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– Esta vez no sucederá, hermana. No en el Cenacolo.

– ¡Pero me dicen que ya habéis pintado a Santiago con el mismo rostro de Jesús!

Todos oyeron la protesta de sor Verónica. Marco, que aún soñaba con demostrar al maestro que sería capaz de descifrar los secretos de su obra, prestó atención:

– No hay confusión posible -replicó Leonardo-. Jesús es el eje de mi nueva obra. Es una enorme «A» en el centro del mural. Un alfa gigante. El origen de toda mi composición.

D'Oggiono se acarició el mentón meditabundo. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Si repasaba mentalmente La Ultima Cena, Jesús, en efecto, parecía una enorme «A» mayúscula.

– ¿Una «A»? -sor Verónica bajó la voz. Aquello le extrañó-. ¿Y puede saberse qué habéis escrito esta vez en vuestra obra, Leonardo?

– Nada que los verdaderos fieles no puedan leer.

– La mayoría de los buenos cristianos no saben leer, maestro.

– Por eso pinto para ellos.

– ¿Y eso os ha dado derecho a incluiros entre los Doce?

– Encarno al más humilde de los discípulos, hermana. Represento a Judas Tadeo, casi al final de la mesa, como la omega que va a la cola del alfa.

– ¿Omega? ¿Vos?… Andad con cuidado, meser. Sois muy pretencioso y el orgullo podría perder vuestra alma.

– ¿Es una profecía? -preguntó irónico.

– No os burléis de esta anciana y atended el pronóstico que tengo que haceros. Dios me ha dado una visión clara de lo que está por venir. Debéis saber, Leonardo, que no seré yo la única que hoy entregará su alma al Padre Eterno -dijo-. Algunos de esos que llamáis verdaderos fieles me acompañarán a la Sala del Juicio. Y mucho me temo que no se ganarán la misericordia del Altísimo.

Marco d'Oggiono, impresionado, vio a sor Verónica resollar por el esfuerzo.

– A vos, en cambio, aún os queda vida para arrepentiros y salvar vuestra alma.

14.

Nunca agradeceré bastante al hermano Alessandro lo mucho que me ayudó en los días que siguieron a aquel paseo. Aparte de él y del joven Matteo, que a veces visitaba la biblioteca para curiosear en el trabajo del fraile huraño venido de la ciudad pontificia, apenas intercambiaba palabras con nadie. Al resto de los monjes sólo los veía a las horas de comer en el improvisado refectorio que habían habilitado junto al llamado Claustro Grande, y acaso en la iglesia en los momentos de oración. Pero en uno y otro lugar predominaba la regla del silencio y no era fácil entablar relaciones con ninguno de ellos.

En la biblioteca, por el contrario, todo cambiaba. Fray Alessandro perdía la rigidez que mostraba entre los suyos y soltaba su lengua tan reprimida en otras parcelas de la vida monástica. El bibliotecario era de Riccio, junto al lago Trasimeno, más cerca de Roma que de Milán, lo que en cierto modo justificaba su aislamiento del resto de los frailes y hacía que me viera como un paisano necesitado al que proteger. Aunque jamás lo vi probar bocado, cada jornada me traía agua, unas pastas de trigo prietas como cantos rodados (una especialidad de fray Guglielmo que hurtaba a escondidas para mí), y hasta me abastecía de aceite limpio para la lámpara cada vez que ésta amenazaba con extinguirse. Y todo -comprendí más tarde- con tal de no alejarse de mi vera y a la espera de que su inesperado huésped necesitara descargar en alguien sus tensiones y le revelara nuevos detalles de su «secreto». Creo que a cada hora que pasaba, Alessandro lo suponía más y más grande. Yo le reprochaba que la imaginación no era un buen aliado para alguien que pretendiera descifrar misterios, pero él se limitaba a sonreír, seguro de que sus habilidades le serían de utilidad algún día.

