– Que el Señor lo acoja en su gloria -dijo.
– ¿Y qué más os da? -Fray Benedetto, furioso, increpó al gigante con brío-: ¡Al fin y al cabo, no fue más que un tonto útil para vos, maestro! Admitidlo ahora, cuando aún lo tenéis de cuerpo presente.
– Siempre lo subestimasteis, padre.
– No tanto como vos.
Un respingo amenazó la fortaleza del maestro.
– Además -prosiguió Benedetto-, me sorprende que emitáis un juicio tan prematuro sobre su muerte. Es impropio de la rama que tenéis. Nuestro bibliotecario amaba la vida, ¿por qué habría de quitársela?
Aguardé la respuesta del toscano, pero no abrió la boca. Quizá intuyó el juego del tuerto. Los frailes de Santa Maria tratarían de convencer a la policía de que nuestro hermano había caído en una emboscada. Aceptar la hipótesis del suicidio sería deshonrarlo, y además haría inviable sepultarlo en suelo sagrado.
Con cuidado, descolgamos al cadáver de su improvisado cadalso. El bibliotecario conservaba aquella curiosa mueca dibujada en el rostro; era un mohín burlón, casi divertido, que contrastaba con su mirada desencajada, llena de terror. El toscano, en un gesto piadoso que nadie esperaba, se acercó a él, le bajó los párpados y le murmuró algo al oído.
– ¿También habláis a los muertos, meser Leonardo?
La cabeza de Andrea Rho, a un palmo de la del pintor, rió la ocurrencia.
– Sí, capitán. Ya os dije que éramos buenos amigos.
Y diciendo aquello, agarró la mano del púber de rizos rubios y mirada transparente con el que había llegado, y enfiló sus pasos hacia el callejón de Cuchilleros.
24.
Aún no me explico por qué reaccioné así.
Al ver alejarse al maestro Leonardo entre la multitud, recordé el consejo de fray Alessandro: «Quien menos penséis tendrá una solución para vuestro enigma». ¿Y si la solución a la identidad del Agorero la tuviera su mayor enemigo?, pensé. ¿Qué podía perder por consultarle? ¿Acaso debilitaría mi investigación intercambiar un par de frases con aquel gigante de túnica blanca y ojos azules?
Fue entonces cuando decidí intentarlo.
Dejé a fray Benedetto, al hermano Giberto y a Andrea arremangándose los hábitos y recogiendo los restos mortales de fray Alessandro. Me excusé como pude y apreté el paso hacia el mismo callejón por el que se acababa de marchar el maestro. Al torcer la esquina y no verlo, decidí echar a correr cuesta arriba.
– Os tomáis muchas molestias para detener a un pobre artista. -El vozarrón del maestro tronó de repente a mis espaldas. Se había detenido a curiosear en un puesto de verduras y había pasado de largo sin advertir su presencia.
Leonardo y su efebo sonrieron a la vez, estirando sus labios de la misma forma y arrugando sus mismos ojos claros al unísono.
– A ver si lo averiguo -prosiguió el gigante, mientras calibraba unos ajos-: os manda el lacayo del prior, el fraile de un solo ojo, Benedetto, para preguntarme si sé algo más sobre la muerte de vuestro hermano. ¿Me equivoco?
– Erráis, maestro -aclaré, mientras desandaba parte del camino-: No es el padre Benedetto quien me manda, sino mi propia curiosidad.
– ¿Vuestra curiosidad?
Sentí un extraño cosquilleo en el estómago. De cerca, Leonardo era mucho más atractivo de lo que me había parecido en la tribuna de autoridades. Sus facciones rectas delataban a un hombre de principios. Tenía manos gruesas, fuertes, capaces de arrancar una muela de cuajo si fuera preciso… o de dar vida a una pared con sus diseños mágicos. Cuando me atravesó con su mirada, tuve la rara impresión de que no podría mentirle.
– Permitid que me presente -resoplé otra vez-. En realidad, no pertenezco a la comunidad de Santa Maria. Sólo soy su huésped. Me llamo Agustín Leyre. Padre Leyre.
