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Alcé la vista hacia la mesa antes de continuar. Mi silencio debió de sobrecogerlos.

– Hermanos -proseguí-, aquélla fue nuestra primera cruzada. Parece increíble que ocurriera hace menos de doscientos años, y tan cerca de aquí. Entonces no dudamos en alzar las espadas contra nuestras propias familias. Los ejércitos administraron la justicia de las armas, dividieron a los «puros», terminaron con muchos de sus líderes y obligaron a exiliarse a cientos de herejes lejos de las tierras que un día dominaron.

– Y fue así, huyendo de las tropas del Santo Padre, como los últimos cátaros llegaron a la Lombardía -añadió Bandello.

– Arribaron a estas tierras muy debilitados. Y aunque todo apuntaba hacia su extinción, tuvieron suerte: la situación política favoreció la reorganización de los herejes. Os recuerdo que ésa fue la época de luchas entre güelfos y gibelinos. Los primeros defendían que el Papa estaba investido de una autoridad superior a la de cualquier rey. Para ellos, el Santo Padre era el representante de Dios en la Tierra y, por tanto, tenía derecho a un ejército propio y a grandes recursos materiales. Los gibelinos, en cambio, con el capitán Matteo Visconti al frente, rechazaban esa idea y defendían la separación del poder temporal y el divino. Roma, decían, debía ocuparse sólo del espíritu. Lo demás era tarea de reyes. Por eso no extrañó a nadie que los gibelinos acogieran a los últimos cátaros en la Lombardía. Era otra forma de desafiar al Papa. Los Visconti los apoyaron en secreto, y más tarde los Sforza continuaron con esa política. Es casi seguro que Ludovico el Moro aún sigue esas directrices, y por eso esta casa que hoy descansa bajo su protección se ha convertido en refugio de esos malditos.

Nicola di Piadena se puso en pie para pedir la palabra.

– Entonces, padre Leyre, ¿acusáis a nuestro dux de ser gibelino?

– No puedo hacerlo formalmente, hermano -repliqué, esquivando su venenosa pregunta-. No sin pruebas. Aunque si sospecho que alguno de vosotros las oculta, no dudaré en recurrir a un tribunal de oficio, o al tormento si fuera necesario, para obtenerlas. Estoy decidido a llegar hasta las últimas consecuencias.

– ¿Y cómo pensáis demostrar que existen «hombres puros» en esta comunidad? -saltó fray Jorge, el limosnero, escudado tras sus envidiables ochenta años-. ¿Pensáis torturar vos mismo a todos estos hermanos, padre Leyre?

– Os explicaré cómo lo haré.

Hice un gesto para que Matteo, el sobrino del prior, acercara a la mesa una jaula de mimbre en la que había encerrado un pollo de corral. Se la había pedido minutos antes de empezar el capítulo. El animal, desconcertado, miraba a todas partes.

– Como sabéis, los cátaros no comen carne y rehusan matar ningún ser vivo. Si vos fuerais un bonhomme, y yo os diera un pollo como éste y os pidiera que lo sacrificarais delante de mí, os negaríais a hacerlo.

Jorge se sonrojó al verme tomar un cuchillo y levantarlo sobre el ave.

– Si uno de vosotros se negara a matarlo, sabrá que lo habré reconocido. Los cátaros creen que en los animales habitan las almas de humanos que murieron en pecado y que regresan así a la vida para purgarlos. Temen que al sacrificarlos estén quitándole la vida a uno de los suyos.

Sujeté al pollo con fuerza sobre la mesa, estiré su cuello para que todos pudieran verlo, y cedí el cuchillo a Giuseppe Boltraffio, el monje que tenía más cerca. A un gesto mío, su filo segó en dos el cuello del animal, salpicando de sangre nuestros hábitos.

– Ya lo veis. Fray Giuseppe -sonreí con ironía- está libre de sospecha.

– ¿Y no conocéis un método más sutil de detectar a un cátaro, padre Leyre? -protestó Jorge, horrorizado por el espectáculo.

