Leonardo alzó la voz sin querer. Marco, el párroco y las dos hermanas que atendían a la moribunda se giraron hacia él-. ¿Qué error?

– ¡Vamos, maestro! -gruñó la moribunda-. ¿Acaso no os acusaron de confundir en vuestra tabla a san Juan con Jesús? ¿Por ventura no los retratasteis como si fueran dos gotas de agua? ¿No tenían el mismo pelo rizado, los mismos mofletes y casi el mismo gesto? ¿No inducía vuestra obra a una perversa confusión entre Juan y Cristo?

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[9] Existe constancia histórica de esta práctica de Leonardo. Una carta de fray Vicenzo Bandello a Ludovico el Moro escrita en la Semana Santa de 1496 dice: «Mi señor, han pasado ya más de doce meses desde que me enviasteis al maestro Leonardo para realizar este encargo y en todo este tiempo no ha hecho ni una sola marca sobre nuestra pared. Y en este tiempo, mi señor, las bodegas del priorato han sufrido una gran merma y ahora están secas casi por completo, pues el maestro Leonardo insiste en que se prueben todos los vinos hasta dar con el adecuado para su obra maestra; y no aceptará ningún otro, durante todo este tiempo, mis frailes pasan hambre, pues el maestro Leonardo dispone a su antojo de nuestras cocinas día y noche, confeccionando las que él afirma ser comidas de las que precisa para su mesa; pero nunca se da por satisfecho; y luego, dos veces al día, hace sentarse a sus discípulos y sirvientes para comer de todas ellas. Mi señor, os ruego que deis prisa al maestro Leonardo para que ejecute su obra, porque su presencia y también la de su cuadrilla amenaza con dejarnos en la miseria».