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– ¿Y fray Alessandro lo ayuda?

– ¿Fray Alessandro? -repitió-. ¡Él es de los que se sientan a la mesa a comer! Leonardo dice que aprovecha entonces para estudiar sus siluetas y cómo pintará lo que comen, pero ¡nadie le ha visto hacer otra cosa que zamparse nuestras reservas!

Matteo se rió divertido.

– La verdad -añadió- es que mi tío ha escrito varias veces al dux protestando por estos abusos del toscano, pero el dux no le ha hecho ni caso. Si sigue así, Leonardo terminará por dejarnos sin cosecha.

13.

Los viernes 13 nunca fueron del agrado de los milaneses. Más permeables a las supersticiones francesas que otros latinos, las jornadas que unían el quinto día de la semana con el fatídico lugar que ocupaba Judas en la mesa de la Última Cena les recordaban efemérides traumáticas. Sin ir más lejos, fue un viernes 13 de octubre de 1307 cuando los templarios fueron detenidos en Francia por orden de Felipe IV el Hermoso. Entonces se les acusó de negar a Cristo, de escupir sobre su crucifijo, de intercambiar besos obscenos en lugares de culto y de adorar a un extravagante ídolo al que llamaban Bafomet. La desgracia en la que cayó la orden de los caballeros de los mantos blancos fue tal, que desde aquella jornada todos los viernes 13 fueron tenidos por días de mal fario.

El decimotercer día de enero de 1497 no iba a ser la excepción.

A mediodía, una pequeña muchedumbre se agolpaba a las puertas del convento de Santa Marta. La mayoría había cerrado antes de tiempo sus negocios de sedas, perfumes o lanas en la plaza del Verzaro, detrás de la catedral, con tal de no perderse la señal. Parecían impacientes. El anuncio que les había atraído hasta allí era singularmente preciso: antes del ocaso, la sierva de Dios Veronica da Benascio entregaría su alma a Dios. Lo había profetizado ella misma con la seguridad de que hizo gala antes de predicar tantas otras desgracias. Recibida por príncipes y papas, tenida por santa en vida por muchos, su última hazaña había sido ganarse la expulsión del palacio del Moro hacía sólo dos meses. Las malas lenguas decían que pidió ser recibida por donna Beatrice d'Este para anunciarle su fatal destino, y que ésta, fuera de sí, mandó encerrarla en su convento para no volver a verla jamás.

Marco d'Oggiono, el discípulo predilecto del maestro Leonardo, la conocía bien. Había visto al toscano departir con ella a menudo. A Leonardo le gustaba discutir con la religiosa sus extrañas visiones de la Virgen. Anotaba no sólo lo que le decía, sino que a menudo le había sorprendido bosquejando detalles de su rostro angelical, de sus ademanes dulces y su porte doliente, que después trataba de trasladar a sus tablas. Por desgracia, si sor Verónica no erraba, tales confidencias terminarían aquel viernes. Sin almorzar, Marco arrastró al toscano hasta el lecho mortuorio de la religiosa, consciente de que no les quedaba mucho tiempo.

– Os agradezco que hayáis decidido venir. La hermana Veronica agradecerá poder veros por última vez -susurró el discípulo al maestro.

Leonardo, impresionado por el olor a incienso y aceites de aquella pequeña celda, contempló admirado el rostro marmóreo de la beata. La pobre apenas podía abrir sus ojos.

– No creo que yo pueda hacer nada por ella -dijo.

– Lo sé, maestro. Fue ella la que insistió en veros.

– ¿Ella?

Leonardo inclinó su cabeza hasta situarla cerca de los labios de la moribunda. Llevaban un buen rato temblando, como si murmuraran una letanía apenas audible. El párroco de Santa Marta, que ya había extendido los santos óleos sobre sor Verónica y rezaba el santo rosario junto a ella, dejó que el visitante se acercara un poco más.

– ¿Todavía pintáis gemelos en vuestras obras?

El maestro se extrañó. La monja le había reconocido sin molestarse siquiera en abrir los ojos.

– Pinto lo que sé, hermana.

– ¡Ah, Leonardo! -bisbiseó-. No creáis que no me he dado cuenta de quién sois. Lo sé perfectamente. Aunque a estas alturas de mi vida no vale la pena litigar ya con vos.

Sor Verónica hablaba muy despacio, con un tono imperceptible que al toscano le costaba entender.

– Vi vuestro retablo de la iglesia de San Francesco, vuestra madonna.

– ¿Y os gustó?

– La Virgen, sí. Sois un artista con un gran don. Pero los gemelos, no… Decidme, ¿los habéis corregido?

– Lo hice, hermana. Tal y como me pidieron los hermanos franciscanos.

– Tenéis fama de testarudo, Leonardo. Hoy me han dicho que habéis vuelto a pintar gemelos en el refectorio de los dominicos. ¿Es eso cierto?

Leonardo se irguió, atónito.

– ¿Habéis visto el Cenacolo, hermana?

– No. Pero vuestro trabajo se comenta mucho. Deberíais saberlo.

– Ya os lo he dicho antes, sor Verónica: sólo pinto aquello de lo que estoy seguro.

– Entonces, ¿por qué insistís en incluir gemelos en vuestras obras para la Iglesia?

– Porque los hubo. Andrés y Simón fueron hermanos. Lo dicen san Agustín y otros grandes teólogos. Al apóstol Santiago lo confundían a menudo con Jesús por el enorme parecido que se tenían. Y nada de eso lo he inventado yo. Está escrito.

La monja dejó de susurrar.

– ¡Ay, Leonardo! -gritó-. ¡No incurráis en el mismo error que en San Francesco! La misión de un pintor no es confundir al fiel, sino mostrarle con claridad los personajes que le han sido encomendados.

– ¿Error? -Leonardo alzó la voz sin querer. Marco, el párroco y las dos hermanas que atendían a la moribunda se giraron hacia él-. ¿Qué error?

– ¡Vamos, maestro! -gruñó la moribunda-. ¿Acaso no os acusaron de confundir en vuestra tabla a san Juan con Jesús? ¿Por ventura no los retratasteis como si fueran dos gotas de agua? ¿No tenían el mismo pelo rizado, los mismos mofletes y casi el mismo gesto? ¿No inducía vuestra obra a una perversa confusión entre Juan y Cristo?

– Esta vez no sucederá, hermana. No en el Cenacolo.

– ¡Pero me dicen que ya habéis pintado a Santiago con el mismo rostro de Jesús!

Todos oyeron la protesta de sor Verónica. Marco, que aún soñaba con demostrar al maestro que sería capaz de descifrar los secretos de su obra, prestó atención:

– No hay confusión posible -replicó Leonardo-. Jesús es el eje de mi nueva obra. Es una enorme «A» en el centro del mural. Un alfa gigante. El origen de toda mi composición.

D'Oggiono se acarició el mentón meditabundo. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Si repasaba mentalmente La Ultima Cena, Jesús, en efecto, parecía una enorme «A» mayúscula.

– ¿Una «A»? -sor Verónica bajó la voz. Aquello le extrañó-. ¿Y puede saberse qué habéis escrito esta vez en vuestra obra, Leonardo?

– Nada que los verdaderos fieles no puedan leer.

– La mayoría de los buenos cristianos no saben leer, maestro.

– Por eso pinto para ellos.

– ¿Y eso os ha dado derecho a incluiros entre los Doce?