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El Agorero logró sorprenderme. Fuera quien fuese el hombre que se escondía tras esas revelaciones, las había llevado más lejos de lo que yo me hubiera atrevido jamás. Como me advirtió el archivero, parecía tener ojos en todas partes. Ya no sólo en Milán, sino en la propia Roma, ya que algunas de sus últimas cartas venían encabezadas por un «Augur dixit» que nos desconcertó. ¿A qué clase de confidente nos enfrentábamos? ¿Quién sino alguien muy introducido en la curia podría conocer cómo le llamaban los escribanos de Betania? Ninguno supimos a quién señalar.

Por aquellos días, el convento al que se refería en sus mensajes, el de Santa María delle Grazie, estaba en obras. El duque de Milán había designado a los mejores arquitectos del momento para su edificación: a Bramante le encargó la tribuna de la iglesia, a Cristoforo Solari los interiores, y no escatimó un ducado en pagar a los mejores artistas para que decorasen cada uno de sus muros. Quería convertir nuestro templo en el mausoleo de su familia, el lugar de reposo eterno que inmortalizaría su memoria por los siglos de los siglos.

Sin embargo, lo que para los dominicos era un privilegio, para el autor de aquellas cartas era una terrible maldición. Anunciaba grandes penalidades para el Papa si nadie ponía fin a aquel proyecto y auguraba una época negra, fatal, para Italia entera. El anónimo remitente de aquellos mensajes se había ganado a pulso, en efecto, el sobrenombre de Agorero. Su visión de la cristiandad no podía ser más nefasta.

4.

Nadie prestó oídos a aquel anónimo diablo hasta la mañana en la que llegó su decimoquinta misiva.

Ese día, fray Giovanni Gozzoli, mi asistente en Betania, irrumpió en el scriptorium en medio de grandes alharacas. Agitaba en el aire un nuevo mensaje del Agorero, y ajeno a las miradas reprobatorias de los monjes que allí estudiábamos, enfiló sus pasos hacia mi pupitre:

– Fray Agustín, ¡debéis ver esto! ¡Debéis leerlo de inmediato!

Nunca había visto a fray Giovanni tan alterado. El joven fraile dejó caer la nueva carta sobre mis papeles y con la voz muy afectada susurró:

– Es increíble, padre. In-cre-í-ble.

– ¿Qué es increíble, hermano?

Gozzoli tomó aire:

– La carta. Esta carta… El Agorero… El maestro Torriani me ha pedido que la leáis de inmediato.

– ¿El maestro?

El piadoso Gioacchino Torriani, trigesimoquinto sucesor de santo Domingo de Guzmán en la Tierra y máximo responsable de nuestra orden, nunca había tomado en serio aquellos anónimos. Los había despachado con indiferencia, y en alguna ocasión hasta me había recriminado que les dedicara mi tiempo. ¿Por qué había cambiado de actitud? ¿Por qué me enviaba esa nueva carta con el ruego de que la estudiara de inmediato?

– El Agorero… -Gozzoli tragó saliva.

– El Agorero ha descubierto en qué consiste el plan.

– ¿El plan?

La mano de fray Giovanni sostenía aún el mensaje. Temblaba por el esfuerzo. La carta, un pliego de tres cuartillas con el sello de lacre roto, descendió suavemente sobre mi escritorio.

– El plan del Moro -susurró mi secretario, como si dejara una pesada carga-. ¿No lo entendéis, fray Agustín? Explica lo que pretende hacer realmente en Santa Maria delle Grazie. ¡Quiere hacer magia!

– ¿Magia? -No salía de mi asombro.

– ¡Leedla!

Me sumergí en el mensaje allí mismo. No había duda de que la carta la había escrito la misma persona que las anteriores: sus mismos encabezamientos y caligrafía delataban a su autor. -¡Leedla, hermano! -insistió.

Pronto comprendí tanta insistencia. El Agorero volvía a revelar algo que nadie esperaba oír. Retrocedía a casi sesenta años atrás, a los tiempos del papa Eugenio IV, cuando el patriarca de Florencia Cosme de Médicis, llamado el Viejo, decidió financiar un concilio que podría haber cambiado para siempre el rumbo de la cristiandad. Era una vieja historia. Al parecer, Cosme propició un infructuoso encuentro entre delegaciones diplomáticas muy dispares, que duró varios años, con el que pretendía lograr la reunificación de la Iglesia oriental y la de Roma. Los turcos amenazaban entonces con extender su influencia sobre el Mediterráneo y había que detenerlos como fuera. Al viejo banquero se le ocurrió la peregrina idea de unir a todos los cristianos bajo una misma cabeza y plantar cara al enemigo común con la fuerza de la fe. Pero su plan fracasó.

