– Entonces, has sido testigo de la evolución del Cenacolo.
– Claro. Es la gran obra del maestro. Lleva años estudiando para poder completarla.
– Estudiando libros como el que le robaste, ¿verdad?
Mario volvió a protestar:
– ¡No le he robado nada, padre! Fue don Oliverio quien me pidió que fuera a su bottega y que consiguiera de su biblioteca un libro antiguo con las cubiertas azules.
– Eso es robar.
– No, no lo es. La última vez que estuve en su taller se lo pedí al maestro. Cuando le expliqué para qué lo quería, y le dije que era para contentar a mi nuevo señor, me entregó el tomo que más tarde deposité en manos de don Oliverio. Fue como un regalo. Algo que me entregó en recuerdo de los viejos tiempos. Me dijo que ya no lo necesitaría más.
– Y tú quisiste vendérselo al señor Jacaranda.
– Fue meser Leonardo quien me enseñó que a los que viven del oro, oro hay que pedirles. Por eso le puse un precio. Nada más. Pero don Oliverio no escuchó mis súplicas. Fuera de sí, me entregó una espada y me obligó a defender la honra en un duelo. Después me encerró aquí.
Aquel muchacho me pareció sincero. Desde luego, mucho más que Jacaranda, un ser mezquino, capaz de traficar con frailes y con adolescentes con tal de hacerse con una antigüedad a la que sacar un buen puñado de ducados. ¿Y si ponía a Mario a mi servicio? ¿Y si me aprovechaba de los conocimientos de aquel antiguo alumno de Leonardo, maestro de acertijos, y lo tanteaba con mis problemas?
Decidí probar suerte:
– ¿Qué sabes de un juego de cartas en el que aparece una mujer vestida de franciscana, con un libro en el regazo?
Mario me miró sorprendido.
– ¿Sabes de qué te hablo? -insistí.
– Don Oliverio me enseñó esa carta antes de enviarme a por el libro del maestro.
– Continúa.
– Cuando fui a pedírselo a meser Leonardo, se la mostré y él se rió. Me dijo que encerraba un gran enigma, y que a menos que yo fuera capaz de descifrarlo por mí mismo, jamás me hablaría de él. Siempre actúa así. Nunca te desvela nada, a menos que uno lo averigüe antes.
– ¿Y te dijo cómo podrías hacerlo?
– El maestro forma a todos sus discípulos en el arte de la lectura oculta de las cosas. Fue él quien nos adoctrinó en el Ars Memoriae de los griegos, los códigos numéricos de los judíos, las letras que dibujan figuras de los árabes, la matemática oculta de Pitágoras… Aunque, como os he dicho, fui un alumno torpe que no sacó demasiadas enseñanzas en claro.
– ¿Trabajarías en un enigma para mí, si yo te lo pidiera?
Mario titubeó un segundo, antes de asentir con la cabeza.
– Es un acertijo digno de vuestro antiguo maestro -le expliqué mientras buscaba un pedazo de papel con el que poder hacerme entender-. Encierra el nombre de una persona a la que busco. Mira con cuidado el texto, y estúdialo -dije tendiéndoselo-. Hazlo por mí. En gratitud por el don que hoy te concederé.
El muchacho se acercó a la lumbre de la lámpara para verlo mejor.
– «Oculos ejus dinumera»… Está en latín.
– Así es.
– Entonces, ¿me liberaréis?
– Después de preguntarte una última cosa, Mario. Tengo entendido que a don Oliverio le dijiste que Leonardo había utilizado el libro que os entregó para dar forma a uno de los discípulos del Cenacolo.
– Es cierto.
– ¿Qué discípulo era ése, Mario?
– El apóstol Mateo.
– ¿Y sabes por qué usó esa obra para darle forma?
– Creo que sí… Mateo fue el redactor del evangelio más popular del Nuevo Testamento, y él quería que el hombre que le había prestado el rostro para ese apóstol alcanzara al menos su misma dignidad.
– ¿Y qué hombre es ése? ¿Platón?
– No. Platón, no. -Sonrió-. Es alguien vivo. Quizá hayáis oído hablar de éclass="underline" tradujo la Divini Platones Opera Omnia y lo llaman Marsilio Ficino. Una vez oí decir al maestro que cuando lo pintara en una de sus obras, sería la señal.
