– Es vuestra madre, donna Lucrezia. Sí -dijo el toscano, arrugando su enorme nariz-. Sin duda, una de las mujeres más hermosas que he conocido. Y belleza, armonía, es justo lo que precisamos en estos momentos de duelo, ¿no os parece?
La joven Elena no podía apartar la mirada del retrato.
– Jamás hubiera mostrado en público este trabajo si no hubiera sido necesario. Debéis creerme.
– ¿Es…? -dudó-. ¿Es acaso por vuestra teoría de la luz? Bernardino me ha explicado lo importante que es para vos.
– ¿De veras?
Un brillo de malicia destelló en los ojos del toscano.
– Para vos, la luz es la esencia de lo divino. Su presencia o su ausencia en un cuadro lo revelan todo sobre el propósito final del artista. ¿No es cierto?
– Vaya… Me sorprendéis, Elena. Y decidme: ¿qué clase de propósito oculto adivináis en este retrato?
La condesita examinó el lienzo una vez más. Al rostro refulgente de su madre sólo le faltaba empezar a hablar.
– Es como una señal, maestro.
– ¿Una señal?
– Oh, sí. Estáis enviando señales en medio de la oscuridad. Como lo haría un faro en la noche. Enviáis señales a los hombres con fe. A los que prefieren la luz a las sombras.
El maestro quedó confundido.
De repente, su sorpresa se había tornado en preocupación. Y Elena lo notó. Vio al maestro cerciorarse de que nadie más escuchaba su conversación y solicitó a la condesita que les concediera a Bernardino y a él un minuto para conversar a solas. La dama, solícita, se alejó hasta uno de los ventanales con vistas a Porta Romana.
– Pero ¿se puede saber qué habéis hecho, maestro Luini?
El susurro de Leonardo se clavó como una daga en los oídos de su discípulo.
– Maestro, yo…
– ¡Le habéis hablado de la luz! ¡A una niña!
– Pero…
– Nada de peros. ¿Sabe también que la luz es uno de los atributos de su familia? ¿Qué más le habéis revelado, insensato?
Luini estaba paralizado de terror. De repente comprendía la terrible equivocación que suponía el que Elena le hubiera acompañado a aquel acto. Sofocado, agachó la cabeza sin saber qué decir.
– Ya veo -prosiguió Leonardo-. Ahora lo comprendo todo.
– ¿Qué comprendéis, maestro?
Un nudo le aprisionó la garganta, como si fuera a estrangularlo.
– Habéis yacido con ella. ¿No es cierto?
– ¿Yacido?
– ¡Contestadme!
– Yo… Lo siento, maestro.
– ¿Lo sentís? ¿No os dais cuenta de lo que habéis hecho?
Leonardo trató de sofocar sus palabras para no llamar la atención de la condesita.
– ¡Os habéis acostado con una Magdalena! ¡Vos! ¡Un fiel a la causa de Juan!
El maestro tragó saliva. Necesitaba tiempo para pensar. Su mente trataba de encajar aquella situación de igual modo que buscaba que las piezas de sus máquinas se ajustaran unas con otras. ¿Qué otra cosa podía hacer? El gigante terminaría encajándolo como una señal más de la Providencia. Otra indicación de que los tiempos estaban cambiando a gran velocidad, y de que pronto su secreto se le escaparía de las manos.
¿Cómo había podido ser tan ingenuo? ¿Cómo no había previsto la eventualidad de que el joven discípulo encargado de vigilar de cerca a la hija de donna Lucrezia pudiera acabar en sus brazos? Leonardo, que repudiaba el amor carnal, debía darse prisa. Creo que fue ese día cuando el maestro decidió la conveniencia de iniciar a Elena en los misterios de su apostolado, antes de que otros amantes la desviaran de su camino.
Sí. Fue entonces cuando reclamó a la condesita a su lado e hizo algo que nadie le había visto hacer antes: le habló de sus preocupaciones.
– Disculpad este paréntesis -se excusó-. Quiero deciros que vuestra visita no puede ser más oportuna. Necesitaba hablar con alguien de confianza. Creo que me espían. Que vigilan mis movimientos y los de mis ayudantes.
– ¿A vos, maestro? -Luini se estremeció.
