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Al poner pie en tierra, Annio tembló de emoción: ¿habría conseguido al fin el viejo tesoro? ¿Traería la pieza final que tanto había ambicionado?

La fértil imaginación del maestre se desbocó. Mientras Guglielmo abría la puerta del coche para que descendiera, la comadreja se regocijaba pensando en lo cerca que estaba el más grande de sus éxitos. ¿Para qué si no le habría hecho ir hasta allí su fiel «conseguidor»?

Jacaranda llegaba en un momento más que oportuno. La tarde anterior, Nanni había vuelto a reunirse con el general de los dominicos, el cascarrabias de Gioacchino Torriani, para escuchar de sus labios las últimas novedades sobre aquel asunto de La Última Cena. En audiencia privada con Su Santidad Alejandro VI, admitió haber encontrado el mensaje oculto tras aquel impresionante mural. «Leonardo -dijo- ha escondido entre sus personajes una frase, una invocación escrita en una lengua extraña que ahora nos proponemos descifrar. Una carta recibida desde Milán nos ha resuelto el misterio.»

Torriani entonó aquella sentencia ante el Papa y la comadreja. Nadie entendió una palabra. Sin embargo, a Nanni la oración escondida en el Cenacolo le resultó inequívocamente egipcia.

– Mut-nem-a-los-noc -susurró.

¿Acaso no estaba claro su origen? ¿No citaba por ventura a la diosa Mut, esposa de Amón, reina de Tebas? ¿No resultaba providencial que Oliverio Jacaranda, un auténtico experto en jeroglíficos, llegara casi al tiempo que aquel mensaje? ¿Acaso no lo había mandado Dios mismo para ayudarle a resolver aquel acertijo y ganarse así el respeto eterno del Papa?

Sí. La providencia, pensó, estaba de su lado.

Frente a las caballerizas de El Gigante Verde, Jacaranda besó el anillo de Annio y lo invitó a pasar al interior del establecimiento. Hablarían del viejo tesoro y del jeroglífico.

Guiado hasta el vientre de la posada, la comadreja tomó asiento en uno de sus pequeños reservados. Fue una suerte inesperada para Betania que Guglielmo tuviera acceso a lo que se habló allá dentro.

– Mi querido Nanni -dijo el español, ya apoltronado en su asiento mientras se servía una generosa jarra de cerveza-, espero no haberos asustado con esta repentina visita.

– Todo lo contrario. Sabéis que siempre las aguardo con impaciencia. Es una lástima que no os prodiguéis más por esta corte, en la que tanto se os valora.

– Es mejor así.

– ¿Mejor?

Oliverio decidió no dar más rodeos:

– Esta vez traigo noticias que no os complacerán -dijo.

– Vuestra sola visita me complace. Qué más puedo pedir.

– El viejo tesoro, naturalmente.

– ¿Y bien?

– Se resiste a caer en mis manos.

Annio torció el gesto. Sabía que conseguir aquella pieza no iba a ser fácil. A fin de cuentas, su tesoro había llegado a Italia hacía ya más de cien años y llevaba demasiado tiempo de mano en mano, esfumándose en los momentos más inesperados. No era una joya, ni una reliquia venerable, ni nada que satisficiera los costosos gustos de un rey. Su tesoro era un libro. Un viejo tratado oriental, encuadernado en tafilete y atado con correas de cuero, con el que esperaba encontrar la verdad sobre la resurrección del Mesías y su vínculo con la poderosa y ancestral magia egipcia. [16] (Y Leonardo era, que supieran ambos, su último poseedor. De hecho, la mejor prueba estaba en la misteriosa frase que el padre Torriani había encontrado en su Cenacolo. Una invocación egipcia como no podía proceder de otra fuente.

– Me decepcionáis, Oliverio -resopló la comadreja-. Si no lo traéis con vos, ¿para qué me habéis citado?

– Os lo explicaré: no sois el único que ambiciona ese tesoro, maestro Annio. Incluso la princesa d'Este lo deseó antes de perder la vida.

– ¡Eso es agua pasada! -protestó-. Sé que la muy ingenua recurrió a vos, pero ahora está muerta. ¿Qué os detiene, entonces?

– Hay alguien más, maestro.

– ¿Otro competidor? -La comadreja se encendió. El marchante parecía amedrentado-. ¿Qué es lo que queréis, Jacaranda? ¿Más dinero? ¿Es eso? ¿Os ha ofrecido más dinero y venís a subirme vuestros honorarios?