– Claro que sí, hermano. Hay muchas formas de identificarlos, pero todas son menos concluyentes. Por ejemplo, si les mostráis una cruz, no la besarán. Creen que sólo una Iglesia satánica como la nuestra es capaz de adorar al instrumento de tortura en el que pereció Nuestro Señor. Tampoco les veréis venerar reliquias, ni mentir, ni tampoco temer a la muerte. Aunque, claro, eso es sólo en el caso de los parfaits.

– ¿Los parfaits? -Algunos frailes repitieron el término francés con extrañeza.

– Los perfectos -aclaré-. Son quienes dirigen la vida espiritual de los cátaros. Creen que observan la vida de los apóstoles como no sabe hacerlo ninguno de nosotros; rechazan cualquier clase de propiedad, porque ni Cristo ni sus discípulos la tuvieron. Son los encargados de iniciar a los aspirantes en el melioramentum, una genuflexión que deberán realizar cada vez que se encuentren con un parfait. Sólo ellos dirigen los apparellamentum, confesiones generales en las que los pecados de cada hereje son expuestos, debatidos y perdonados públicamente. Y, por si fuera poco, sólo ellos pueden administrar el único sacramento que reconocen los cátaros: el consolamentum.

– iConsolamentum?. -volvieron a murmurar.

– Servía a la vez de bautismo, comunión y extremaunción -expliqué-. Se administraba mediante la colocación de un libro sagrado sobre la cabeza del neófito. Nunca era la Biblia. A ese acto lo consideraban un «bautismo del espíritu» y quien merecía recibirlo dicen que se convertía en un «verdadero» cristiano. En un consolado.

– ¿Y qué os ha hecho pensar que el sacristán y el bibliotecario fueron consolados? -preguntó fray Stefano Petri, el risueño tesorero de la comunidad, siempre satisfecho de llevar con éxito los asuntos materiales de Santa María-. Si me permitís la observación, jamás les vi abjurar de la cruz, ni creo que fueran bautizados mediante la imposición de un libro sobre sus cabezas.

Algunos frailes asintieron a su alrededor.

– En cambio, hermano Stefano, sí los visteis hacer ayunos extremos, ¿no es cierto?

– Todos los vimos. El ayuno eleva el espíritu.

– No en su caso. Para un cátaro, los ayunos extremos son una vía para ganar el consolamentum. En cuanto a lo de la cruz, conviene no confundirse. A los cátaros les basta con limar los extremos de cualquier crucifijo latino, haciéndolo más romo, para poder llevarlo al cuello sin problemas. Si su cruz es griega, o incluso paté, la toleran. Seguramente, hermano Petri, también los visteis rezar el Pater Noster con vosotros. Pues bien: ésa es la única oración que admiten.

– Sólo dais argumentos circunstanciales, padre Leyre -replicó Stefano antes de tomar asiento.

– Es posible. Estoy dispuesto a admitir que fray Alessandro y fray Giberto sólo eran simpatizantes a la espera del bautismo. Sin embargo, eso no los exime del pecado. No olvido tampoco que el hermano bibliotecario se prestó a colaborar con el maestro Leonardo en su Ultima Cena. Quiso ser retratado como Judas en el centro de una obra sospechosa, y creo saber por qué.

– Decidlo -murmuraron.

– Porque, para los cátaros, Judas Iscariote fue un siervo del plan de Dios. Creen que obró bien. Que delató a Jesús para que así se cumplieran las profecías y pudiera dar su vida por nosotros.

– Entonces, ¿sugerís acaso que Leonardo también es un hereje?

La nueva pregunta de fray Nicola de Piadena hizo sonreír de satisfacción al padre Benedetto, que poco después se ausentó de la mesa para vaciar su vejiga en el patio.

– Juzgad vos mismo, hermano: Leonardo viste de blanco, no come carne, es seguro que jamás daría muerte a un animal, no se le conoce relación carnal alguna y, por si fuera poco, en vuestro Cenacolo ha omitido el pan de la comunión y ha colocado una daga, un arma, en la mano de san Pedro, indicando dónde cree él que está la Iglesia de Satán. Para un cátaro, sólo un siervo del Maligno empuñaría un acero en la mesa pascual.