Acepté de mala gana.
A aquella hora la celda estaba helada, y la sola idea de despojarme de los hábitos y meterme en un camastro húmedo y duro me aterraba más que la vigilia. Pedí al bibliotecario que encendiera la vela que descansaba sobre mi mesilla y convinimos en vernos y pasear al alba por el claustro del hospital para aclararnos ciertas cosas. No es que me sedujera la idea de compartir detalles de mi trabajo con nadie. De hecho, ni siquiera había presentado aún mis respetos al prior de Santa Maria, pero algo me decía que fray Alessandro, pese a su impericia con los enigmas, iba a resultarme de utilidad en aquel embrollo.
Vestido, me tumbé en la cama y me cubrí con la única manta de que disponía. Allí, contemplando un techo de tablas encaladas, revisé de nuevo el problema de los versos codificados. Tenía la sensación de que había pasado algún detalle por alto. Algún «za» absurdo pero fundamental. Y así, con los ojos como platos, repasé cuanto sabía sobre el origen de las frases. Si no erraba en mi apreciación y la madrugada no engañaba mi inteligencia, estaba bastante claro que el nombre de nuestro anónimo informante -o al menos su cifra- se escondía en los dos primeros versos.
Era un juego curioso. Como ocurre con ciertas palabras hebreas, algunas tienen, además de su significado, un determinativo que complementa su sentido. Los dos lemas dominicos indicaban, pues, que nuestro hombre era un predicador. De eso estaba casi seguro. Pero ¿y las frases precedentes?:
Cuéntale los ojos,
pero no le mires a la cara.
La cifra de mi nombre
hallarás en su costado.
Ojos, cara, cifra, nombre, costado…
En penumbra, con la mente extenuada, caí en la cuenta. Tal vez se trataba de otro callejón sin salida, pero de repente lo de la cifra del nombre no me resultó tan absurdo. Recordé que los judíos llamaban gematria a la disciplina que asigna a cada letra de su alfabeto un valor numérico. Juan en su Apocalipsis la empleó con gran maestría cuando escribió aquello de «el que tenga inteligencia que calcule el número de la Bestia. Pues es el número de un hombre, y ese número es 666». Y aquel 666 correspondía, en efecto, al más cruel de los varones de su tiempo: Nerón César, cuyas letras sumadas daban la terrible triple cifra. ¿Y si el Agorero era un judío converso? ¿Y si temiendo alguna represalia había ocultado su identidad precisamente por ese detalle de su vida? ¿Cuántos monjes de Santa Maria sabrían que san Juan fue iniciado en la gematria y señaló a Nerón en su libro sin poner en juego su vida?
¿Había hecho lo mismo el Agorero?
Antes de dormir, febril, trasladé aquella idea al abecedario latino. Considerando que la A (el aleph hebreo) equivale a un 1, la B (beth) a un 2, y así sucesivamente, no resultaba difícil transformar en cifras cualquier palabra. Ya sólo bastaba con sumar entre sí los números obtenidos para que el producto resultante indicara el valor numérico definitivo del término elegido. La cifra. Los judíos, por ejemplo, calcularon que el nombre completo y secreto de Yahvé sumaba 72 y los cabalistas, los magos de los números hebreos, aún complicaron más las cosas al buscar los 72 nombres de Dios. En Betania nos burlábamos a menudo de ello.
En nuestro caso, por desgracia, el asunto era más oscuro, pues incluso desconocíamos el valor numérico del nombre del autor… si es que tenía alguno. A menos que, siguiendo al pie de la letra las instrucciones de sus versos, lo pudiéramos encontrar en el costado de alguien con ojos al que no podíamos mirar a la cara.
Y con ese enigma propio de una esfinge, me dejé acunar por el sueño.
11.
Poco antes de los laudes fray Alessandro acudió puntual a mi celda. Risueño y feliz como un novicio recién ingresado. Debía de pensar que no todos los días un doctor llegado de Roma compartiría con él un enigma importante, y estaba decidido a saborear su jornada de gloria. Sin embargo, me dio la impresión de que quería hacerlo poco a poco, como si temiera que la «revelación» se acabara de repente y le dejara insatisfecho. Por eso, no sé si por cortesía o por dilatar más el placer que le producía tenerme en sus manos, el frailuco consideró que la madrugada sería un buen momento para la confesión; eso sí, después de presentarme al resto de su comunidad.
El reloj de la cúpula de Bramante dio las cinco casi al tiempo que el bibliotecario me conducía, entre tinieblas y a rastras, hacia la iglesia. El templo, situado en el extremo opuesto de las celdas, muy cerca de la biblioteca y del refectorio, constaba de una nave rectangular de dimensiones modestas, disponía de una bóveda de cañón sostenida por columnas de granito arrancadas de algún mausoleo romano y estaba cubierto del suelo al techo por frescos con motivos geométricos, ruedas radiadas y soles. El conjunto resultaba algo recargado para mi gusto.
Llegamos tarde. Apiñados contra el altar mayor, los hermanos de Santa Maria rezaban ya el tedeum bajo la tenue luz de dos enormes candelabros. Hacía frío y el vaho que expelían los frailes difuminaba sus rostros como una espesa y misteriosa niebla. Alessandro y yo nos arrimamos a una de las pilastras del templo y los observamos desde una cómoda distancia.
– Ese de la esquina -murmuró el bibliotecario señalando un fraile canijo, de ojos almendrados y pelo blanco encrespado- es el prior Vicenzo Bandello. Ahí donde lo veis, es docto entre los doctos. Lleva años combatiendo contra los franciscanos y su idea de la inmaculada concepción de la Virgen… Aunque, la verdad, muchos creen que lleva las de perder.
– ¿Estudió teología?
– Desde luego -asintió con firmeza-. A su derecha, el mozo moreno y de cuello largo es su sobrino Matteo.
– Sí, lo he visto.
– Todos creen que algún día será un escritor de renombre. Y un poco más allá, junto a la puerta de la sacristía, están los hermanos Andrea, Giuseppe, Lucca y Jacopo. No son sólo hermanos en el sentido metafórico; también son hijos de la misma madre. Miré aquellos rostros uno a uno, tratando de memorizar sus nombres.
– Me dijisteis que sólo unos pocos leen y escriben con fluidez, ¿verdad? -inquirí.
Fray Alessandro no pudo apreciar la intención que escondía mi pregunta. Si era capaz de responder con precisión me permitiría descartar de golpe a un buen número de sospechosos. El perfil del Agorero se correspondía con un hombre culto, instruido en múltiples disciplinas y bien situado en la corte del dux. A esas alturas creía que las probabilidades de que fracasaran mis esfuerzos por reventar la clave eran elevadas -aún me dolía la proverbial torpeza con la que examiné la adivinanza musical de Leonardo-, y si todo salía mal no me quedaría otro remedio que encontrar a su autor por la vía de la deducción. O de la suerte.
El bibliotecario paseó su mirada por los congregados, tratando de recordar sus habilidades con el alfabeto:
– Veamos… -barruntó-: fray Guglielmo, el cocinero, lee y recita poesía. Benedetto, el tuerto, trabajó como copista muchos años. El buen monje perdió su ojo tratando de escapar de un asalto a su anterior convento, en Castelnuovo, mientras protegía una copia de un libro de horas. Desde entonces siempre está de malhumor. Protesta por todo, y nada de lo que hagamos por él parece satisfacerle.