– Veréis -prosiguió-. Llevo años sospechándolo. Vos sabéis, Bernardino, que siempre he recelado de la gente. Hace años que cifro toda mi correspondencia, anoto mis ideas de manera que muy pocos puedan leerlas y desconfío de aquellos que se me aproximan sólo para husmear en mis cosas. Sin embargo, el domingo, el día que enterramos a la princesa, esos viejos temores se confirmaron de un modo dramático. Esa jornada, cerca de aquí, murieron dos hombres de Dios en extrañísimas circunstancias.
Bernardino y Elena sacudieron la cabeza incrédulos. No habían tenido noticias de ello.
– Uno apareció ahorcado en la plaza de la Mercadería. Llevaba encima un naipe que vos, maestro Luini, conocéis tan bien como yo. Pertenece a una baraja diseñada para los Visconti a mediados de la centuria, y que muestra a una hermana de san Francisco, con la cruz del Bautista en una mano y el Libro de Juan en la otra.
– ¡ La Magdalena…!
– Es una de sus muchas representaciones, en efecto -prosiguió-. Los nudos en la cuerda que rodea su vientre hinchado lo evidencian. Pero son pocos, poquísimos, los que conocen el código.
– Continuad, por favor -le instó Bernardino.
– Como podréis imaginar, meser Luini, interpreté el hallazgo del naipe como una señal. Un aviso de que alguien trataba de cercarme. Intenté convencer a los soldados del dux de que el fraile se había suicidado. Quería ganar tiempo para hacer mis averiguaciones, pero la segunda muerte confirmó mis temores.
– ¿Qué temores? -Elena no pestañeó.
– Veréis, Elena, el otro también era un viejo amigo mío.
La condesita dio un respingo.
– ¿Los… conocíais?
– Así es. A los dos. Giulio, la segunda víctima, murió desangrado delante de la Maesta. Alguien le atravesó el corazón con una espada. No le robó dinero, ni ninguna pertenencia, salvo…
– ¿Salvo?
– … salvo el naipe de la franciscana que después encontrarían junto al fraile. Tengo la desagradable impresión de que el asesino quería que yo estuviera al corriente de sus crímenes. A fin de cuentas, la Maesta es obra mía y el fraile ahorcado pertenecía al convento de Santa María.
Aun temiendo importunar, Elena tomó de nuevo la palabra.
– Maestro, ¿y está eso relacionado con vuestro deseo de mostrar ahora el retrato de mi madre? ¿Tiene algo que ver con estas horribles noticias?
– Enseguida lo comprenderéis, Elena -respondió el maestro-. Vuestra madre no sólo posó para mí con ocasión de este retrato. Cuando era más joven, sirvió de modelo para la Virgen de la Maesta. Volví a recurrir a ella cuando la pinté de nuevo hace sólo unos meses. Cuando entregué ese encargo, hace diez días, los franciscanos lo sustituyeron por la vieja versión. Todo fue tan rápido, que no tuve tiempo de advertir a los Hermanos de su sustitución.
«¿Los Hermanos?» Esta vez Elena no lo interrumpió.
– Veo que el maestro Luini no os lo ha contado todo aún -susurró Leonardo-. Esa tabla es como un evangelio para ellos. Era su alivio espiritual, sobre todo después de que la Inquisición los desposeyera de sus libros sagrados. Venían a venerarla por decenas. Sin embargo, cuando los franciscanos se dieron cuenta y empezaron a litigar contra mí, me vi forzado a presentarles una nueva versión, desprovista de los símbolos que la hacían tan especial. He tardado diez años en cumplir con su encargo, pero ya no pude retrasarlo más. Por desgracia, no avisé a los Hermanos para que dejaran de ir a San Francesco a buscar su iluminación, y el último de ellos, mi querido Giulio, pagó con su vida el error. Alguien lo estaba esperando.
– ¿Tenéis idea de quién pudo ser?
– No, Bernardino. Pero su móvil fue el de siempre; el mismo que llevó a santo Domingo a fundar la Inquisición: acabar con los últimos cristianos puros. Pretenden sofocar por la fuerza lo que no consiguieron sofocar en Montségur aplastando a los cátaros.
– Entonces, meser, ¿adonde irán ahora los Hermanos a saciar su fe?