– Decidme una cosa, padre Vicenzo: ¿y si en lugar de un «palacio de la memoria» utilizásemos una «iglesia de la memoria».
¿Podríamos, por poner un ejemplo, disfrazar el nombre de una persona en una iglesia de piedra y ladrillo?
– Veo que sois perspicaz, fray Agustín -guiñó un ojo con cierta sorna-. Y práctico. Lo que los griegos diseñaron aplicándolo a palacios imaginarios, los romanos y hasta los egipcios lo ensayaron con edificios reales. Si quienes entraban en ellos conocían el «código de memoria» preciso, podrían caminar por sus salas al tiempo que recibían una valiosa información.
– Y en una iglesia, -insistí.
– Sí, en una iglesia también podría hacerse -concedió-. Pero dejadme que os enseñe algo antes de explicaros cómo funcionaría un mecanismo de ese tipo. Como os decía, en los últimos años padres dominicos de Rávena, Florencia, Basilea, Milán o Friburgo venimos trabajando en un sistema de memorización que descansa sobre imágenes o estructuras arquitectónicas especialmente preparadas para ello.
– ¿Preparadas?
– Sí. Adaptadas, retocadas, engalanadas con detalles decorativos que parecen superfluos a los profanos, pero que son fundamentales para quienes conocen el abecedario secreto que esconden. Lo comprenderéis con un ejemplo, padre Agustín.
El prior sacó de debajo del hábito un pliego de papel que aplanó sobre la mesa de ofrendas. Era una hoja no mayor que la palma de su mano, blanca, con manchas de lacre en una esquina. Alguien había estampado en ella una figura femenina con el pie izquierdo apoyado en una escala. Aparecía rodeada de pájaros y objetos extraños que colgaban de su pecho y una inscripción en caracteres latinos bajo sus pies que la identificaba plenamente. La «señora Gramática», pues de ella se trataba, miraba a ninguna parte con expresión ausente:
– En estas fechas acabamos de terminar una de esas imágenes que, en adelante, servirá para recordar las diferentes partes del arte de la gramática. Es ésta -dijo señalando aquel extravagante diseño-. ¿Queréis ver cómo funciona?
Asentí.
– Fijaos bien -me animó el prior-. Si alguien nos preguntara ahora mismo sobre los términos en los que se fundamenta la gramática y tuviéramos este grabado frente a nuestros ojos, sabríamos qué responder sin titubear.
– ¿De veras?
Bandello apreció mi incredulidad.
– Nuestra solución sería precisa: predicatio, applicatio y continentia. ¿Y sabéis por qué? Muy fáciclass="underline" porque lo he «leído» en esta imagen.
El prior se inclinó sobre la hoja y comenzó a trazar círculos imaginarios a su alrededor, señalando partes diferentes del diseño:
– Miradla bien: predicatio está señalada por el pájaro del brazo derecho, que empieza por «P», y por el pico que tiene la forma de esa letra. Es el atributo más importante de la figura, por eso se señala con dos imágenes, amén de ser el distintivo de nuestra orden. A fin de cuentas somos predicadores, ¿verdad?
Me fijé en la graciosa banderola que sostenía la «señora Gramática», plegada sobre sí misma formando la «P» de la que hablaba Bandello.
– El siguiente atributo -prosiguió-, applicatio, está representado por el Aquila, el águila que sostiene la Gramática en su mano. Aquila y applicatio comienzan por la letra «A», así que el cerebro del iniciado en el ars memoria establecerá la relación de inmediato. Y en cuanto a Continentia, la veréis casi escrita en el pecho de la mujer. Si sois capaz de ver esos objetos, un arco, una rueda, un arado y un martillo, como si fueran letras, leeréis de inmediato c-o-n-t… ¡Continentia!
Era asombroso. En una imagen de aspecto inocente, alguien había logrado encerrar una teoría completa de la gramática. De repente se me pasó por la cabeza que los libros que se imprimían ya por cientos en talleres de Venecia, Roma o Turín incluían grabados en sus frontispicios que podrían incluir mensajes ocultos que a los legos se nos pasarían por alto. En la Secretaría de Claves no nos habían enseñado nunca nada parecido.
