No lo pensamos más. Con cautela, tratando de mojar las sandalias sólo lo necesario, avanzamos despacio entre las placas de hielo rumbo al centro de la fachada, en paralelo a la calle. La cruzamos casi a gatas y cuando fray Alessandro y yo nos supimos a una distancia prudencial, con perspectiva sobre el conjunto del edificio, las contemplamos. Una iluminación tenue procedente del interior las hacía brillar como los ojos de un dragón. Allí, en efecto, se desplegaban una pequeña serie de ventanas redondas, de óculos, que adornaban la iglesia cuan larga era. Su fachada quedaba a la vuelta de la esquina, unos pasos más allá, con la «cara» vuelta hacia otro lado.
– Pero no le mires a la cara… -castañeteé. Helado de frío, escondiendo las manos en las mangas del hábito de lana, conté: uno, dos, tres… siete.
Y aquel siete me desconcertó. Siete versos, siete óculos… La cifra del nombre del anónimo remitente era, sin duda, ese maldito y recurrente siete.
– Pero ¿siete qué? -preguntó el bibliotecario.
Me encogí de hombros.
17.
Lo que ocurrió a continuación, iluminó mi camino.
– ¿Así que vos sois el padre romano que acaba de instalarse en nuestra casa?
El prior de Santa Maria delle Grazie, Vicenzo Bandello, me escrutó con semblante severísimo antes de invitarme a pasar a la sacristía. Al fin conocía al hombre que había redactado el informe sobre la muerte de Beatrice d'Este para Betania.
– El hermano Alessandro me ha hablado mucho de vos -prosiguió-. Al parecer, sois un hombre estudioso. Un intelectual atento, con fuerza de voluntad, con el que esta comunidad podrá enriquecerse mientras dure vuestra estancia entre nosotros. ¿Cómo dijisteis que os llamabais?
– Agustín Leyre, prior.
Bandello acababa de terminar los oficios de la hora tercia, con aquel sol insuficiente gravitando sobre el valle de Padana. Estaba a punto de retirarse a preparar su sermón para el funeral de donna Beatrice cuando lo abordé. Fue un impulso irracional sólo en parte. ¿No había insistido fray Alessandro en que preguntara a cualquier hermano de la comunidad por mi acertijo? ¿No era él quien me había asegurado que el monje menos esperado podría tener una respuesta adecuada? ¿Y quién podía ser más inesperado que el abad?
Lo decidí al poco de regresar helado del exterior y buscar algo de calor intramuros del convento. La suerte quiso que husmeara en la sacristía y que el padre Bandello se encontrara en ella. El bibliotecario me había dejado solo. Acababa de ausentarse con el pretexto de bajar a la cocina a por algunas provisiones para nuestra nueva sesión de trabajo, así que fue entonces cuando reconocí la oportunidad.
Fray Vicenzo Bandello debía de tener algo más de sesenta años, el rostro arrugado y plegado como un velamen recogido en su mástil, un mentón fuerte y una sorprendente capacidad para permitir que sus gestos delataran cada una de sus emociones. Era aún más pequeño de lo que supuse la noche que lo vi en la iglesia. Se movía nervioso de uno a otro de los armarios de puertas pintadas de la sacristía, dudando cuál cerrar primero…
– Y decidme, padre Agustín -terció mientras recogía el cáliz y la patena de la última misa-, tengo una curiosidad: ¿cuál es vuestro trabajo en Roma?
– Mi destino es el Santo Oficio.
– Ya, ya… Y, según tengo entendido, en los ratos libres que os dejan vuestras obligaciones os place resolver acertijos. Eso está bien -sonrió-; seguro que nos entenderemos.
– Precisamente de eso me gustaría hablaros.
– ¿De veras?
Asentí. Si el prior era la eminencia que el bibliotecario había descrito, era probable que no se le hubiera escapado la presencia del Agorero en Milán. Sin embargo, debía ser cauto. Tal vez él mismo fuera el redactor de los anónimos, pero temiera revelar su identidad hasta no estar seguro de mis verdaderas intenciones. Aún podía ser peor: quizá no conociera su existencia, pero si se la revelaba, ¿qué le impediría alertar al Moro de nuestra operación?