En lo que jamás tuve una sola queja de él fue en su extraordinaria humanidad. Pronto fray Alessandro se convirtió en un buen amigo. Estaba cerca siempre que hacía falta. Me consolaba cuando arrojaba la pluma al suelo, desesperado ante la falta de resultados y me alentaba a perseverar sobre aquel diabólico acertijo. Pero Oculos ejus dinumera se resistía a todo. Ni siquiera aplicando valores numéricos a sus letras me ofrecía otra cosa que confusión. Al tercer día de decepciones y desvelos, fray Alessandro había visto ya los versos, se los sabía de memoria y jugueteaba con ellos impaciente, buscando con el ceño fruncido por dónde romper su código. Cada vez que encontraba algo en claro en aquel galimatías, su rostro se iluminaba de satisfacción. Era como si, de repente, sus facciones afiladas lograran suavizarse, cambiando aquel rostro duro por otro de niño entusiasmado. En una de aquellas celebraciones supe, por ejemplo, que los enigmas de cifras y letras eran sus favoritos. Desde que leyó a Raimundo Lulio, el creador del Ars Magna de los códigos secretos, vivía para ellos. Y es que aquel gufo («Búho.» Así llamaban a los frailes que trasnochaban o a los que no parecía importarles levantarse a maitines).

Era una fuente inagotable de sorpresas. Parecía conocerlo todo. Cada obra importante del arte de la criptografía, cada tratado cabalístico, cada ensayo bíblico. Y, sin embargo, tanta preparación teórica no parecía servirnos de mucho…

– Entonces -murmuró Alessandro una de aquellas tardes en las que su comunidad hervía de actividad preparando los funerales por donna Beatrice-, ¿de veras pensáis que debemos contar los ojos de alguna imagen del convento para resolver vuestro problema? ¿Tan sencillo creéis que va a resultarnos?

Palmeé sus manos con afecto mientras me encogía de hombros. ¿Qué podía responder? ¿Que aquello era ya lo único que nos quedaba por probar? El bibliotecario me observaba con sus ojos de lechuza, mientras se acariciaba su barbilla de sable. Pero, como yo, también él desconfiaba de esa opción. Teníamos nuestros motivos. Si la cifra del nombre debía buscarse en el número de ojos de una imagen -daba igual que fuera la Virgen, santo Domingo o santa Ana-, el resultado nos llevaría a un callejón sin salida. A fin de cuentas no era posible hallar un nombre propio de sólo una o dos letras, que sería el resultado evidente que nos daría el número de ojos de cualquiera de las estatuas de Santa Maria. Además, ninguno de los frailes de la comunidad respondía a nombre o apodo tan escueto. Ningún lo, Eo, Au o nada parecido se alojaba allí. Ni siquiera un nombre como Job, de sólo tres letras, serviría de nada. En Santa Maria no había ninguno, y tampoco ningún Noé, ningún Lot, y aunque lo hubiera, ¿en qué cara íbamos a encontrar tres ojos para adjudicarle la autoría de las cartas?

De repente caí en la cuenta de algo. ¿Y si la adivinanza no se refería a los ojos de un ser humano? ¿Y si se trataba de un dragón, una hidra de siete cabezas y catorce ojos, o alguna otra clase del monstruo pintado en «el costado» de alguna sala?

– Pero no hay monstruos así en ninguna parte de Santa Maria -protestó fray Alessandro.

– En ese caso, tal vez estemos equivocados. Quizá la figura a la que debemos contarle los ojos no esté en este convento, sino en otro edificio. En una torre, un palacio, otra iglesia cercana…

– ¡Eso es, padre Agustín! ¡Ya lo tenemos! -Los luceros del bibliotecario relampaguearon de emoción-. ¿No os dais cuenta? El texto no está hablando de una persona o de un animal, sino de un edificio!

– ¿Un edificio?

– ¡Claro! ¡Dios mío, qué torpeza! ¡Si está claro como el agua! Los óculos, además de ojos, son también ventanas. Ventanas redondas. ¡Y la iglesia de Santa Maria está llena de ellas!

El bibliotecario garabateó algo en un trozo de papel. Era una traducción alternativa, rápida, que me tendió nervioso con la esperanza de que la refrendara. Si estaba en lo cierto, todo este tiempo habíamos tenido la solución delante de nuestras narices. Según el gufo, nuestro «cuéntale los ojos, pero no le mires a la cara» también podía entenderse como «cuéntale las ventanas, pero no mires su fachada».