– ¿Y los objetos que cuelgan o sostienen los pájaros? ¿También tienen algún significado? -pregunté, aún atónito por aquella inesperada revelación.
– Mi querido hermano: todo, absolutamente todo, tiene un significado. En estos tiempos en los que cada señor, cada príncipe o cardenal tiene tantas cosas que ocultar a los demás, sus actos, las obras de arte que paga o los escritos que protege esconden cosas de él.
El prior cerró aquella frase con una enigmática sonrisa. Fue mi oportunidad:
– ¿Y vos? -siseé-. ¿También ocultáis algo?
Bandello me miró sin perder su gesto irónico. Se acarició la coronilla perfectamente rasurada y se ordenó distraídamente los cabellos.
– Un prior también tiene sus secretos, en efecto.
– ¿Y los escondería en una iglesia ya construida? -proseguí con mi apuesta.
– ¡Oh! -saltó-. Eso sería muy fácil. Primero lo contaría todo: paredes, ventanas, torres, campanas… ¡La cifra es lo más importante! Luego, con la iglesia reducida a números, buscaría cuáles de ellos podrían hermanarse con letras o palabras adecuadas. Y los compararía tanto en el número de caracteres que forman una palabra, como por el valor de esa palabra cuando se redujera a su vez a números.
– ¡Eso es gematria, padre! ¡La ciencia herética de los judíos!
– Es gematria, en efecto. Pero no es un saber despreciable, como vos dais a entender con tanto escándalo. Jesús fue judío y aprendió gematria en el templo. ¿Cómo si no sabríamos que Abraham y Misericordia son palabras numéricamente gemelas? ¿O que la escala de Jacob y el monte Sinaí suman, en hebreo, ciento treinta, lo que nos indica que ambos son dos lugares de ascenso a los cielos designados por Dios?
– Es decir -lo atajé-, que si tuvierais que esconder vuestro nombre, Vicenzo, en la iglesia de Santa María, escogeríais alguna particularidad del templo que sumara siete, igual que las siete letras de vuestro nombre.
– Exacto.
– Como, por ejemplo… ¿siete ventanas? ¿Siete óculos?
– Sería una buena opción. Aunque yo me decantaría por alguno de los frescos que adornan la iglesia. Permiten añadir más matices que una simple sucesión de ventanas. Cuantos más elementos sumes a un espacio, más versatilidad concedes al arte de la memoria. Y, la verdad, la fachada de Santa Maria es un poco simple para ello.
– ¿De veras os lo parece?
– Lo es. Además, el siete es un número sujeto a muchas interpretaciones. Es la cifra sagrada por excelencia. La Biblia recurre a ella constantemente. No se me ocurriría tomar una cifra tan ambigua para enmascarar mi nombre.
Bandello parecía sincero.
– Hagamos un trato -añadió por sorpresa-: yo os confío el acertijo en el que ahora trabaja esta comunidad, y vos me confiáis el vuestro. Estoy seguro de que podremos ayudarnos mutuamente. Como es natural, acepté.
18.
El prior, ufano, me pidió que lo acompañara al otro extremo del convento. Deseaba mostrarme algo. Y pronto.
A paso ligero, atravesamos el altar mayor, dejamos atrás el coro y la tribuna que estaban terminando de adornar para los funerales por donna Beatrice, y enfilamos el largo pasillo que desembocaba en el Claustro de los Muertos. El convento era un lugar sobrio; con muros de ladrillo visto y columnas de granito ordenadas de forma impecable a lo largo de corredores cuidadosamente pavimentados. De camino a nuestro misterioso destino, fray Vicenzo hizo una seña al padre Benedetto, el copista tuerto, que como de costumbre paseaba sin rumbo entre las arquerías, con la mirada perdida en un breviario que no acerté a identificar.
– ¿Y bien? -gruñó al sentirse reclamado por su superior-. ¿Otra vez de visita a la Opus Diaboli? ¡Más os valdría que la sepultarais bajo una capa de cal!