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– Al Cenacolo, naturalmente. Pero eso será cuando esté acabado. ¿Por qué creéis que lo pinto sobre muro y no sobre tabla? ¿Acaso pensáis que es por el tamaño? Nada de eso. -Levantó su índice en señal de negación-. Es para que nadie pueda arrancarlo ni obligarme a rehacerlo. Sólo así los Hermanos encontrarán un lugar para su consuelo definitivo. A nadie se le ocurrirá buscarlos bajo las mismas barbas de los inquisidores.

– Es ingenioso, maestro… pero muy arriesgado.

Leonardo sonrió de nuevo:

– Entre los cristianos de Roma y nosotros hay una gran diferencia, Bernardino. Ellos necesitan sacramentos tangibles para sentirse bendecidos por Dios. Ingieren pan, se ungen con aceites o se sumergen en aguas benditas. Sin embargo, nuestros sacramentos son invisibles. Su fuerza radica en su abstracción. Quien llega a percibirlos dentro de sí, nota un golpe en el pecho y una alegría que lo inunda todo. Uno sabe que está salvado cuando siente esa corriente. Mi Última Cena les dispensará semejante privilegio. ¿Por qué creéis que Cristo no ostenta allí la hostia de los romanos? Porque su sacramento es otro…

– Maestro -Luini lo interrumpió-. Habláis ante Elena como si ella ya supiera de vuestra fe. Y lo cierto es que aún no conoce el alcance de cuanto decís.

– ¿Y bien?

– Espero que me concedáis una gracia: que me deis permiso para llevarla al Cenacolo e iniciarla allí en vuestro idioma. En vuestros símbolos. Tal vez así… -Bernardino dudó, como si midiera sus palabras-, tal vez podamos ambos purificarnos y merecer un nuevo lugar junto a vos. Ella así lo desea.

El toscano no pareció muy sorprendido.

– ¿Es eso cierto, Elena?

La joven asintió.

– Pues debes saber que el único modo de conocer mi obra es participar de ella. Y vos lo sabéis mejor que nadie, Bernardino -refunfuñó-. Yo soy el único Omega hacia el que deberéis, en adelante, dirigiros.

– Si vuestra intención es guiarla hacia vos, maestro, entonces, ¿por qué no la tomáis como modelo? Su madre os sirvió para vuestro evangelio de la Maestra. ¿Por qué no habría de serviros su hija para el mural que ultimáis?

Leonardo titubeó.

– ¿Para el Cenacolo?

– ¿Y por qué no? -respondió Luini-. ¿Acaso no precisáis de un modelo para el apóstol amado? ¿Creéis que vais a hallar un rostro más angelical que éste para terminar a Juan?

Elena bajó la mirada, complacida. Aquel santón de hábitos blancos acarició pensativo sus barbas espesas, mientras escrutaba de nuevo a la joven Crivelli. Después soltó una carcajada que retumbó por toda la habitación.

– Sí -tronó-. ¿Y por qué no? A fin de cuentas, no imagino a nadie mejor que ella para ese destino.

30.

– ¿Oliverio Jacaranda?

Una mueca de desprecio se dibujó en el rostro del prior nada más pronunciar aquel nombre. Fray Vicenzo me hizo llamar en cuanto supo que había regresado al convento. Al parecer, la comunidad llevaba horas en alerta por culpa de mi inesperada ausencia. Algunos padres, armados con palos y antorchas, habían salido en mi busca al poco de caer la noche. Por eso, cuando María Jacaranda me devolvió a las puertas del convento, ileso aunque con la mente algo turbada, el prior se apresuró a reclamarme a su vera.

– ¿Y decís, hermano Leyre, que habéis pasado la velada en compañía de Oliverio Jacaranda, en su casa?

Su tono era de franca preocupación.

– Veo que lo conocéis, prior.

– Desde luego que sí -replicó-. Todo Milán sabe quién es esa sabandija. Comercia con objetos litúrgicos, lo mismo compra y vende retratos de santos que de Venus desnudas, y maneja más dinero y recursos que muchos nobles de la casa del dux. Lo que no entiendo -añadió entrecerrando los ojos con gesto astuto- es qué podría querer de vos.

– Deseaba hablarme de fray Alessandro, prior.

– ¿Del padre Trivulzio?

Asentí. Bandello parecía desconcertado.

