– Jacaranda no sabe por qué razón la duquesa contrató sus servicios para hacerse con el libro y no se lo requirió directamente al maestro Leonardo. Pero está convencido de que, de un modo u otro, Leonardo está implicado en estas muertes.
– ¿Y vos qué pensáis, padre Leyre?
– Me resisto a creerlo. Leonardo es un artista, no un soldado.
Fray Vicenzo bajó la vista, preocupado.
– También yo soy de esa misma opinión, pero por lo que veo las muertes se acumulan de forma insólita alrededor del maestro.
– ¿Qué queréis decir?
– Ayer mismo ocurrió algo extraño no muy lejos de aquí. La iglesia de San Francesco fue profanada con el asesinato de un peregrino.
– ¿Un crimen? -La noticia me sobrecogió-. ¿En suelo sagrado?
– Así es. Al desdichado le atravesaron el corazón justo delante del altar mayor, debajo del nuevo retablo de Leonardo. Debió de ocurrir unas horas antes de la muerte de fray Alessandro. ¿Y queréis saber algo más?
El prior tomó aire antes de proseguir:
– La policía encontró entre sus enseres la baraja a la que pertenece este naipe. El que mató a ese hombre, le robó esa carta, anotó vuestro enigma en su reverso y después la depositó junto al cuerpo de nuestro bibliotecario. Debéis ayudarme a encontrarlo. O mucho me equivoco, o nuestro asesino, sea quien sea, también va en busca de ese maldito libro de Leonardo.
31.
– Necesito que me entreguéis a vuestro prisionero.
María Jacaranda me miró estupefacta. Ya no vestía las ropas de varón de la noche anterior, sino un vestido poco entallado, de mangas blanquiazules y corpiño a rayas. Llevaba recogida su melena rubia en una simpática redecilla, y su aspecto era radiante.
Era evidente que la joven Jacaranda no esperaba volver a verme tan pronto, y mucho menos que regresara a su palacio por un motivo tan… peculiar. Lo que ignoraba era que, en el fondo, a este inquisidor no le quedaba otra elección. Mario Forzetta, el espadachín al que su padre había derrotado en duelo era, que supiera, la última persona que había tratado de hacerse con el «libro azul» del naipe de Leonardo. Y la única que aún seguía con vida. ¿Cómo no iba a querer hablar con él?
– No creo que a mi padre le complazca mucho esa idea, la verdad -dijo nada más escuchar mis torpes explicaciones.
– En eso os equivocáis, María. Estabais presente cuando don Oliverio me pidió que le ayudara a hacerse con el libro de Leonardo. Y eso es precisamente a lo que he venido.
– ¿Y qué pensáis hacer con Mario?
– Primero, ponerlo bajo mi custodia, que es la del Santo Oficio. Y después, llevármelo para interrogarlo.
La mención a la Santa Inquisición fue la que minó las escasas reticencias de la joven. La bella María, impresionada por mi seriedad, cambió sus recelos por parabienes y accedió a acompañarme hasta los sótanos de palacio con tal de evitar un conflicto con los dominicos en ausencia de su padre. Me explicó que éste había partido de viaje justo después de nuestra entrevista, y que era previsible que no regresara a Milán hasta al cabo de una semana. Mientras estuviera fuera, ella era la responsable de velar por el buen funcionamiento de la casa y custodiar todas sus posesiones; entre ellas, naturalmente, al joven Forzetta.
– ¿Es violento? -pregunté.
– Oh, no. Nada de eso. Creo que sería incapaz de matar una mosca. Pero es astuto. Tened cuidado con él.
– ¿Astuto?
– Es una cualidad que aprendió con Leonardo -añadió María-. Todos sus discípulos lo son.
El muchacho había sido encarcelado en una parte del palacio que antaño había servido de cárcel. Muros gruesos y profundas escaleras daban paso a un extraño mundo subterráneo imposible de imaginar si sólo se tenía acceso a los jardines de la superficie. La benevolencia de Jacaranda había arrojado a su osado sirviente a una de las prisiones murus strictus, esto es, a una celda de las dimensiones justas para que pudiera acostarse, ponerse en pie y dar un par de pasos de una pared a otra. Sin ventanas, ni otra visión que la más impenetrable oscuridad, Mario Forzetta podía sentirse afortunado. A pocos metros de allí María me mostró las celdas murus strictissimus, donde no hubiera podido ni levantarse ni tumbarse a lo largo, y de la que todos salían locos o muertos.
