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– Si vuestro ejemplo cundiera y vinieran más frailes a esta casa a estudiar -se quejó como si no pudiera contener su lengua-, pronto podríamos convertirla en un Estudio General, [4] como los de Roma, y quién sabe si en una Universidad…

– ¿Es que no vienen frailes a estudiar aquí?

– Muy pocos para lo que este lugar puede ofrecerles. Aunque os parezca modesta, esta biblioteca reúne una de las colecciones de textos antiguos más importantes del ducado.

– ¿Ah sí?

– Perdonad si peco de inmodestia, pero llevo mucho tiempo trabajando en ella. Quizá a un culto romano como a vos os parezca poca cosa al lado de la Bibliotheca Vaticana, pero creedme si os digo que aquí atesoramos textos que ni los bibliotecarios del Papa se imaginan…

– Entonces -dije cortés-, será un privilegio poder consultarlos.

Fray Alessandro inclinó la cabeza como si aceptara el elogio, al tiempo que revolvía entre sus papeles buscando algo importante.

– Antes preciso de un pequeño favor -rió entre dientes-. En realidad, me habéis caído del cielo. Para alguien como vos, entrenado en descifrar mensajes para la Secretaría de Claves, un acertijo como éste será pan comido.

El dominico me tendió un trozo de papel con algo garabateado en su anverso. Era un dibujo simple. Una burda escala musical interrumpida por una especie de nota fuera de lugar («za») y un anzuelo. Así:

– ¿Qué? -preguntó impaciente-. ¿Lo entendéis? Llevo tres días intentándolo sin éxito.

– ¿Y qué se supone que debéis hallar aquí?

– Una frase en lengua romance.

Observé aquella adivinanza sin llegar a intuir su significado. Era evidente que la clave debía estar en aquella «za» fuera de lugar. Las cosas fuera de sitio siempre tenían la respuesta, pero ¿y el anzuelo? Ordené mentalmente aquellos elementos, comenzando por la lectura de la escala y sonreí divertido.

– Es una frase, cierto -dije al fin-. Y muy sencilla.

– ¿Sencilla?

– Basta con saber leer, fray Alessandro. Veréis: Si partís de la traducción de anzuelo al romance, que es «amo», el resto del dibujo cobra sentido de inmediato. -No os entiendo.

– Es sencillo. Leed «amo» y, seguido, las notas. El fraile, dubitativo, pasó sus dedos por el dibujo: -«Lamo… re… mi… fa… sol… la… "za"… re… ¡L'amore mi fa sollazare! («El amor me causa placer.»)… -brincó-. ¡Ese Leonardo es un bribón! ¡Ya verá cuando me lo encuentre! Jugar con las notas musicales… Maledetto.

– ¿Leonardo?

La sola mención de aquel nombre me devolvió a la realidad. Había ido a la biblioteca en busca de refugio para descifrar el enigma del Agorero. Una clave que, si no nos equivocábamos, estaba muy relacionada con Leonardo, el refectorio prohibido y la obra que en él estaba ejecutando.

– ¡Ah! -exclamó el bibliotecario aún eufórico por su descubrimiento-. ¿Todavía no lo conocéis?

Negué con la cabeza.

– Es otro amante de los acertijos. A los monjes de Santa Maria nos desafía cada semana con uno. Este ha sido de los más difíciles…

– ¿Leonardo da Vinci?

– ¿Y quién si no?

– Creí… -dudé- que no hablaba mucho con los frailes.

– Eso es sólo cuando trabaja. Pero como vive aquí cerca, a menudo pasa a supervisar su obra y bromea con nosotros en los claustros. Le encantan los dobles sentidos, los equívocos, y nos hace reír con sus ocurrencias.

«Los dobles sentidos.»

Aquello, lejos de hacerme gracia, me desasosegó. Estaba allí para descifrar un mensaje que había burlado a todos los analistas de Betania. Un texto bien diferente de aquella frase picarona disfrazada por Leonardo en un pentagrama, y de cuya resolución dependían varios asuntos de Estado. ¿Cómo podía perder el tiempo con aquella cháchara intrascendente?

– Al menos -dije cortante-, vuestro amigo Leonardo y yo tenemos algo en común: nos gusta trabajar a solas. ¿Podríais dejarme un pupitre y haceros cargo de que no me moleste nadie?

Fray Alessandro entendió que no le estaba pidiendo un favor. Borró su sonrisa de triunfo de aquella cara angulosa, y asintió obediente.

– Quedaos aquí. Nadie interrumpirá vuestro estudio.

Aquella tarde, el bibliotecario cumplió su palabra. Las horas que pasé frente a los siete versos que me había entregado el maestro Torriani en Betania fueron algunas de las más solitarias que pasé en Milán. Entendía que aquel trabajo las requería como ningún otro al que me hubiera enfrentado con anterioridad. Leí de nuevo:

Oculos ejus dinumera,

sed noli voltum adspicere.

In latere nominis

mei notam rinvenies.

Contemplan et contemplata

alus tradere.

Veritas

Todo iba a ser mérito de la paciencia.

Tal y como aprendí en los talleres de Betania, apliqué a aquel galimatías las técnicas del admirable padre León Battista Alberti. Al padre Alberti le hubiera encantado mi desafío: no sólo debía desentrañar un mensaje oculto tras un texto vulgar, sino que éste probablemente me conduciría a una obra de arte con un buen misterio encerrado tras ella. Él fue el primer sabio en escribir sobre la perspectiva, era un amante del arte, poeta, filósofo, compuso una canción fúnebre para su perro y hasta diseñó la fontana de Trevi en Roma. Nuestro admirable doctor, que Dios se llevó prematuramente a la gloria, decía que para resolver cualquier enigma no importaba su clase o procedencia: había que ir de lo evidente a lo latente. Esto es, discriminar primero lo obvio, el «za», para buscar después su significado oculto. Y enunció otra ley úticlass="underline" los acertijos se resuelven siempre sin prisas, atendiendo a los detalles mínimos y dejándolos sedimentar en nuestra memoria.

En este caso particular, lo obvio, y muy obvio, era que los versos encerraban un nombre. Torriani estaba seguro, y yo, cuanto más los leía, también. Ambos creíamos que el Agorero había facilitado esa pista con la esperanza de que la Secretaría de Claves la descifrara y pudiera comunicarse con él, así que debía de existir un procedimiento de lectura que no ofreciera dudas. Por supuesto, si nuestro anónimo confidente era tan cauto como parecía, sólo los ojos de un buen contemplador lo identificarían.

Otra cosa que llamó mi atención de aquel galimatías fue el número siete. Los números suelen ser importantes en este tipo de enigmas. El poema estaba formado por siete líneas. Su extraña métrica, irregular, debía querer indicar algo. Algo así como el anzuelo de Leonardo. Y si ese «algo» era la identidad que buscaba, el texto advertía que únicamente la alcanzaría contando los ojos de alguien a quien no podía mirar a la cara. La paradoja, no obstante, me desarmó. ¿Cómo podía contar los ojos de alguien sin mirarle el rostro?

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[4] Centros de formación dominicos en los que se cursaban estudios de teología, o los célebres Trivium (gramática, retórica y dialéctica) y Quadrivium (aritmética, geometría, astronomía y música).