– Pues yo creo saber cómo podemos leer el mensaje del Cenacolo…
Elena titubeó. Una intuición súbita la iluminó al poco de ponerse bajo la protección del Alfa.
– ¿Recordáis las atribuciones que el maestro os hizo memorizar para cuando os llegara el momento de retratar a los Doce?
Bernardino asintió perplejo. Las imágenes del día en el que la condesita le arrebató aquella lista aún seguían vivas en su memoria. Se sonrojó.
– ¿Y sabríais decirme qué virtud era la que atribuía a Judas Tadeo? -insistió.
– ¿Al Tadeo?
– Sí. Al Tadeo -exhortó Elena, mientras Luini buscaba el dato entre sus recuerdos.
– Es Occultator. El que oculta.
– Exacto -sonrió-. Una «O». ¿Lo veis? Ahí tenemos otra vez a nuestra omega. Y eso no puede ser casual.
38.
– ¡Por todos los diablos!
El júbilo de Bernardino Luini resonó en las cuatro paredes del refectorio.
– ¡No puede ser tan fácil!
Ensimismado por el descubrimiento de la condesita, el maestro comenzó a repasar la disposición de los apóstoles. Tuvo que retroceder tres pasos para asegurarse una visión panorámica. Sólo situándose a unos metros de la pared septentrional era posible distinguirlos al completo, desde Bartolomé a Juan y de Tomás a Simón. Estaban agrupados de tres en tres, todos con el rostro vuelto hacia Cristo menos el discípulo amado, Mateo y el Tadeo, que cerraban los ojos o miraban a otra parte.
Luini rasgó uno de los cartones que Leonardo tenía esparcidos por el suelo, y con un carboncillo comenzó a garabatear los perfiles de la escena en su reverso. Marco y Elena siguieron sus movimientos con curiosidad. Mientras, el Agorero, un piso más arriba, se impacientaba al no escucharles pronunciar palabra.
– Ya sé cómo leer el mensaje del Cenacolo -anunció al fin-. Lo hemos tenido todo este tiempo delante de nuestras narices y no hemos sabido verlo.
El pintor se situó entonces en uno de los extremos del mural. Bartolomé, les recordó bajo su efigie encorvada y absorta, era Mirabilis, el prodigioso. Leonardo lo había retratado con el pelo rizado y bermejo, confirmando lo que Jacobo de la Vorágine había escrito sobre él en su Leyenda dorada: que era sirio y de carácter encendido, como corresponde a los pelirrojos. Luini anotó una «M» en el cartón, junto a su silueta. Después hizo lo mismo con Santiago el Menor, el lleno de gracia o Venustus, aquel al que a menudo confundían con el propio Cristo y que por sus obras mereció ese apelativo. Una «V» se sumó al papel. Andrés, Temperator, el que previene, retratado con las manos por delante como corresponde a tal atributo, pronto quedó reducido a una sencilla «T».
– ¿Lo veis?
Marco, Elena y el joven maestro sonrieron. Aquello empezaba a cobrar sentido. «M-V-T» parecía el inicio de una palabra. El frenesí se disparó al comprobar que el siguiente grupo de apóstoles daba paso a otra sílaba pronunciable. Judas Iscariote se convirtió en «N» de Nefandas, el abominable traidor de Cristo. Su posición, sin embargo, era algo ambigua: si bien Judas era la cuarta cabeza que aparecía desde la izquierda, la peculiar posición de san Pedro -con su brazo armado a la espalda del traidor- podría dar lugar a un error de contabilidad. En cualquier caso, Luini explicó que la «N» seguiría siendo válida, ya que Simón Pedro fue el único de los Doce que negó tres veces a Cristo. «N», pues, de Negatio.
Elena protestó. Lo más lógico era guiarse por el orden de las cabezas de los personajes y por los atributos de la lección de Leonardo. Nada más.
Siguiendo ese orden, el siguiente era Pedro. Encorvado hacia el centro de la escena, merecía tanto la «E» de Ecclesia como la de Exosus, que el toscano le asignó. La primera hubiera satisfecho a Roma; la segunda, que significa «el que odia», reflejaba el carácter de aquel sujeto de pelo cano y mirada amenazante, dispuesto a ejecutar su venganza armado con un cuchillo de hoja gruesa. Y Juan, dormido, con la cabeza inclinada y las manos recogidas como las damas que retrataba Leonardo, hacía honor a su «M» de Mysticus. «N-E-M», pues, era el desconcertante resultado del trío.