Cuando me dejó frente a la puerta de su celda, una sensación de sofoco se apoderó de mí. No quería que la hija de Jacaranda me viera vacilar. Detestaba visitar prisiones; los lugares cerrados me ponían enfermo. De hecho, el único trabajo de inquisidor que jamás rechazaba era el administrativo. Prefería la abrumadora carga de los legajos a aquel olor a humedad y al golpeteo de las goteras sobre la piedra. Fue ese ambiente el que cortó mi respiración. Cuando me quedé a solas, sosteniendo entre mis manos el candil y un manojo de pesadas llaves de hierro, aún tardé un tiempo en poder articular palabra.
– ¿Mario Forzetta?
Nadie respondió.
Al otro lado de aquel pestillo comido por el óxido sólo parecía esperar la muerte. Introduje una de las llaves en la cerradura, y me abrí paso hasta su interior. Forzetta, en efecto, estaba allá dentro, de pie, apoyado contra uno de los muros, y con la mirada perdida. De hecho, el pobre se tapó los ojos en cuanto notó la presencia de mi lámpara. Aún vestía la camisa llena de manchas de sangre. La herida de la mejilla había adquirido un tono cerúleo preocupante. Su melena estaba cubierta de polvo y su aspecto, pese al poco tiempo de reclusión transcurrido, era deplorable.
– Así que eres de Ferrara, como donna Beatrice… -dije mientras tomaba asiento en su camastro y le daba tiempo para acostumbrarse a la luz. Él asintió confundido. Nunca había oído mi voz, ni sabía exactamente quién era. ¿Qué edad tienes, hijo?
– Diecisiete años.
«¡Diecisiete años! -pensé-. Ni siquiera es un hombre.» Mario no dejaba de mirar mis hábitos blanquinegros, y de maravillarse por tan extraña visita. Si he de ser sincero, una corriente de simpatía se estableció enseguida entre ambos. Decidí sacarle partido:
– Está bien, Mario Forzetta. Te diré a qué he venido. Tengo permiso para sacarte de aquí y ponerte en libertad, siempre que alcancemos un acuerdo -mentí-. Sólo tendrás que responderme a unas cuantas preguntas. Si respondes con la verdad te dejaré marchar.
– Yo siempre digo la verdad, padre.
El joven se despegó de la pared en la que estaba y accedió a sentarse a mi lado. Visto de cerca no parecía, en efecto, un muchacho peligroso. Algo enclenque y cargado de hombros, era evidente que estaba poco dotado para los trabajos físicos. No me extrañó que Jacaranda lo abatiera tan fácilmente.
– Sé que fuiste discípulo del maestro Leonardo, ¿verdad? -le pregunté.
– Sí. Así es.
– ¿Qué pasó? ¿Por qué dejaste su taller?
– No fui digno de él. El maestro es muy exigente con los suyos.
– ¿Qué quieres decir?
– Que no superé las pruebas a las que me sometió. Sólo eso.
– ¿Pruebas? ¿Qué clase de pruebas?
Mario respiró hondo, mientras contemplaba sus manos atadas con grilletes. A la luz de mi lámpara descubrió que tenía las muñecas amoratadas.
– Eran pruebas de inteligencia. Al maestro no le basta con que sus discípulos sepan mezclar los colores o esbozar un perfil sobre un cartón. Exige mentes despiertas…
– ¿Y las pruebas? -insistí.
– Un día me llevó a ver algunas de sus obras y me pidió que se las interpretara. Estuvimos en el Cenacolo, cuando casi no había empezado a pintarlo, pero también en el castillo del dux, admirando algunos de sus retratos. Supongo que debí de hacerlo mal, porque al poco me pidió que abandonara su taller.
– Entiendo. Y por eso decidiste vengarte y robarle, ¿no es así.
– ¡No! Nada de eso. -Se agitó-. Yo nunca robaría al maestro. Él fue como un padre para mí. Nos llevaba a todas partes para enseñarnos a trabajar e incluso nos daba de comer. Cuando el dinero no le alcanzaba, recuerdo que nos reunía en vuestro refectorio, el de los dominicos de Santa Maria; nos sentaba como a los apóstoles, alrededor de una gran mesa, y nos contemplaba desde cierta distancia mientras manducábamos…