En cuanto a los demás, aún menos es lo que recuerdo. Jorge, el octogenario, huyó corriendo a la ciudad. Nunca pensé que pudiera hacerlo con esa agilidad. A Mauro, en cambio, lo perdí de vista en cuanto uno de aquellos hombres me echó un saco por la cabeza atándomelo al cuello con una correa. Algo debía de tener aquel talego, porque al poco de llevarlo encima, noté cómo fui perdiendo el sentido lentamente. En cuestión de segundos, dejé de oír los aullidos del encapuchado herido, y una extraordinaria sensación de ligereza se fue apoderando de mis extremidades de forma inexorable.
Antes de desfallecer, sin embargo, aún tuve tiempo de escuchar una voz que murmuró algo que no acerté a comprender:
– Ahora, padre, al fin podré responder a vuestras dudas. Después, atolondrado y perplejo, me desmayé.
43.
Desperté con náuseas y un fuerte dolor de cabeza, sin saber cuánto tiempo había permanecido inconsciente. Todo daba vueltas a mi alrededor, y mi mente estaba más confusa que nunca. La culpa la tenía aquella presión constante sobre las sienes. Era un dolor cíclico, circular, que cada cierto tiempo recorría mi cráneo de izquierda a derecha, perturbando mis sentidos. Tan fuertes eran sus punzadas, que durante un buen rato ni siquiera hice el intento de abrir los ojos. Recuerdo incluso que me palpé la cabeza buscando alguna herida, pero fui incapaz de encontrar nada. El daño era interno.
– No os preocupéis, padre. Estáis entero. Descansad. Pronto os recuperaréis.
Una voz amable, la misma que me habló antes de perder el conocimiento, me sobresaltó antes de que pudiera incorporarme. Volvió a dirigirse a mí en un tono sereno, familiar, como si me conociera desde hacía mucho tiempo.
– El efecto de nuestro aceite durará sólo unas horas más. Después volveréis a sentiros bien.
– ¿Vuestro… aceite?
Desorientado, débil, con los brazos y las piernas agarrotadas y tendido sobre un suelo irregular, logré reunir fuerzas para comenzar a hablar. Deduje que me habían llevado a algún lugar a cubierto, porque sentía la ropa seca y el frío no era tan intenso como en el claro de Santo Stefano.
– La tela que os colocamos encima estaba impregnada con un aceite que provoca el sueño, padre. Es una vieja fórmula. Un secreto de los brujos de estos pagos.
– Veneno… -murmuré.
– No exactamente -respondió-. Se trata de un ungüento que se extrae de la cizaña, el beleño, la cicuta y la adormidera. No falla nunca. Basta absorberlo en pequeñas dosis a través de la piel para que su efecto letárgico sea inmediato. Pero se os pasará pronto. Descuidad.
– ¿Dónde estoy?
– A salvo.
– Dadme de beber, os lo ruego.
– Enseguida, padre.
A tientas, así la jarra que el desconocido colocó entre mis manos. Era vino caliente. Un caldo amargo que ayudó a mi cuerpo maltrecho a sobreponerse. Me aferré al barro con ansia, haciendo acopio de fuerzas antes de entornar los ojos y echar un vistazo a mi alrededor.
Mi instinto no había errado. Ya no estaba en Santo Stefano. Y fueran quienes fuesen mis captores, me habían separado de Jorge, Mauro y Benedetto, y aislado en una estancia cerrada, sin ventanas, que debía de ser una suerte de celda improvisada en alguna remota casa de campo. Supuse que había pasado una eternidad tendido sobre aquella estera de paja. Mi barba había crecido, y alguien se había atrevido a despojarme de los hábitos de Santo Domingo; en su lugar vestía un tosco sayal de lana. Pero ¿cuánto tiempo llevaba allí? Imposible calcularlo. ¿Y adonde habían ido a parar mis hermanos? ¿Quién era el responsable de haberme llevado hasta ese lugar? ¿Y para qué?
Una sensación de angustia se apoderó de mi garganta.
– ¿Dónde… estoy? -repetí.
– A salvo. Este lugar se llama Concorezzo, padre Leyre. Y me alegra veros recuperado. Tenemos mucho, mucho de que hablar. ¿Os acordáis de mí?