– Jesús es la «A» -recordó Elena al llegar al centro del mural-. Prosigamos.
Tomás, con el dedo en alto, como si señalara cuál de los allí presentes era el primero en merecer el privilegio de la vida eterna, pasó al boceto de Luini como la «L» de Litator, el que aplaca a los dioses. Su atributo desató una breve discusión. En el Evangelio de Juan, fue Tomás quien metió su dedo en la lanzada de Cristo. Y también quien cayó de rodillas gritando «¡Señor mío y Dios mío!», (Juan 20, 28.) aplacando así la posible ira del resucitado por no haber sido reconocido de inmediato.
– Además -insistió Bernardino, enfatizando su teoría-, estamos ante el único retrato que confirma su letra en el perfil del apóstol.
– Olvidas el alfa de Jesús -puntualizó la condesita.
– Sólo que en esta ocasión la letra no se esconde en el cuerpo de Tomás, sino en ese dedo que alza al cielo. ¿Lo veis? El dedo índice estirado forma, junto a la base del puño y el pulgar saliente, una clara «L» mayúscula.
Los acompañantes de Luini asintieron maravillados. Contemplaron con cuidado a Santiago el Mayor, pero fueron incapaces de encontrar en él ningún rasgo que reprodujera la «O» que lo representaba.
– Y sin embargo -aclaró Bernardino-, quien haya estudiado la vida de este apóstol, concluirá que su «O» de Oboediens, el obediente, se le ajusta como un guante.
En efecto. Del Zebedeo escribió Jacobo de la Vorágine que fue hermano carnal de Juan y que «ambos pretendieron ocupar en el reino de los cielos los puestos más inmediatos al Señor y sentarse uno a su derecha y otro a su izquierda». Leonardo, por tanto, había recreado en el Cenacolo una mesa divina, extraída del mundo de la perfección en el que habitan las almas puras. Y Juan y Santiago ocupaban en ella los lugares que Cristo les prometió.
Así, junto a Felipe, Sapiens entre los Doce, el único que se señalaba a sí mismo, indicándonos dónde debemos buscar nuestra salvación, Luini consiguió armar una tercera y desconcertante sílaba: «L-O-S».
El grupo restante de apóstoles se resolvió con idéntica rapidez. Mateo, el discípulo cuyo nombre, según el obispo De la Vorágine, significaba «don de la prontitud», ya auguraba tan veloz desenlace. Luini sonrió al recordar cómo Leonardo lo bautizó como Navus, el diligente. Su letra secreta sumada a la omega del Tadeo formaban ya una sílaba legible «N-O». Al añadírsele la «C» de Simón, por Confector (el que lleva a término), el panorama resultante se les antojó evocador: cuatro grupos de tres letras, con una vocal siempre en el centro, y una enorme «A» presidiendo la escena, se dejaban leer como si fueran una extraña y olvidada fórmula mágica.
MUT NEM A LOS NOC
San Bartolomé: Mirabilis: El prodigioso
Santiago el Menor: Venustus: El lleno de gracia
Andrés: Temperator: El que previene
Judas Iscariote: Nefandus:El abominable
Pedro: Exosus: El que odia
Juan: Mysticus: El que conoce el misterio
Tomás: Litator: El que aplaca a los dioses
Santiago el Mayor Oboediens: El que obedece
Felipe: Sapiens: El amante de las cosas elevadas
Mateo: Navus El diligente
Judas Tadeo: Occultator: El que oculta
Simón; Confector: El que lleva a término
– ¿Y ahora qué? -Elena se encogió de hombros-. ¿Significa algo?
Los dos varones repasaron de nuevo la frase sin encontrarle otro sentido que el de una sucesión de monosílabos pronunciables con aspecto de vieja letanía. Tampoco les extrañó. Era propio del maestro que un acertijo condujera a otro mayor. Leonardo se divertía diseñando esa clase de pasatiempos.