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– ¡Claro! -exclamó, llevándose las manos a la cabeza-. ¡Eso es vuestro acertijo! ¡La firma del Agorero! ¡Por eso estaba escrita en el naipe que encontramos junto al bibliotecario!

– Fray Alessandro quiso descifrar el misterio por su cuenta. Incauto, yo mismo le facilité el texto y tal vez fue su curiosidad lo que aceleró su muerte.

– En ese caso, padre Leyre, ya lo tenemos. Bastará con descifrar su jeroglífico para dar con él.

– Ojalá fuera tan fácil.

36.

El buen prior no debió de pegar ojo en toda la noche. Nada más verlo delante de sus monjes, de pie, con los ojos enrojecidos y ojerosos, supuse que la había pasado dándole vueltas al dichoso Oculos ejus dinumera. Casi me dio lástima haberlo cargado con aquella nueva responsabilidad. Y es que, a su obligación de desenmascarar quiénes de entre sus monjes profesaban creencias heréticas, o de determinar qué clase de provocador mensaje se estaba escondiendo en la decoración de su propio refectorio, estaba en esos momentos la de localizar al fraile que había instigado ya varias muertes, convencido de obrar por una causa justa.

Sus hermanos lo miraron desconcertados. El capítulo iba a comenzar.

– Hermanos -el prior lo abrió solemne, en pie, con la voz dura y los puños apretados sobre la mesa-: Hace casi treinta años que vivimos entre estos muros, y nunca hasta ahora nos habíamos enfrentado a una situación como ésta. Dios Nuestro Señor ha puesto a prueba nuestra templanza, permitiéndonos ser testigos de la muerte de dos de nuestros hermanos más queridos y revelándonos que sus almas estaban ennegrecidas por el hedor de la herejía. ¿Cómo creéis que se siente el Padre Eterno al ver nuestra flaqueza? ¿Con qué disposición vamos a rogarle si nosotros, con nuestra actitud, no hemos sido capaces de ver sus errores y hemos permitido que murieran en pecado? Los difuntos que hoy repudiamos comían de nuestro pan y bebían de nuestro vino. ¿No nos hace eso cómplices de sus faltas?

Bandello tomó aire:

– Pero Dios, queridos hermanos, no nos ha abandonado en este trance terrible. En su infinita misericordia, ha querido que esté entre nosotros uno de sus más sapientísimos doctores.

Un murmullo se extendió entre los presentes, mientras el prior me señalaba con su índice.

– Por eso él está aquí -dijo-. He pedido a nuestro ilustre padre Agustín Leyre, del Santo Oficio romano, que nos ayude a comprender los tortuosos senderos por los que discurrimos en estos momentos de dolor.

Me levanté para que pudieran verme, y saludé con una ligera reverencia. En tono conciliador, el prior continuó con su sermón, haciendo verdaderos esfuerzos para no intimidar a sus frailes:

– Todos convivisteis con fray Giberto y fray Alessandro -dijo-. Los conocíais bien. Y, sin embargo, ninguno denunció irregularidades en sus comportamientos, ni supo ver su funesta adscripción al catarismo. Dormíamos tranquilos creyendo que esa doctrina se había apagado hacía más de cincuenta años, y pecamos de soberbia al creer que nunca más volveríamos a enfrentarnos a ella. Y no ha sido así. El mal, queridos hermanos, es reacio a disolverse. Se aprovecha de nuestra ignorancia. Se nutre de nuestra torpeza. Por eso, para prevenirnos de nuevos ataques, he rogado al padre Leyre que nos ilumine sobre la más pérfida de las desviaciones cristianas. Es probable que en sus palabras identifiquéis hábitos y costumbres que tal vez hayáis practicado sin conocer su origen. No temáis: muchos procedéis de familias lombardas cuyos antepasados tuvieron algún contacto con los herejes. Mi firme propósito es que antes de que el sol se ponga, antes de que abandonéis esta sala, abjuréis de todo ello y os reconciliéis con la Santa Iglesia de Roma. Escuchad a nuestro hermano, meditad sus palabras, arrepentíos y pedid confesión. Quiero saber si nuestros difuntos hermanos no fueron los únicos infectados por la peste catara, y tomar las medidas oportunas.

El prior me cedió la palabra, haciéndome un gesto para que me acercara a la cabecera de la mesa. Nadie pestañeó. Los frailes más viejos, Luca, Jorge y Esteban, demasiado ancianos ya para asumir ninguna tarea activa en el convento, estiraron sus cuellos para escucharme. Los demás, lo sé, siguieron mis pasos con auténtico pavor. No tuve más que mirarlos a los ojos.

