– ¿Y para qué, maestro?
– ¿No lo entiendes? Es un calendario. Los solsticios allí marcados señalan el inicio del invierno y del verano. Fue Julio César el primero en darse cuenta y el primero en fijar la duración del año en trescientos sesenta y cinco días y un cuarto. Él inventó el año bisiesto. [7] Y todo gracias a la observación del avance del sol sobre una línea como aquélla. Toscanelli, pues, decidió dedicarle ese ingenio. ¿Sabes cómo?
Marco se encogió de hombros.
– Colocando al inicio de su meridiana de mármol, por este orden atípico, los signos de Capricornio, Escorpio y Aries.
– ¿Y qué tienen que ver los signos del zodiaco con el homenaje a César, maestro?
Leonardo sonrió.
– Precisamente ahí está el secreto. Si tomas las dos primeras letras del nombre de cada uno de esos signos, y respetas su orden, así: ca-es-ar, tendrás el apellido oculto que buscábamos.
– Ca-es-ar… ¡Claro como el agua! ¡Es perfecto!
– Lo es.
– ¿Y algo así es lo que esconde vuestro Cenacolo, maestro?
– Algo así. Pero dudo que ese inquisidor al que tanto temes llegue a descubrirlo nunca.
– Pero…
– Y, por cierto -le atajó-, el nudo es uno de los muchos símbolos que acompañan a María Magdalena. Un día de estos te lo explicaré.
10.
Debí de quedarme dormido sobre el pupitre.
Cuando fray Alessandro me zarandeó a eso de las tres de la madrugada, justo después de los maitines, un doloroso entumecimiento se había apoderado de todo mi cuerpo.
– ¡Padre, padre! -bufó el bibliotecario-. ¿Os encontráis bien?
Algo le debí de responder, porque entre zarandeo y zarandeo el bibliotecario hizo una observación que me despertó de golpe:
– ¡Hablabais en sueños! -rió, como si aún se burlara de mi incapacidad para resolver adivinanzas-. Fray Matteo, el sobrino del prior, os ha oído balbucear no sé qué frases extrañas en latín y ha venido a avisarme a la iglesia. Creía que estabais poseído.
Alessandro me miraba con un gesto entre divertido y preocupado, encogiendo aquella nariz de garfio con la que parecía amenazarme.
– No es nada -me excusé, bostezando.
– Padre, lleváis mucho tiempo trabajando. Apenas habéis probado bocado desde que llegasteis, y de poco sirven mis desvelos por vos. ¿Estáis seguro de que no puedo ayudaros en vuestro trabajo?
– No. No es necesario, creedme -La torpeza del bibliotecario con el jeroglífico del anzuelo no auguraba una gran ayuda.
– ¿Y qué demonios era eso de Oculos ejus dinumera! Lo repetíais una y otra vez.
– ¿Decía eso? Palidecí.
– Sí. Y no sé qué sobre un lugar llamado Betania. ¿Soñáis a menudo con pasajes de la Biblia, con Lázaro el resucitado, y cosas así? Porque Lázaro era de Betania, ¿no?
Sonreí. La ingenuidad de fray Alessandro parecía no tener límites.
– Dudo que lo comprendáis, hermano.
– Intentadlo -dijo balanceándose graciosamente al compás de sus palabras. El fraile estaba a un palmo de mí, vigilándome con creciente interés, con aquella enorme nuez subiéndole y bajándole por la garganta-. A fin de cuentas, yo soy el intelectual de este convento…
Prometí satisfacer su curiosidad a cambio de algo que comer. Acababa de darme cuenta de que ni siquiera había acudido a cenar en mi primera noche en Santa Maria. Mi estómago rugía bajo los hábitos. Solícito, el bibliotecario me condujo hasta las cocinas y consiguió algunos restos de la cena anterior.
– Es panazella, padre -explicó tendiéndome un cuenco aún tibio que alivió mis manos heladas.
– ¿Panazella?
– Comed. Sopa de pepino, tomate, cebolla y pan. Os sentará bien…
Aquel mejunje espeso y aromático se deslizó como la seda en mis entrañas. Con la noche cerrada en el exterior e iluminados con la escasa luz de una vela, también devoré lo que quedaba de una excelente pasta de hojaldre seca que llamaban torroni, así como un par de higos secos. Después, con la barriga satisfecha, mis reflejos comenzaron a responder de nuevo.
– ¿Vos no coméis, fray Alessandro?
– Oh, no -sonrió el larguirucho-. El ayuno no me lo permite. Llevo así desde antes de que llegarais a esta casa.
– Comprendo.
La verdad es que no le di más importancia.
«¿Así que me he quedado dormido recordando los primeros versos de la firma del Agorero?», me reproché. No era de extrañar. Mientras agradecía a fray Alessandro sus atenciones y alababa la merecida fama de su cocina, recordé que en Betania ya habían tenido la oportunidad de comprobar que aquellos versos no procedían de ninguna cita evangélica. En realidad, tampoco se correspondían con texto alguno de Platón ni ningún otro clásico conocido, y mucho menos formaban parte de epístolas de los Padres de la Iglesia o de leyes del derecho canónico. Aquellas siete líneas desatendían los más elementales códigos de cifrado empleados por cardenales, obispos y abades, que encriptaban ya casi todas sus comunicaciones con los Estados pontificios por temor a ser espiados. Las frases rara vez eran legibles: se convertían del latín oficial a una jerga de consonantes y números gracias a unas plantillas de sustitución muy elaboradas, acuñadas en bronce por mi admirado León Battista Alberti. Por lo general, aquellas plantillas estaban formadas por una serie de ruedas superpuestas en cuyos bordes se colocaban las letras del alfabeto. Con pericia y unas instrucciones mínimas, las letras de la rueda exterior se sustituían por las de la rueda inferior, cifrando así cualquier mensaje.
Tanta precaución tenía su lógica: para la curia, la pesadilla de verse descubierta por nobles a los que odiaban o por cortesanos contra los que intrigaban había multiplicado el trabajo de Betania por cien en muy poco tiempo y nos había convertido en una herramienta imprescindible para la administración de Iglesia. Pero ¿cómo explicarle al bueno de Alessandro todo aquello? ¿Cómo confesar que la clave que me atormentaba se salía de los métodos de cifrado que conocía y que por eso me obsesionaba?
No. Oculos ejus dinumera no era de esa clase de mensajes que uno pudiera explicar sin más a un lego en códigos secretos.
– ¿Puedo preguntaros en qué estáis pensando, padre Leyre? Empiezo a creer que no me prestáis ninguna atención.
Fray Alessandro tiró de mis hábitos para reconducirme por los oscuros pasillos del convento hasta la zona de los dormitorios.
– Ahora que habéis comido -dijo en tono patriarcal, sin perder aquella mueca burlona con la que llevaba obsequiándome desde nuestro encuentro-, lo mejor será que descanséis hasta los oficios de laudes. Antes del amanecer, vendré a despertaros y me explicaréis qué os traéis entre manos. ¿De acuerdo?