O no.

Lo que el Agorero revelaba en aquel mensaje es que existió una agenda secreta detrás del concilio. Un objetivo enmascarado cuyos efectos todavía se dejaban sentir seis décadas después en Milán. Según él, además de las discusiones políticas de la época, Cosme de Médicis empleó buena parte de su tiempo en negociar con las delegaciones venidas de Grecia y Constantinopla la compra de libros antiguos, instrumentos ópticos y hasta manuscritos atribuidos a Platón o Aristóteles que se creían perdidos. Los mandó traducir todos sin excepción, y de ellos aprendió cosas sorprendentes. Así descubrió que ya en Atenas creían en la inmortalidad del alma y sabían que los cielos eran los responsables de todo cuanto se movía en la Tierra. Entendámonos bien: los atenienses no creían en Dios, sino en la influencia de los cuerpos celestes. Y es que, según aquellos despreciables tratados, los astros influían sobre la materia gracias a un «calor espiritual» parecido al que conecta cuerpo y alma en los seres humanos. Aristóteles habló de ello después de aprenderlo de las crónicas de la Edad de Oro, y Cosme se fascinó con sus lecciones.

Según el Agorero, el viejo banquero fundó una Academia al estilo de las antiguas, sólo para enseñar estos secretos a los artistas. Por culpa de aquellas lecturas, estaba convencido de que el diseño de obras de arte era una ciencia exacta. Una obra confeccionada con arreglo a ciertas claves sutiles actuaría como reflejo de las fuerzas cósmicas y podría ser utilizada para proteger o destruir a quien la poseyera. [1]

– ¿Qué? ¿Os habéis dado cuenta ya, fray Agustín? -la pregunta de Gozzoli me sacó del aturdimiento-. ¡El Agorero dice que el arte puede emplearse como arma!

En efecto. Un párrafo más abajo, el mensaje hablaba de la fuerza de la geometría. El número, la armonía, el sonido, eran elementos que podían aplicarse a una obra de arte para que irradiara influencias benéficas a su alrededor. Pitágoras, uno de los griegos defensores de la Edad de Oro que deslumbró a Cosme de Médicis, decía que «los únicos dioses comprobables son los números». El Agorero los maldecía a todos.

– Un arma -siseé-. Un arma que el Moro pretende ocultar en Santa María delle Grazie.

– ¡Exacto! -Gozzoli estaba ufano-. Eso es justo lo que dice. ¿No es increíble?

Comenzaba a entender el repentino interés del maestro Torriani en todo esto. Años atrás, nuestro amado superior general había condenado los trabajos del pintor Sandro Botticelli por culpa de una sospecha similar. Lo acusó de emplear imágenes inspiradas en cultos paganos para ilustrar obras de la Iglesia, aunque su denuncia encerró algo más. Gracias a los informadores de Betania, Torriani supo que Botticelli, en la Villa di Castello de la familia Médicis, había representado la llegada de la primavera utilizando una técnica «mágica». Las ninfas que bailaban en el cuadro habían sido dispuestas como las piezas de un gigantesco talismán. Más tarde Torriani averiguó que Lorenzo di Pierfrancesco, el patrón de Botticelli, le había pedido un amuleto contra el envejecimiento. El cuadro era el remedio mágico solicitado. En realidad, encerraba todo un tratado contra el paso del tiempo que incluía a la mitad de las divinidades del Olimpo danzando contra el avance de Cronos. ¡Y pretendían hacer pasar por devota una obra así, proponiéndola como decoración para una capilla florentina!

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[1] Quienes participaron de esos secretos antes que Cosme el Viejo fueron los constructores de catedrales góticas, que recibieron su información de Oriente mucho antes de que ésta fuera exportada a Florencia. En una novela anterior, Las puertas templarías (Martínez Roca, 2000), explico cómo se produjo aquel trasvase de sabiduría ancestral.