– Decidme algo más, padre Leyre. Como amante de desvelar secretos, ¿no habréis oído hablar del arte de la memoria, verdad?
Bandello hizo aquella pregunta como sin querer, mientras yo trataba en vano de determinar su grado de implicación en el asunto de las cartas. Tal vez pecaba de exceso de celo. De hecho, cada nuevo monje que conocía en Santa Maria pasaba a engrosar mi lista de sospechosos. Y fray Vicenzo no iba a ser la excepción. A decir verdad, de todas las alternativas posibles, de los casi treinta frailes que residían en aquellos muros, el prior era el hombre que mejor encajaba en el perfil del Agorero. No sé cómo no nos dimos cuenta antes en Betania. Incluso su nombre, Vicenzo, tenía siete letras. Ni una más. Como las siete líneas del endiablado Oculos ejus dinumera o las siete ventanas de la fachada sur de la iglesia. Caí en ese detalle cuando comprobé la soltura con la que abría y cerraba puertas y armarios-relicario de aquella estancia y se guardaba un grueso manojo de llaves bajo los hábitos. El prior era de los pocos que tenía acceso a las cuentas y proyectos del dux para Santa Maria, y quizá el único que utilizaría un correo oficial y seguro para hacer llegar sus cartas a Roma.
– ¿Y bien? -insistió, cada vez más divertido ante mi actitud pensativa-. ¿Habéis oído o no hablar de ese arte?
Sacudí horizontalmente la cabeza mientras trataba de encontrar en él algún rasgo que confirmara mi juicio.
– ¡Pues es una lástima! -prosiguió-. Pocos saben que nuestra orden ha dado grandes estudiosos en tan digna disciplina.
– Jamás supe de ella.
– Y, por supuesto, tampoco sabréis que el mismísimo Cicerón mencionó ese arte en su De Oratore, o que un tratado aún más antiguo, Ad Herennium, lo detalla y nos ofrece la fórmula precisa con la que recordar en lo sucesivo cuanto uno desee…
– ¿Nos ofrece? ¿A los dominicos?
– ¡Pues claro! Desde hace treinta o cuarenta años, padre Leyre, muchos hermanos nos hemos entregado a su estudio. Vos mismo, que trabajáis a diario con expedientes y documentos complejos, ¿nunca habéis soñado con archivar en vuestra memoria un texto, una imagen, un nombre, sin preocuparos de repasarlo nunca más porque ya sabéis que lo vais a llevar con vos para siempre?
– Claro que sí. Pero sólo los más privilegiados pueden…
– Y necesitándolo por vuestro oficio -me atajó-, ¿no os habéis preocupado de averiguar cuál es la mejor fórmula para lograr semejante prodigio? Los antiguos, que no tenían la misma capacidad para hacer copias de libros que nosotros, inventaron un recurso magistraclass="underline" imaginaron «palacios de la memoria» en los que atesorar sus conocimientos. Tampoco habéis oído hablar de ellos, ¿verdad?
Negué con la cabeza, mudo de perplejidad.
– Los griegos, por ejemplo, imaginaban un edificio grande, lleno de habitaciones y galerías suntuosas, y asignaban a cada ventana, arcada, columnata, escalera o sala un significado diferente. En el vestíbulo «guardaban» sus conocimientos de gramática, en el salón los de retórica, en la cocina la oratoria… Y para recordar cualquier cosa previamente almacenada allí, sólo tenían que acudir a ese rincón del palacio con su imaginación y extraerla en orden inverso al que fue colocada. Ingenioso, ¿no es cierto?
Miré al prior sin saber qué decir. ¿Estaba dándome pie a que le preguntara sobre las cartas que habíamos recibido en Roma o no? ¿Debía seguir el consejo de fray Alessandro y consultarle mi acertijo sin rodeos? Temeroso de perder su temprana confianza, deslicé una insinuación: