«¿Queréis que os sorprenda con algo más, Elena?
»Aunque el maestro nunca volvió a hablar de ello con ninguno de sus aprendices, creo que meser Leonardo está justamente ahora cumpliendo con la promesa que le hizo a aquel Marsilio Ficino en Florencia. Os lo digo con el corazón en la mano: no hay día que visite sus trabajos en el refectorio de los dominicos que no recuerde las últimas palabras que el maestro le dijo al querubín esa lejana tarde de invierno…
»" Cuando veas en una misma pintura el rostro de Juan y el tuyo propio, amigo Marsilio, sabrás que es ahí, y no en cualquier otro lugar, donde he decidido esconder el secreto que me has confiado."
»¿Y sabéis? ¡Ya he encontrado el rostro del querubín en La Última Cena!
27.
Al hermano bibliotecario lo enterramos en el Claustro de los Muertos poco antes de las vísperas del martes 17 de enero. No querían que su cuerpo comenzara a descomponerse en la capilla en la que fue velado y se decidió que fuera inhumado con rapidez. Dos novicios lo envolvieron en un lienzo blanco que sujetaron con correas, y lo descendieron al fondo de un nicho que no tardó en cubrirse de tierra y nieve. La suya fue una ceremonia veloz, sin protocolo, una despedida con prisas, apenas justificable por nuestra obligación de cenar antes de que oscureciera. Y mientras los frailes murmuraban sobre el arroz con legumbres que los esperaba o los pastelillos de miel que aún sobraban de la Navidad, una extraña desazón se fue apoderando de mí. ¿Por qué motivo el prior y su séquito -tesorero, cocinero, Benedetto el tuerto y el responsable del scriptorium- habían presidido el segundo sepelio en Santa Maria en menos de una semana como si tal cosa? ¿Por qué parecía importarles tan poco el hermano Alessandro? ¿Es que nadie iba a derramar una lágrima por él?
Sólo el padre Bandello tuvo, a la postre, un amago de humanidad para el desdichado que yacía bajo nuestros pies. En su breve sermón había insinuado que tenía pruebas para demostrar que había sido víctima del complot de algún demente que se había instalado en Milán por aquellos días. «Por eso, nadie como él merece cristiana sepultura en este lugar.» Bandello, sin embargo, nos aleccionó seriamente: «No creáis las mentiras que ya circulan por la ciudad -dijo sin levantar la vista del fardo funerario, mientras lo veía descender poco a poco-. El hermano Trivulzio, al que Dios tenga ya en su gloria, murió mártir a manos de un criminal abominable que tarde o temprano recibirá su castigo. Yo mismo haré que así sea».
Crimen o suicidio, por más que tratara de acallar mis sospechas, no resultaba fácil aceptar que dos entierros en tan corto espacio de tiempo fueran cosa normal en Santa Maria. Las últimas palabras que el maestro Leonardo me dirigió antes de perderse hacia su taller golpearon mi mente como el trueno que presagia tormenta: «En esta ciudad -dijo antes de despedirse en el callejón de Cuchilleros- nada ocurre por casualidad. Jamás lo olvidéis».
Aquella tarde no cené.
No pude.
El resto de los frailes, menos escrupulosos que este pobre siervo de Cristo, corrieron a llenarse el estómago a un salón cercano habilitado como cenador, dando cuenta de las sobras del ágape ofrecido por el dux el día del entierro de su esposa. Con el refectorio inutilizado por andamios y barnices, las costumbres de los frailes llevaban años trastocadas y ya casi veían normal que el rancho se subiera a la primera planta.
Entre tanta provisionalidad, no tardé en descubrir algo bueno: mientras duraran las obras, sabía que la habitación de La Ultima Cena sería el escondite perfecto para retirarme a meditar a la hora de la pitanza. Ningún fraile turbaría allí mis pensamientos; y nadie ajeno al convento curiosearía en un lugar en obras, frío y polvoriento como aquél.
Y hacia allí, con la mente puesta en los días compartidos con fray Alessandro y en el enigma interrumpido que nos ocupó, dirigí mis pasos para orar por el descanso de su alma.