– ¿Y bien?
– Estoy de paso por Milán. Pero no quería perder la ocasión de manifestaros cuánto admiro vuestro trabajo en el refectorio. Hubiera deseado veros en circunstancias más propicias, sin embargo Dios dispone a su voluntad.
– El refectorio, sí. -El gigante desvió su mirada al suelo-. Es una lástima que no todos los frailes de Santa Maria piensen como vos.
– Fray Alessandro también os admiraba.
– Lo sé, hermano. Lo sé. El hermano bibliotecario me socorrió en algunas etapas difíciles de mi trabajo.
– ¿Es a eso a lo que se refería el padre Benedetto cuando dijo que os sirvió de tonto útil?
Leonardo me observó con detenimiento, como si estudiara que palabras debía emplear con el hombre que tenía delante. Tal vez no me identificó como el inquisidor del que sin duda le habrían hablado ya sus discípulos. O si lo hizo, trató de que no me diera cuenta.
– Quizá no lo sepáis aún, padre, pero fray Alessandro me fue de gran ayuda para concluir uno de los personajes más importantes del Cenacolo. Y fue tan generoso, tan desprendido conmigo, como para posar sin pedirme nada a cambio y aceptar las dificultades que le sobrevendrían tras su gesto.
– ¿Dificultades? -Lamenté no entender-. ¿Qué dificultades?
Leonardo levantó las cejas al ver mi gesto de asombro. Supongo que no concebía cómo podía habérseme pasado por alto un detalle de tanto alcance. Y con aquel tono sereno y magnífico, se dignó a ilustrarme:
– El trabajo de un pintor es más duro de lo que la gente cree -dijo muy serio-. Durante meses, vagamos de aquí para allá en busca de un gesto, un perfil, un rostro que se adecué a nuestras ideas y que nos sirva de modelo. A mí me faltaba un Judas. Un hombre que tuviera el mal grabado en el rostro; pero no un mal cualquiera: necesitaba una fealdad inteligente y despierta, que reflejara la lucha interna de Judas por cumplir la misión que el propio Dios le confió. Coincidiréis conmigo en que sin su traición, Cristo nunca hubiera consumado su destino.
– ¿Y lo encontrasteis?
– ¿Cómo? -El gigante se sobresaltó-. ¿Aún no lo entendéis? ¡Fray Alessandro fue mi modelo para Judas! Su rostro tenía todas las características que buscaba. Era un hombre inteligente pero atormentado, de rasgos duros, afilados, que casi ofendían cuando te miraba.
– ¿Y se dejó retratar como Judas? -pregunté atónito.
– De buen grado, padre. Y no fue el único. Otros padres de esa comunidad han posado para esa obra. Sólo elegí a aquellos de rasgos más puros.
– Pero Judas… -protesté.
– Comprendo vuestra estupefacción, padre. Sin embargo, debéis saber que fray Alessandro supo en todo momento a lo que se exponía. Era consciente de que nadie en su comunidad volvería a mirarlo del mismo modo después de prestarse a algo así.
– Es comprensible, ¿no creéis?
Leonardo meditó un momento si debía continuar hablándome, y mientras tomaba de nuevo la mano del niño, añadió algo que pareció provenir de lo más profundo de sus pensamientos:
– Lo que no podía prever, y mucho menos desear -susurró-, es que fray Alessandro fuera a terminar sus días como el mismísimo Iscariote: ahorcado y en soledad, lejos de sus compañeros y casi repudiado por todos. ¿O acaso no habíais reparado tampoco en esa extraña coincidencia, padre?
– La verdad, no hasta ahora.
– En esta ciudad, padre Leyre, pronto aprenderéis que nada ocurre por casualidad. Que todas las apariencias engañan. Y que la verdad está donde uno menos espera encontrarla.
Y diciendo aquello, sin atreverme a preguntarle de qué había hablado con fray Alessandro la noche antes de su muerte, ni plantearle si alguna vez había oído hablar de un feroz enemigo suyo al que algunos conocíamos como el Agorero, el maestro se esfumó cuesta arriba.