Aquel hombre fornido, cubierto por un birrete violeta con pluma de ganso, espada al cinto y botas de montar, era Oliverio Jacaranda. Su acento extranjero lo delataba entre tanto lombardo.
– Nunca olvido una cara. ¡Y mucho menos la vuestra!
– Don Oliverio…
El español me miró de arriba abajo, sin terminar de comprender por qué no lucía los hábitos blanquinegros de santo Domingo. Por su porte, había acudido a la plaza de Santa Maria a visitar la obra de Leonardo. Su condición de mercader de objetos preciosos le garantizaba un acceso privilegiado al recinto y le procuraba estar en el centro del mayor acto social de la ciudad desde el entierro de donna Beatrice.
– Padre… -titubeó-. ¿Me explicaréis qué os ha sucedido? Estáis muy desmejorado. ¿Qué hacéis vestido así?
Traté de componer una excusa creíble que no delatara mi singular situación. No podía decirle que había estado más de dos semanas bajo el techo de quien fuera su prisionero. Lo hubiera considerado una deslealtad, y sólo Dios sabía cómo reaccionaría el español ante una revelación así.
– ¿Recordáis mi afición a resolver enigmas en latín?
Jacaranda asintió.
– Vine a Milán para resolver uno de ellos, por encargo de mi superior de la orden. Y para lograrlo, me vi obligado a desaparecer durante un tiempo. Ahora regreso de incógnito para proseguir con mis indagaciones. Por eso os ruego discreción.
– ¡Ah, los frailes! ¡Siempre con vuestros secretos! -sonrió-. Así que fingisteis evaporaros para seguir investigando los crímenes de San Francesco II Grande, ¿no es eso?
– ¿Y qué os hace pensar semejante cosa? -dije asombrado.
– Vuestro aspecto, naturalmente. Ya os dije un día que son pocas las cosas que se me escapan de esta ciudad. Esa indumentaria vuestra me recuerda a la de los desgraciados que aparecieron muertos bajo la Maesta de los franciscanos.
– Pero…
– ¡Nada de peros! -atajó-. Admiro ese método vuestro, padre. Nunca se me hubiera ocurrido hacerme pasar por víctima para llegar al asesino…
Callé.
Había imaginado tantas veces que si alguna vez me reencontraba con él no íbamos a tener una charla agradable, que me sorprendió verlo, de repente, preocuparse por mí. A fin de cuentas me había inmiscuido en sus negocios, había liberado a un prisionero suyo y no había prestado la debida atención a sus intentos por inculpar a Leonardo da Vinci del asesinato de fray Alessandro. Era obvio que don Oliverio tenía cosas más importantes en las que pensar. El anticuario me pareció preocupado. Casi ni comentó la fuga de Forzetta, que se apresuró a disculpar creyéndola parte de mi estrategia para investigar las muertes de fray Alessandro y de los peregrinos de San Francesco. Era como si mi atuendo de parfait le hubiera llamado más la atención que todo lo demás.
– ¿Regresasteis a Milán hace mucho? -Quise desviar nuestra conversación.
– Hará unos diez días. Y, la verdad, he estado buscándoos desde entonces. Dijeron que habíais muerto en una emboscada…
– Me alegra que no sea cierto.
– A mí también, padre.
– Decidme entonces, ¿para qué me necesitabais?
– Preciso de vuestra ayuda -dejó escapar lastimero-. ¿Recordáis lo que os dije del maestro Leonardo el día que nos conocimos?
– ¿De Leonardo?
Eché un vistazo a mis espaldas, allá donde había visto al toscano por última vez. No me hubiera gustado que escuchara una falsa acusación de asesinato como la que Jacaranda estaba a punto de pronunciar. Luego asentí.
– Bien. Ya sabéis que estuve en Roma, y allí un confidente cercano al Papa me hizo entrega del secreto final que meser Da Vinci ha querido esconder en su Cenacolo.
– ¿El secreto final?
La frente despejada del español se arrugó ante mi suspicacia.
– El mismo que se llevó a la tumba vuestro bibliotecario, padre Leyre. Ese que debió de extraer del «libro azul» que donna Beatrice d'Este me encargó que obtuviera para ella, y que nunca pude depositar en sus manos. ¿Lo recordáis?
