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– ¿Y si no es egipcio el idioma de esa frase?

Mi duda exasperó al español. Se acercó a mi oído y, tratando de hacerse entender entre la turbamulta de curiosos y el rumor de las oraciones, se esforzó por explicarme cuánto había aprendido de aquellos hombres reducidos a letras de la mano de Annio de Viterbo. Contemplé uno por uno aquellos discípulos tan vivos. Bartolomé, con las manos apoyadas sobre la mesa, observaba la escena como un centinela. Santiago el Menor trataba de calmar los ánimos a Pedro. Andrés, impresionado por la revelación de que un traidor se escondía entre ellos, mostraba sus palmas en señal de inocencia. Y Judas. Juan. Tomás señalando al cielo. El hermano de Cristo, el mayor de los Santiagos, con los brazos en cruz anunciando el futuro suplicio del Mesías. Felipe. Mateo. El Tadeo dando la espalda a Cristo. Y Simón, con las manos extendidas, como invitando a contemplar la escena una vez más, desde su rincón en la mesa.

Contemplarla una vez más.

¡Cristo!

Fue como un relámpago en la noche.

Como si de repente una de aquellas lenguas de fuego que iluminaron a los discípulos el día de Pentecostés hubiera caído sobre mí.

¡Santo Dios! Allí no había enigma alguno. Leonardo no había encriptado nada en el Cenacolo. Nada en absoluto.

Una emoción singular, como la que pocas veces había sentido en mis años en Betania, golpeó con fuerza mis entrañas.

– ¿Recordáis lo que me dijisteis un día sobre los peculiares hábitos de escritura de Leonardo?

Oliverio me miró sin saber qué tenía que ver mi pregunta con su revelación.

– ¿Os referís a su manía de escribirlo todo al revés? Es otra de sus excentricidades. Sus discípulos necesitan de un espejo para poder leer lo que su maestro les escribe. Lo hace así con todo: sus notas, los inventarios, los recibos, las cartas personales, ¡hasta las listas de la compra!… Es un demente.

– Tal vez.

La ingenuidad de Oliverio me hizo sonreír. Ni él, ni Annio de Viterbo se habían dado cuenta de nada, pese a haber tenido tan cerca la respuesta.

– Decidme, Oliverio: ¿por dónde habéis comenzado a leer vuestra letanía egipcia?

– Por la izquierda. La «M» es Bartolomé, la «U» Santiago el menor, la «T»…

De repente enmudeció.

Giró su cabeza todo lo que pudo hacia el extremo derecho del cuadro y tropezó con Simón, que con sus brazos estirados parecía invitarle a adentrarse en la escena. Por si fuera poco, también allí estaba el nudo del mantel, señalando cuál era el lado de la mesa por el que debía empezar a «leer».

– Santo Dios. ¡Se lee al revés!

– ¿Y qué leéis, Oliverio?

El español, dudando de lo que estaba viendo y sin acertar a comprenderlo, pronunció por primera vez el verdadero secreto del Cenacolo. Le bastó con silabear su letanía, aquel misterioso Mut-nem-a-los-noc, tal y como llevaba tres años haciéndolo el maestro Da Vinci:

Con-sol-a-men-tum.

Post Scriptum:

Nota final del padre Leyre

Aquella revelación cambió mi vida.

No fue algo brusco, sino una alteración pausada e imparable, semejante a la que vive un bosque cuando se acerca la primavera. Al principio no me di cuenta, y cuando quise reaccionar era ya demasiado tarde. Supongo que mis charlas sosegadas en Concorezzo y la confusión en la que navegué durante esas primeras jornadas en Milán obraron el milagro.

Aguardé a que pasaran aquellos días de puertas abiertas en Santa Maria delle Grazie para retornar al Cenacolo y colocarme bajo las manos de Cristo. Deseaba recibir la bendición de esa obra viva, que palpitaba, y que había visto crecer casi imperceptiblemente. Aún no sé muy bien por qué lo hice. Ni por qué no me presenté al prior y le conté dónde había estado y qué cosas había descubierto durante mi cautiverio. Pero, como digo, algo había cambiado muy dentro de mí. Algo que terminaría enterrando para siempre a aquel Agustín Leyre, predicador y hermano de la Secretaría de Claves de los Estados pontificios, oficial del Santo Oficio y teólogo.

¿Iluminación? ¿Llamada divina? ¿O tal vez locura? Es probable que muera en este risco de Yabal al-Tarif sin saber qué nombre poner a aquella actitud.

Poco importa ya.

