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– ¿Y el niño?

– Matteo, ya os lo dije, escribe como los ángeles. Tiene sólo doce años, pero es un joven despierto y muy inquieto… Y dejadme ver -el bibliotecario titubeó de nuevo-: Adriano, Esteban, Nicola y Jorge aprendieron a leer conmigo. Y Andrea y Giuseppe también.

En pocos segundos, la nómina de candidatos se había desbordado. Debía probar otra estrategia.

– Y, decidme, ¿quién es el fraile guapo, ese alto y fuerte de la izquierda? -pregunté curioso.

– ¡Ah! Ése es Mauro Sforza, el enterrador. Siempre se esconde detrás de algún hermano, como si temiera que lo reconociesen.

– ¿Sforza?

– Bueno… Es un primo lejano del Moro. Hace tiempo que el dux nos pidió el favor de que lo admitiéramos en el convento y lo tratáramos como a uno más. Nunca habla. El aspecto de asustado que le veis lo acompaña siempre, y dicen las malas lenguas que es por lo que le pasó a su tío materno Gian Galeazzo.

– ¿Gian Galeazzo? -salté-. ¿Queréis decir Gian Galeazzo Sforza?

– Sí, sí. El legítimo duque de Milán, muerto hace tres años. El mismo al que envenenó el Moro para quedarse con el trono. El pobre fray Mauro era quien cuidaba de Gian Galeazzo antes de que lo enviaran aquí, y seguro que fue él quien le administró el brebaje de leche caliente, vino, cerveza y arsénico que le fundió el estómago y lo mató en tres días de agonía.

– ¿El lo mató?

– Digamos que lo usaron para cometer el crimen. Pero eso -sopló entre dientes, satisfecho de poder sorprenderme- es secreto de confesión; ya me entendéis.

Observé a Mauro Sforza con disimulo, compadeciéndome de su triste destino. Abandonar la vida palaciega a la fuerza y cambiarla por otra en la que sólo disponía de un hábito de lana áspera, una muda y dos pares de sandalias debía de haber sido un duro trago para el muchacho.

– ¿Y escribe?

Alessandro no respondió. Me empujó hasta el corrillo no sólo para integrarnos en los rezos sino para beneficiarnos del calor del grupo. El abad inclinó la cabeza a modo de saludo nada más verme y prosiguió con sus oraciones. Éstas se prolongaron hasta que el primer rayo de sol atravesó el rosetón de ladrillo y vidrio que se abría sobre la puerta principal. No puedo decir que mi llegada causara sensación en la comunidad porque, aparte del prior, de perfil aguileño y aspecto vigilante, dudo que ningún otro fraile reparase en mí. Sí noté que el padre Bandello taladró con un gesto a mi atento guía, que, incómodo, desvió sus pasos hacia otro lado.

Es más, en cuanto el prior impartió su bendición desde el altar a todos los presentes, fray Alessandro me urgió a despegarnos del grupo y a seguirlo hasta el claustro del hospital.

A aquellas horas, los pocos enfermos que pernoctaban en él dormían aún, confiriendo al patio de ladrillo rojo un aspecto lóbrego.

– Ayer dijisteis que conocíais bien al maestro Leonardo… -comenté. Estaba seguro de que la tregua que me había concedido antes de comenzar a asaetearme a preguntas estaba a punto de expirar.

– ¡Y quién no lo conoce aquí! Ese hombre es un prodigio. Un prodigio extraño, una criatura de Dios única.

– ¿Extraño?

– Bueno, digamos que es anárquico en sus costumbres. Nunca sabes si viene o se va, si tiene intención de pintar en el refectorio o sólo desea reflexionar frente a su obra y rastrear nuevos fallos en el revoque o errores en los rasgos de sus personajes. Se pasa el día con sus taccuini [8] encima, anotándolo todo.

– Meticuloso…

– No, no. Es desordenado e impredecible, pero tiene una curiosidad insaciable. Al tiempo que trabaja en el refectorio, imagina todo tipo de locuras para mejorar la vida del convento: palas automáticas para roturar el huerto, conducciones de agua hasta las celdas, palomares que se limpien solos…

– Lo que está pintando es una Última Cena, ¿verdad? -le interrumpí.

El bibliotecario avanzó hasta el magnífico brocal de granito que adornaba el centro del claustro del hospital y me miró como si fuera un bicho raro:

– Aún no la habéis visto, ¿no es cierto? -sonrió como si ya supiera la respuesta. Casi como si se apiadara de mi condición-. Lo que el maestro Leonardo está terminando en el refectorio no es una Última Cena, padre Agustín; es La Última Cena. Lo entenderéis cuando la tengáis frente a vuestros ojos.

– Entonces, es un ser extraño pero virtuoso.

– Veréis -me corrigió-: cuando meser Leonardo llegó a esta casa hace tres años y comenzó los preparativos para el Cenacolo, el prior desconfiaba de él. De hecho, como encargado de los archivos de Santa Maria y responsable de nuestro futuro scriptorium, me encargó que escribiera a Florencia para averiguar si el toscano era un artista de confianza, cumplidor con los plazos y perfeccionista en su trabajo, o uno de esos buscadores de fortunas que dejan todo a medias y con los que hay que pleitear para conseguir que acaben su obra.

– Pero, si no me equivoco, venía recomendado por el dux en persona.

– Eso es cierto. Aunque para nuestro abad eso no era garantía suficiente.

– Está bien, continuad. ¿Qué descubristeis? ¿Era preciso o caótico?

– ¡Las dos cosas!

Hice ademán de no entender.

– ¿Las dos cosas?

– ¿No os dije que era extraño? Como pintor es, sin duda, el más extraordinario que se haya visto jamás, pero es a la vez el más rebelde. Le cuesta un imperio terminar a tiempo una obra; en realidad, jamás lo ha hecho. Y lo que es peor, le dan igual las instrucciones de sus mecenas. Siempre pinta lo que le viene en gana.

– No puede ser.

– Lo es, padre. Los monjes del monasterio de San Donato a scopeto, muy cerca de Florencia, le encargaron hace quince años un cuadro sobre la Natividad de Nuestro Señor… ¡que aún está por acabar! ¿Y sabéis lo peor? Que Leonardo alteró aquella escena hasta el límite de lo tolerable. En lugar de pintar una adoración de los pastores al niño Jesús, el maestro comenzó una tabla que llamó La Adoración de los Magos (Hoy en los Uffizi de Florencia) y la llenó de personajes retorcidos, de caballos y hombres haciendo extraños gestos al cielo, que no aparecen descritos en los Evangelios.

Contuve un escalofrío.

– ¿Estáis seguro?

– Nunca miento -saltó-. Pero habéis de saber que eso no es nada.

¿Nada? Si lo que fray Alessandro insinuaba era cierto, el Agorero se había quedado corto en sus temores: aquel diablo de Vinci había recalado en Milán dejando atrás graves antecedentes de manipulación de obras de arte. Algunas de las frases lapidarias que había leído en los anónimos comenzaban a retumbar en mi mente como truenos que amenazan tormenta. Lo dejé continuar:

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[8] Pequeños cuadernos de notas.