– Sí.
– Ese secreto, padre, obra en mi poder. Y es otro de esos dichosos acertijos del toscano. Como quiera que vos sois experto en resolver enigmas, y que por vuestra posición no sois sospechoso de ser cómplice de nadie, pensé que me ayudaríais a descifrarlo.
Oliverio dijo aquello con rabia contenida. Aún podía adivinar en su voz el deseo de vengar a su amigo Alessandro. Y aunque se equivocaba de objetivo, no dejaba de intrigarme qué revelación habría recibido de su confidente. Poco podía imaginar que Betania también disponía de aquel secreto y que también llevaba días haciendo lo imposible por encontrarme y hacérmelo llegar.
– ¿Me mostraréis el secreto, entonces?
– Sólo ante el Cenacolo, padre.
46.
Qué extraña sensación.
Vestido con los harapos que me había entregado Mario Forzetta antes de devolverme a Milán, crucé el umbral de la iglesia de Santa Maria sin que ninguno de los frailes que nos encontramos me reconociese. El olor a incienso me hizo dudar. Me sentí como si pusiera por primera vez los pies en una iglesia. Aquella profusión de motivos florales, rombos rojiazules y diseños geométricos que adornaban el techo se me antojó un exceso impropio de la casa de Dios. Jamás hasta ese día me había fijado en ellos, pero ahora, de repente, me estorbaban.
Oliverio no se percató de mi desazón y tiró de mí hacia el ábside, obligándome a girar después a la izquierda y adelantarme a la enorme hilera de fieles que rezaban y cantaban a la espera de que se les permitiera el acceso al refectorio.
Fray Adriano de Treviglio, con quien no me había cruzado más de dos veces durante mi estancia en el convento, saludó al español y se guardó satisfecho la moneda que éste depositó en su mano. Aunque me lanzó una mirada prepotente, tampoco me reconoció. Mejor así. Aquel refectorio que yo recordaba frío e inerte hervía ahora de actividad. Seguía tan desprovisto de muebles como siempre, pero los frailes lo habían adecentado, ventilado y limpiado en profundidad. No quedaba ya ni rastro de olor a pintura, y el muro recién terminado por el maestro lucía en todo su esplendor.
– La Cena Secreta… -murmuré.
Oliverio no me escuchó. Me empujó hasta el centro de la sala
y, una vez se hizo un hueco entre la multitud, dijo algo, medio en español, medio en lombardo, que entonces no supe valorar:
– El misterio de este lugar tiene que ver con los antiguos egipcios. Los discípulos se distribuyen de tres en tres como las tríadas de dioses del Nilo. ¿Lo veis? Pero su auténtico secreto es que cada personaje de esta escena representa una letra.
– ¿Una letra? -Las viejas lecciones del Ars Memoria regresaron a mi mente-. ¿Qué clase de letras?
– Sólo una de ellas es clara, padre. Fijaos bien en la gran «A» que forma la figura de Nuestro Señor. Ésa es la primera pista. Junto a las demás, ocultas en atributos de los Doce recogidos por fray Jacobo de la Vorágine, forman un himno extraño, escrito en egipcio antiguo, que espero sepáis descifrar…
– ¿Un himno?
Oliverio asintió, complacido de mi asombro.
– Así es. Juntando las letras que Leonardo ha asignado a cada discípulo, y que me mostraron en Roma, se forma una frase: Mut-nem-a-los-noc.
Mut.
Nem.
A.
Los.
Noc.
Repetí una por una aquellas sílabas, tratando de memorizarlas.
– ¿Y decís que es un texto egipcio?
– ¿Qué si no? Mut es una divinidad de esa civilización, esposa de Amón «el Oculto», el gran dios de los faraones. Seguramente Leonardo oyó hablar de ella a Marsilio Ficino. ¿O no recordáis ya que el maestro tenía sus libros en su bottega?.
Cómo iba a olvidarlo. Ficino, Platón, fray Alessandro, el tuerto, ¡todos estaban ahí mismo! ¡Delante de mis ojos! Mirándose entre ellos, como si se confabularan para preservar su misterio a aquellos que no merecieran penetrarlo. Todos habían sido representados como verdaderos discípulos de Cristo. Bonhommes, en suma.