– Estimados hermanos, laudetur Jesús Christus.

– Amén -respondieron a coro.

– Ignoro, hermanos, hasta qué punto tenéis presente la vida de santo Domingo de Guzmán. -Un murmullo se extendió en la asamblea-. No importa. Hoy será un día excelente para que juntos reavivemos su recuerdo y el de su obra.

Un suspiro de alivio recorrió la mesa.

– Dejadme que os cuente algo. A principios del año mil doscientos, los primeros cátaros se habían extendido por buena parte del Mediterráneo occidental. Predicaban la pobreza, el regreso a las costumbres de los cristianos primitivos y abogaban por una religión simple, que no requería iglesias, ni diezmos o privilegios para los ministros del Señor. Sus seguidores rechazaban el culto a los santos y a la Virgen, como si fueran salvajes o, aún peor, musulmanes. Renegaban del bautismo. Y esas alimañas no titubeaban al afirmar que el creador de este mundo no había sido Dios, sino Satán. ¡Qué perversión de la doctrina! ¿Podéis imaginarlo? Para ellos Yahvé, el Dios Padre del Antiguo Testamento, fue en realidad un espíritu diabólico que lo mismo expulsaba a Adán y Eva del Paraíso que destrozaba ejércitos al paso de Moisés. En sus manos, los hombres apenas éramos marionetas incapaces de discernir el bien del mal. El pueblo llano acogió aquellas calumnias con entusiasmo. Veía en ellas una fe que les disculpaba del pecado y les hacía fácil entender que hubiera tanto sufrimiento en un mundo creado por el Maligno. ¡Qué anatema! ¡Situaban a Dios y al Diablo, al bien y al mal, a la misma altura, con competencias y poderes idénticos!

» La Iglesia -proseguí- quiso corregir a aquellos bastardos desde los púlpitos, pero su remedio no funcionó. Sus cada vez más numerosos simpatizantes se dieron cuenta de lo desproporcionada que era su lucha y la mayoría terminó apiadándose de los herejes, a los que muchos consideraban vecinos ejemplares. Argumentaban que los cátaros les predicaban con el ejemplo, dándoles muestras de humildad y pobreza, mientras que los clérigos se revestían de finas casullas y oropeles para condenarlos desde altares cubiertos de costosos adornos. Así, lejos de desterrar la herejía, lo que consiguió la Iglesia fue extenderla como la peste. Santo Domingo fue el único que comprendió el error y decidió bajar al terreno de los «puros», pues eso significa katharos en griego, para predicarles desde la misma pobreza apostólica que admiraban. El Espíritu Santo lo hizo fuerte. Le dio valor para adentrarse en los bastiones herejes de Francia, allá donde los cátaros eran multitud, donde les replicó uno por uno. Domingo desmontó sus absurdas tesis y proclamó a Dios como único Señor de la creación. Pero incluso semejante esfuerzo fue inútil. El mal estaba muy extendido.

Bandello me interrumpió: también él había estudiado esa historia durante sus años de preparación teológica y sabía que el catarismo no sólo había ganado adeptos entre campesinos y artesanos, sino también entre reyes y nobles que lo consideraron la fórmula perfecta para evitar el pago de impuestos y las cesiones de privilegios a los eclesiásticos.

– Eso es cierto -admití-. No cumplir con los diezmos que la Biblia (Génesis 14, 20. Amos 4, 4. I Macabeos 3, 49) estableció para los sacerdotes era despreciar las leyes de Dios. Roma no podía quedarse cruzada de brazos. A nuestro amado Domingo le preocupó tanto aquella desviación que decidió ponerse manos a la obra. Por eso fundó un grupo de predicadores con los que volver a evangelizar amplios territorios como el Languedoc francés. Hoy somos los herederos de esa orden y de su divina misión. Sin embargo, a su muerte, viendo que era imposible combatir el mal sólo con la palabra, el Papa y las coronas fieles a Roma decidieron poner en marcha una represión militar a gran escala que terminara con los malditos. Sangre, muerte, ciudades enteras pasadas a fuego y cuchillo, persecución y dolor sacudieron durante años los cimientos del pueblo de Dios. Cuando las tropas del Papa entraban en una ciudad en la que se había instalado la herejía, los mataban a todos sin discernir entre cátaros o cristianos. Dios, decían, ya distinguiría a los suyos cuando llegaran al cielo.