– ¿Co… cómo?-titubeé.
Quise girarme para buscar a mi interlocutor, pero una nueva punzada me obligó a detenerme.
– ¡Vamos, padre! Nuestro aceite os ha dormido, pero no os ha borrado la memoria. Soy el hombre que siempre dice la verdad, ¿no me recordáis? Aquel que juró resolveros cierto enigma que os atribulaba.
Un latigazo sacudió mi cerebro. Era cierto. Por Dios bendito. Cierto que había escuchado aquel timbre de voz en alguna parte. Pero ¿dónde? Tuve que hacer un gran esfuerzo para terminar de incorporarme y buscar el rostro de quien me hablaba. Y, Santo Cristo, al fin lo vi. Estaba justo a mis espaldas. Redondo y sonrojado como siempre. Con aquellos ojos de esmeralda, claros y despabilados. Era Mario Forzetta. No había duda.
– ¿Me recordáis?
Asentí.
– Lamento haber recurrido a estos métodos para traeros aquí, padre. Pero, creedme, era la única opción que teníamos. Por las buenas no nos hubierais acompañado. -Sonrió.
Aquel plural me desconcertó.
– ¿Que teníais? ¿Quiénes, Mario?
El rostro de Forzetta se iluminó al oírme pronunciar su nombre.
– Los hombres puros de Concorezzo, padre. Nuestra fe nos impide utilizar la violencia, pero no el ingenio.
– Bonhommes… ¿Tú?
– Estaréis horrorizado, lo sé. Liberasteis a un hereje de la prisión que se merecía. Pero antes de que hagáis vuestro juicio sobre este asunto, ruego que me escuchéis. Tengo mucho que contaros.
– ¿Y mis hermanos?
– Los dejamos dormidos en Santo Stefano, como a vos. A estas horas, si no se han congelado, ya habrán regresado a Milán, y tendrán vuestra misma jaqueca.
Mario lucía un aspecto razonablemente bueno. Se le notaba aún la cicatriz que le había partido en dos la cara días atrás, pero se había dejado crecer barba y su tez estaba morena por el sol. Distaba ya mucho del espectro que conversó conmigo en la prisión del palacio de los Jacaranda. Había ganado peso y su rostro irradiaba felicidad. Saberse fuera del alcance de don Oliverio le había sentado bien. Lo que no acertaba a comprender era por qué había decidido retenerme. Y por qué precisamente a mí, que fui quien le brindó su libertad.
– Mis hermanos y yo hemos dudado mucho antes de dar este paso -se explicó Mario, que se sentó a mi lado, en el suelo-. Sé que vos, padre, sois inquisidor y que vuestra orden lleva más de doscientos años persiguiendo a familias que, como nosotros, tenemos otra manera diferente de aproximarnos a Dios.
– Pero…
– Pero al veros ayer en Santo Stefano, comprendí que erais una señal enviada por Dios. Aparecisteis allí justo cuando ya tenía las respuestas que juré daros. ¿Lo recordáis? ¿Acaso no es un milagro? Convencí a nuestro perfecto para que os trajéramos aquí y yo pudiera saldar mi deuda con vos.
– No hay tal deuda.
– La hay, padre. Dios ha cruzado nuestros caminos por alguna razón que sólo Él sabe. Tal vez no sea para que os ayude a resolver vuestros acertijos, sino para que juntos nos enfrentemos al enemigo que tenemos en común.
Aquella afirmación me desconcertó.
– ¿Cómo dices?
– ¿Recordáis el acertijo que me confiasteis el día que me pusisteis en libertad?
Asentí. Oculos ejus dinumera seguía desafiando mi inteligencia. Ya casi había olvidado que también Forzetta lo tenía en su poder.
– Después de despedirme de vos, me refugié en el taller de Leonardo. Sabía que su casa era el único lugar de Milán que me daría cobijo, como así sucedió. Y naturalmente, hablé con el maestro. Le conté mi encuentro con vos, le hablé de vuestra infinita generosidad y le pedí que me auxiliara. No sólo quería que me protegiera de la ira del señor Jacaranda, sino que deseaba agradeceros lo mucho que habíais hecho por mí al sacarme de sus celdas.