– Al parecer, ambos mantenían una especie de relación comercial. Estaban, digámoslo así, asociados.

– ¡Eso es una estupidez! ¿Qué podría interesarle al padre Trivulzio, que en gloria esté, de un hombre inmoral y depravado como ése?

– Si lo que el señor Jacaranda me dijo es cierto, fray Alessandro llevaba una doble vida. De cara a vos era un hombre temeroso de Dios, amante de las letras y el estudio; pero lejos de vuestra mirada protectora se había convertido en un traficante de antigüedades.

La mente de Bandello hervía como una olla de sopa.

– Me cuesta creeros -masculló-. Aunque, bien mirado, tal vez eso explique ciertas cosas…

– ¿Ciertas cosas? ¿A qué os referís, prior?

– He hablado con la policía del Moro sobre las circunstancias que rodearon la muerte de fray Alessandro. Hay un punto oscuro en ella que ninguno hemos sabido interpretar. Una contradicción suprema, que nos tiene desconcertados.

– Explicaos, os lo ruego.

– Veréis, la policía no encontró signos de violencia ni de resistencia en el cuerpo del padre Trivulzio. Sin embargo, parece que no se ahorcó solo. Alguien más estuvo con él en ese preciso momento. Alguien que dejó una extraña tarjeta de visita prendida en uno de los pies descalzos del bibliotecario.

El prior se hurgó en los bolsillos, tendiéndome un trozo de pergamino lleno de garabatos y líneas de aspecto incomprensible. Habían sido trazados sobre una especie de cartón apaisado, de bordes finos, muy deteriorado por el uso.

– Mirad -dijo tendiéndome aquello.

Debí poner cara de asombro, porque el prior me observó satisfecho por haber captado toda mi atención. ¿Cómo no iba a hacerlo? Parte de aquellos trazos correspondían al acertijo que me había llevado hasta allí. En efecto: Oculos ejus dinumera, la extraña firma del Agorero, ocupaba el centro de la tarjeta. Sus siete versos habían sido escritos con letra temblorosa y daban la impresión de haber pasado por un intenso escrutinio, como si las anotaciones que los rodeaban fueran parte de los esfuerzos de un erudito por encontrarles sentido.

– ¡Es mi enigma! -admití.

– «Cuéntale los ojos / pero no le mires a la cara. / La cifra de mi nombre / hallarás en su costado…» Sí. Lo sé. Me lo confiasteis antes de morir fray Alessandro. ¿Recordáis? Pero estas notas -dijo dibujando un círculo con el dedo alrededor del escrito- no son mías, padre Leyre.

La malicia brilló en sus ojos.

– Y eso no es todo. Mirad.

El padre Bandello volvió la tarjeta. La inconfundible estampa de una franciscana sosteniendo en la mano derecha una cruz y en la izquierda un libro me paralizó.

– ¡Santo Cristo! -exclamé-. El naipe… ¡Vuestro naipe!

– No. El naipe de Leonardo -me corrigió-. Nadie sabe quién colocó este naipe en el cuerpo de fray Alessandro después de muerto, pero es obvio que significa algo. Os recuerdo que el toscano nos desafió con ese mismo dibujo. Y ahora éste aparece junto a vuestro enigma, en los pies del bibliotecario. ¿Qué pensáis de esto?

Respiré hondo.

– Hay algo que no os he contado aún, prior.

Bandello arrugó la frente.

– No sé cómo interpretarlo a la luz de vuestras revelaciones, pero el señor Jacaranda y yo hemos estado hablando precisamente de ese naipe. O, para ser más exacto, del libro que sostiene esa mujer.

– ¿El libro?

– No es un libro cualquiera, prior. Jacaranda quiso hacerse con él para satisfacer un importante encargo, y confió ese trabajo a fray Alessandro. Según parece, quien posee tan importante volumen es el maestro Leonardo, así que pensó que a nuestro bibliotecario le sería más fácil que a ningún otro llegar hasta él y hacerle una oferta. Una simple operación comercial que se ha cobrado ya la vida de dos personas.

– ¿Dos personas, decís?

– Aún no os lo he dicho, prior, pero la dienta que deseaba hacerse con ese libro era Beatrice d'Este, que en paz descanse.

– Dios del cielo.

El prior me invitó a proseguir: