– ¿Leonardo, decís?
El Papa miró a Nanni, aguardando alguno de sus sabios apuntes:
– Leonardo, Santidad -repitió éste-. ¿No lo recordáis?
– Vagamente.
– Es natural -la comadreja lo disculpó-. Su nombre no figuraba en la lista de artistas que os recomendó la casa Médicis para embellecer Roma cuando vos aún erais cardenal. Por lo que sabemos de él, se trata de un varón orgulloso, irascible y, ciertamente, poco amigo de nuestra Santa Madre Iglesia. Los Médicis lo sabían y, con buen criterio, evitaron recomendároslo.
El Papa suspiró:
– Otro hombre problemático, ¿no?
– Sin duda, Santidad. Leonardo se sintió desairado por no haber sido recomendado para trabajar en Roma, así que en 1482 abandonó Florencia, dio la espalda a los Médicis, y se instaló en Milán para trabajar como inventor, cocinero, y a ser posible no como pintor.
– ¿En Milán? ¿Y cómo acogieron a un hombre así? -El gesto del Papa se tornó burlesco, antes de proseguir-: Aja. Ya entiendo… Por eso decís que el dux no me es fiel, ¿no es cierto, Nanni?
– Eso preguntádselo al maestro dominico, Santidad -respondió secamente-. Al parecer, os trae las pruebas para demostrároslo.
Torriani, aún de pie, protestó:
– Todavía no son pruebas; sólo indicios, Santidad. Leonardo, guiado y protegido por el Moro, se ha embarcado en la elaboración de una obra de proporciones colosales y tema cristiano, pero llena de irregularidades que preocupan al prior de nuestro convento de Santa Maria delle Grazie.
– ¿Irregularidades?
– Sí, Santidad. Se trata de una Última Cena.
– ¿Y qué tiene de rara una obra así?
– Veréis, Santidad: sabemos que sus doce apóstoles no son tales, sino retratos de personajes paganos o de dudosa fe, cuya secreta disposición parece querer transmitir una información que no es cristiana.
El Papa y Nanni se miraron. Cuando el sabio de Viterbo le requirió más detalles, el dominico echó mano de su cartapacio:
– Acabamos de recibir el primer informe de nuestro hombre en la ciudad -dijo esgrimiendo mi carta-. Es un erudito de Betania, un experto en lenguajes cifrados y códigos secretos, que en estos momentos está estudiando tanto la obra como a meser Leonardo. Ha examinado retrato por retrato de esa Ultima Cena y ha buscado concordancias entre ellos. Nuestro experto lo ha probado casi todo: desde comparar cada apóstol con un signo del zodiaco hasta buscar equivalencias entre la posición de sus manos y las notas musicales. Las conclusiones no tardarán en llegarnos y lo que hoy son indicios mañana tal vez sean pruebas.
Nanni se exasperó.
– Pero ¿ha descubierto algo concreto o no?
– Desde luego, padre Annio. La verdadera identidad de tres de los apóstoles ha sido totalmente desvelada. Sabemos que el rostro de Judas Iscariote, por ejemplo, se corresponde con el de cierto fray Alessandro Trivulzio, un dominico que murió poco después del día de Reyes ahorcado en el centro de Milán…
– ¡Vaya! Como el auténtico Judas -susurró el Pontífice.
– Así es, Santidad. Todavía no hemos podido determinar si se suicidó o fue asesinado, pero nuestro informante cree que pertenecía a una comunidad de cátaros infiltrada en nuestro convento.
– ¿Cátaros?
El Santo Padre dilató sus pupilas de asombro.
– Cátaros, Santidad. Se creen la verdadera Iglesia de Dios. Sólo aceptan el Padre Nuestro como oración y rechazan el sacerdocio o la figura del vicario de Cristo como único representante de Dios en la Tierra…
– ¡Conozco a los cátaros, maestro Torriani! -dijo el Papa, colérico-. Pero creíamos que los últimos ardieron en Carcasona y Tolosa en 1325. ¿No acabó con ellos el obispo de Pamiers?
Torriani conocía aquella historia. No todos perecieron. Después del triunfo de la cruzada contra los cátaros del sur de Francia y de la caída de Montségur en 1244, se produjo una desbandada de familias herejes hacia Aragón, Lombardía y Germania. Los que cruzaron los Alpes se asentaron en las inmediaciones de Milán, donde fuerzas políticas más tibias, como las de los Visconti, los dejaron vivir en paz. Sin embargo, sus ideas extremistas fueron cayendo en desuso y muchos terminaron por desaparecer sin perpetuar sus ritos e ideas heterodoxas.
– La situación puede ser grave, Santidad -prosiguió Torriani muy serio-. Fray Alessandro Trivulzio no era el único sospechoso de profesar el catarismo en nuestro monasterio milanés. Hace tres días otro fraile declaró abiertamente su herejía y después se quitó la vida.
– ¿Endura? -Los ojos de la comadreja chispearon.
– Así es.
– ¡Por todos los santos! -bramó-. La endura fue una de las prácticas más extremas de los cátaros. Hace doscientos años que nadie recurre a ella.
El asistente del Papa miró al Pontífice, que parecía no haber entendido muy bien qué era eso de la endura. Annio lo explicó de inmediato:
– En su versión pasiva -dijo-, consistía en el voto solemne de no ingerir alimentos ni nada que contaminara el cuerpo del cátaro que aspiraba a la perfección. Si moría puro, aquel desgraciado creía aspirante su alma y se integraba en Dios. Aunque también existió una versión activa, la del suicidio por fuego, que sólo se consumó durante el sitio de Montségur. Los habitantes de aquel último bastión militar cátaro prefirieron arrojarse a una gran pira de troncos antes que entregarse a las tropas pontificias.
– Este fraile del que le hablo se inmoló por fuego, padre.
Nanni no salía de su asombro.
– Me cuesta creer que alguien haya resucitado esa vieja fórmula, maestro Torriani. Supongo que dispondréis de otras noticias sobre las que fundamentar vuestra alarma.
– Por desgracia, así es. De hecho, tenemos razones para pensar que las pruebas de la existencia de una comunidad cátara en activo en Milán se esconden en el mural de La Ultima Cena que en estos momentos ultima Leonardo da Vinci. El mismo se ha retratado en su obra conversando con un apóstol que en realidad enmascara a Platón. Ya sabéis, el referente antiguo de esos malditos herejes.
La comadreja dio un brinco en su silla plegable.
– ¿Platón? ¿Estáis seguro de lo que decís?
– Por completo. Lo peor, padre Annio, es que ese vínculo no está exento de una lógica perversa. Como sabéis, Leonardo se formó en Florencia a las órdenes de Andrea del Verocchio, un artista poderoso, bien considerado entre los Médicis y muy cercano a la Academia que Cosme el Viejo puso bajo la dirección de cierto Marsilio Ficino. Y como sabéis también, esa Academia se creó para imitar la de Platón en Atenas.
– ¿Y bien? -El asistente de Alejandro VI torció el gesto, recelando de tanta erudición.
– Nuestra conclusión no puede ser más obvia, padre: si los cátaros compartieron con Platón muchas de sus doctrinas más dudosas, e incluso la Academia de Ficino aún practica costumbres cátaras como no ingerir carne de animal, ¿qué nos impide pensar que Leonardo esté utilizando su obra para transmitir doctrinas contrarias a Roma?
– ¿Y qué nos pedís? ¿Qué lo excomulguemos?
– Aún no. Necesitamos probar sin género de dudas que Leonardo ha introducido sus ideas en ese mural. Nuestro hombre en Milán trabaja para reunir esas evidencias. Después actuaremos.
– Pero, maestro Torriani -lo atajó el de Viterbo antes de que su discurso se encendiera-, muchos artistas como Botticelli o Pinturicchio se formaron en la Academia y sin embargo son excelentes cristianos.
– Sólo lo parecen, maestro Annio. Debéis desconfiar.
– ¡Los dominicos siempre tan suspicaces! Mirad a vuestro alrededor. Pinturicchio ha pintado estos frescos maravillosos para Su Santidad -replicó, señalando al techo-. ¿Acaso veis en ellos sombra de herejía? ¡Vamos! ¿La veis?
El dominico conocía bien aquella decoración. Betania había abierto en secreto un expediente sobre ella que nunca llegó a prosperar.