El español sacudió la cabeza. Su cara redonda y sus ojos amoratados denotaban una gravedad rara vez vista en él.

– No. No se trata de dinero.

– Entonces, ¿qué?

– Necesito saber a quién me enfrento. Quien busca vuestro tesoro está dispuesto a matar para conseguirlo.

– ¿A matar, decís?

– Hace casi diez días acabó con la vida de uno de mis intermediarios: el bibliotecario del monasterio de Santa María delle Grazie. ¿Y sabéis? El muy bastardo ha seguido eliminando a cuantos han mostrado interés por vuestra obra. Por eso he venido a veros: para que me aclaréis a quién me enfrento.

– Un asesino… -La comadreja dio un respingo.

– No es un criminal cualquiera. Es un hombre que firma sus crímenes; se burla de nosotros. En la iglesia de San Francesco ha terminado con la vida de varios peregrinos y siempre ha dejado con los cadáveres una baraja del tarot Visconti-Sforza a la que sólo le faltaba una carta.

– ¿Una carta?

– La sacerdotisa. ¿Lo entendéis ya?

Annio enmudeció.

– Así es, Nanni. El mismo naipe que tanto donna Beatrice como vos me entregasteis para llegar hasta vuestro tesoro.

Oliverio apuró un nuevo trago de su cerveza, que descendió veloz por su garganta, humedeciéndola. Luego prosiguió:

– ¿Sabéis lo que pienso? Que el asesino sabe de nuestro interés por el libro de la sacerdotisa. Creo que la elección de esa carta no es casual. Nos conoce, y nos eliminará también a nosotros si estorbamos en su camino.

– Está bien, está bien -la comadreja parecía turbada-. Decidme, Oliverio, ¿esos peregrinos asesinados en San Francesco también buscaban mi tesoro?

– He hecho algunas averiguaciones entre la policía del Moro y puedo aseguraros que no eran unos peregrinos cualesquiera.

– ¿Ah no?

– El último fue identificado como el hermano Giulio, un antiguo perfecto cátaro. Lo supe poco antes de partir a veros. La policía de Milán está desconcertada. Al parecer, ese Giulio fue rehabilitado por el Santo Oficio hace algunos años, después de que hubiera regentado una importante comunidad de perfectos en Concorezzo.

– ¿Concorezzo? ¿Estáis seguro?

Jacaranda asintió.

El anticuario no percibió el escalofrío que recorrió la espina dorsal del viejo maestro. El mercader ignoraba que aquella aldea situada a las afueras de Milán, al nordeste de la capital, había sido uno de los principales reductos cátaros de la Lombardía y el lugar en el que, según todas las fuentes, se había custodiado durante más de doscientos años el libro que Annio ambicionaba conseguir. Todo encajaba: las sospechas de Torriani sobre la filiación catara de Leonardo, los perfectos asesinados en Milán, la frase egipcia en el Cenacolo. Si no se engañaba, el origen de todo había que buscarlo en aquel tesoro: un texto de enorme valor teológico y mágico, preñado de referencias ocultas a las enseñanzas que Cristo entregó a la Magdalena tras su resurrección. Un legajo que evidenciaba los impresionantes paralelismos entre Jesús y Osiris, que resucitó gracias a la magia de su consorte Isis, la única que estuvo cerca de él en el momento de su regreso a la vida.

El Santo Oficio había invertido décadas en hacerse con semejante tratado. Lo más que pudieron determinar fue que una copia, tal vez incluso la única existente, debió salir de Concorezzo y acabar en las manos de Cosme el Viejo, durante el Concilio de Florencia de 1439. Y que jamás regresó. De hecho, sólo una oportuna indiscreción de Isabella d'Este, la hermana de donna Beatrice, durante los fastos de coronación del papa Alejandro en 1492 le hizo saber que el libro había estado en Florencia en poder de Marsilio Ficino, el traductor oficial de los Médicis, y que éste se lo regaló a Leonardo da Vinci poco antes de que partiera hacia Milán. No era, pues, improbable que los concorezzanos supieran también de esas noticias y quisieran recuperar su obra.

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[16] Javier Sierra lleva años investigando esta peculiar conexión entre las resurrecciones de Jesús y de Osiris. Parte de sus hallazgos fueron expuestos en su anterior novela El secreto egipcio de Napoleón.