La sala estaba vacía. Las últimas luces de la tarde apenas iluminaban la parte inferior de la obra del toscano, realzando los pies de Nuestro Señor, que aparecían cruzados el uno sobre el otro. ¿Era aquello una profecía de lo que Cristo estaba a punto de vivir en el Calvario? ¿O el maestro había dispuesto así sus pies por alguna otra oscura razón? Me persigné. La fina claridad filtrada por el columnado irregular del patio vecino confería una impresión fantasmal a la escena.
Sólo entonces, al mirar a los comensales de la Santa Cena, caí en la cuenta.
Era cierto. Judas tenía la cara del hermano Alessandro.
¿Cómo no lo había advertido antes?
El mal apóstol estaba allí sentado, a la diestra del Galileo, admirando mudo su serena belleza. De hecho, salvo la mueca de asombro de Santiago el Mayor y la animada discusión que parecían mantener Mateo, Judas Tadeo y Simón en el otro extremo de la mesa, el resto de los apóstoles sellaba sus labios con el silencio. Tenía algo de irónico pensar que en aquel preciso instante el alma de fray Alessandro podría estar contemplando de verdad el rostro del Padre Eterno.
Si, como Judas, el bibliotecario había decidido quitarse la vida y Bandello se engañaba presumiendo su inocencia, su destino a esas horas no sería la Gloria sino los tormentos perpetuos del Seol.
Al pasear mi mirada por el mural, un nuevo detalle captó mi atención. Judas y Nuestro Señor parecían competir por un trozo de pan, quizá una fruta, que ninguno de los dos terminaba de alcanzar. El traidor, que sostenía en su derecha la bolsa de monedas de la infamia, alargaba la mano izquierda hacia el exterior de la mesa tratando de coger algo. El Señor, ajeno a aquel gesto, extendía su diestra en la misma dirección. ¿Qué podría haber allí que interesara lo mismo a Uno que a otro? ¿Qué podría robarle Judas al Nazareno en ese instante, cuando el Hijo de Dios ya sabía que lo había traicionado y que su suerte estaba echada?
En esas cavilaciones estaba, cuando una visita inesperada interrumpió mis pensamientos:
– Apuesto diez contra uno a que no entendéis nada, ¿verdad?
Di un respingo. Una figura que no fui capaz de identificar atravesó la penumbra cubierta por una capa granate y se detuvo a pocos pasos de mí:
– ¿Sois el padre Leyre, por ventura? -interrogó.
Mis pupilas se dilataron al distinguir el rostro de una mujer, dulce y redondeado, bajo un emplumado birrete violeta. Aquella doncella estaba disfrazada de varón, algo no sólo ilegal sino peligroso, y me miraba con una nada disimulada curiosidad. Tendría más o menos mi altura, y sus hechuras de hembra estaban bien disimuladas bajo sus amplios ropajes. Mientras aguardaba mi respuesta, uno de sus guantes de piel acariciaba la empuñadura reluciente de un estoque.
Creo que tartamudeé al responderle.
– No os preocupéis, padre. -Sonrió-. La espada es para protegeros. No os hará daño. He venido a por vos porque todas vuestras dudas merecen respuesta. Y para recibirla mi señor cree que debéis permanecer vivo.
Enmudecí.
– Necesito que me acompañéis a un lugar más discreto -añadió-. Un asunto urgente reclama vuestra presencia en otra parte de la ciudad.
Su invitación no sonó a amenaza, sino a petición cortés. La mujer de finos modales resplandecía bajo su capa, destilando una fuerza poco habitual. Tenía una mirada despierta, felina, y una actitud firme que no aceptaría un no por respuesta. Y aunque las tinieblas ya se enseñoreaban del lugar, la intrusa deshizo su camino, arrastrándome por el corredor que unía el refectorio con la iglesia y que habitualmente sólo transitábamos los frailes. ¿Cómo podía conocer tan bien esas estancias? Cuando desembocamos en la calle sin haber visto ni la sombra de un dominico, la travestida me conminó a apretar el paso.