Lo cierto es que el hallazgo del sacramento de los cátaros expuesto a contemplación y veneración en el centro mismo de la casa de los dominicos, patrones de la Inquisición y guardianes de la ortodoxia de la fe, tuvo un efecto deslumbrante sobre mi alma. Descubrí que la verdad evangélica se había abierto paso entre las tinieblas de nuestra orden, anclándose en el refectorio como un poderoso faro en la noche. Era una verdad bien distinta a la que había creído durante cuarenta y cinco años: Jesús nunca, jamás, instauró la eucaristía como única vía para comunicarnos con Él. Más bien al contrario. Su enseñanza a Juan y a María Magdalena fue la de mostrarnos cómo encontrar a Dios en nuestro interior, sin necesidad de recurrir a artificios exteriores. Él fue judío. Vivió el control que los sacerdotes del templo hacían de Dios al encerrarlo en el tabernáculo. Y luchó contra ello. Quince siglos más tarde, Leonardo se había convertido en el secreto responsable de esa revelación, y la había confiado a su Cenacolo.

Tal vez me volví loco en ese instante, lo admito. Pero todo ocurrió tal y como aquí lo he relatado.

Han pasado ya tres décadas de aquellos hechos y Abdul, que ha subido la cena hasta mi cueva como de costumbre, me ha traído también una extraña noticia: un grupo de ermitaños seguidores de san Antonio ha llegado a su aldea con la intención de afincarse cerca de aquí. He escrutado las riberas del Nilo tratando de localizarlos, pero mis castigados ojos no han logrado distinguir su campamento. Ellos, lo sé, podrían ser mi última esperanza. Si alguno mereciera mis confidencias en esta recta final de la vida, depositaría en sus manos estos pliegos y le haría comprender la importancia de conservarlos en lugar adecuado hasta que llegara el tiempo de darlos a conocer. Pero mis fuerzas flaquean y no sé si seré siquiera capaz de descender este risco y acercarme hasta ellos.

Además, aunque lo hiciera, tampoco sería fácil que me entendieran.

Oliverio Jacaranda, por ejemplo, jamás comprendió el secreto del Cenacolo pese a haberlo tenido delante de sus narices. Que sus trece protagonistas encarnaran las trece letras del Consolamentum, el único sacramento admitido por los hombres puros de Concorezzo -un sacramento espiritual, invisible, íntimo- no le dijo gran cosa. Ignoraba lo ligado que estaba aquel símbolo a su anhelado «libro azul», que jamás llegaría a tener entre sus manos. Y por supuesto nunca sospechó que su sirviente Mario Forzetta lo traicionó por culpa de aquel volumen. Un libro que durante generaciones se había utilizado en ceremonias cátaras para sumergir a los neófitos en la Iglesia del espíritu, la de Juan, e iniciarlos en la búsqueda del Padre por su propia cuenta.

Sé que Oliverio regresó a España, que se instaló cerca de las ruinas de Tarraco, y que siguió explotando sus negocios con el papa Alejandro. En ese tiempo Leonardo confió La Cena Secreta a su discípulo Bernardino Luini, quien a su vez la entregó a un artista del Languedoc que terminó por llevársela a Carcasona, donde fue interceptada por el Santo Oficio galo, que nunca supo interpretarla. Luini jamás pintó una hostia. Como tampoco lo haría Marco d'Oggiono, ni ninguno de sus queridos discípulos.

Otro destino curioso fue el de Elena, a la que nunca conocí en persona. Después de posar para el maestro, la inteligente condesita comprendió que tal vez la Iglesia de Juan no llegaría a instaurarse nunca. Por eso se alejó de la bottega, dejó de perseguir al infortunado Bernardino, e ingresó en un convento de hermanas clarisas cerca de la frontera con Francia. Leonardo, sorprendido por su inteligencia despierta, terminó revelándole el gran secreto al que estaba vinculada su estirpe: María Magdalena, su remota antepasada, vio a Jesús resucitado, hecho luz, fuera de la tumba que José de Arimatea había preparado para El. Durante siglos, la Iglesia se negó a escuchar su relato completo, cosa que Leonardo hizo. A fin de cuentas, en aquella remota jornada de hace quince siglos Magdalena vio a Jesús vivo, pero no en cuerpo mortal. Su cadáver -inerte y frío-, descansaba aún en su tumba cuando ella se tropezó con su «cuerpo de luz». Impresionada, decidió robar los restos del Galileo, los ocultó en su casa, donde los embalsamó con esmero, y se los llevó a Francia cuando comenzaron las persecuciones del sanedrín.