– ¿Señal? ¿Qué señal?
Forzetta dudó un instante antes de responder.
– Hace mucho que no hablo con el maestro, padre. Pero si cumplís vuestra promesa y me liberáis, lo averiguaré para vos. Os lo apalabro. Igual que ese acertijo que me habéis confiado. No os fallaré.
– Debes saber que te comprometes ante un inquisidor.
– Y os reitero mi palabra. Dadme la libertad y seré fiel a ella.
¿Qué podía perder? Aquella misma tarde, antes de la hora nona, Mario y yo abandonamos el palacio de los Jacaranda, ante la mirada desconfiada de María. Afuera, en la calle, el muchacho de cabellos negros y cicatriz en el rostro besó mi mano, se acarició sus muñecas libres y echó a correr hacia el centro de la ciudad. Fue curioso: nunca me pregunté si volvería a verlo. En el fondo, me importaba poco. Ya sabía más del Cenacolo que muchos de los frailes que compartían su mismo techo.
32.
A primera hora de la mañana del jueves 19 de enero, Matteo Bandello, el sobrino adolescente del prior, irrumpió en el refectorio de Santa María delle Grazie. Tenía la mirada desencajada y los ojos húmedos. Llegó jadeando, con el alma en vilo y el miedo dibujado en el rostro. Necesitaba hablar con su tío. Encontrárselo allí, frente al enigmático mural de Leonardo, lo reconfortó y estremeció a partes iguales. Si lo que le habían dicho cerca de la plaza de la Mercadería era cierto, permanecer demasiado tiempo en aquel lugar, observando los progresos de aquella obra diabólica, podría llevarlos a todos a la tumba.
Matteo se aproximó con cautela, tratando de no interrumpir la conversación que el abad mantenía con su inseparable secretario, el padre Benedetto.
– Decidme una cosa, prior -escuchó-: cuando meser Leonardo pintó los retratos de san Simón y san Judas Tadeo en el refectorio, ¿apreciasteis algo raro en su comportamiento?
– ¿Raro? ¿Qué entendéis por raro, padre?
– ¡Vamos, prior! ¡Sabéis exactamente qué quiero decir! ¿Visteis si consultó algún apunte o boceto para dotar a esos discípulos de sus rasgos característicos? ¿O tal vez recordáis si lo visitó alguna persona de la que pudiera recibir instrucciones para terminar esos retratos?
– Es una pregunta extraña, padre Benedetto. Ignoro adonde queréis llegar.
– Bueno… -carraspeó el tuerto-. Me pedisteis que averiguara cuanto pudiera sobre el acertijo que fray Alessandro y el padre Leyre se traían entre manos. Y, la verdad, a falta de noticias me distraje averiguando qué hicieron ambos durante los días previos a la muerte del bibliotecario.
Matteo tiritó de terror. El prior y su secretario hablaban del mismo asunto que lo había llevado hasta allí.
– ¿Y bien? -insistió su tío, ajeno a su espanto.
– El padre Leyre pasaba aquí sus horas muertas, gracias a la llave que vos le disteis. Lo normal.
– ¿Y fray Alessandro?
– Eso es lo extraño, prior Bandello. El sacristán lo sorprendió varias veces hablando con Marco d'Oggiono y Andrea Salaino, los discípulos predilectos de Leonardo. Se reunían en el Claustro de los Muertos, y charlaban allí durante largo tiempo. Quienes se cruzaron con ellos coinciden en haberlos oído hablar de la enorme preocupación del toscano por el retrato de san Simón.
– ¿Y eso os llamó la atención? -Matteo vio a su tío gruñir encogiendo la nariz y arrugando la frente, como tantas veces hacía-. El maestro es un enfermo del detalle, del dato, de lo minúsculo… Deberíais saberlo. No conozco a ningún artista que revise tantas veces lo que hace.
– Es tal como decís, prior. Sin embargo, en aquellos días fray Alessandro atendió más que de costumbre los caprichos de Leonardo. Buscó libros y grabados para él. Trabajó fuera de sus horas de biblioteca. Incluso visitó la fortaleza del dux para garantizar el transporte de un bulto muy pesado del que nada he podido averiguar aún.