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Nuestro maestro general descubrió la infamia a tiempo. La clave se la dio una de las ninfas de la Primavera, Chloris, pintada con un ramo de enredadera saliéndole de la boca. Era el símbolo inequívoco del «lenguaje verde» de los alquimistas, de esos buscadores de la eterna juventud embebidos de ideas espurias a los que el Santo Oficio perseguía por doquiera que emergiesen. Aunque en Betania jamás logramos descifrar los detalles de ese misterioso lenguaje, la sospecha bastó para que el cuadro no llegara a mostrarse nunca en una iglesia.

Pero ahora, si el Agorero estaba en lo cierto, esta historia amenazaba con repetirse en Milán.

– Decidme, hermano Giovanni, ¿sabéis por qué el maestro Torriani me pide que estudie este mensaje?

Mi asistente, que ya había tomado asiento en un pupitre contiguo y se distraía mirando un libro de horas recién iluminado, puso cara de no entender la pregunta:

– ¿Cómo? ¿No habéis llegado al final de la carta?

Volví a fijar los ojos en ella. En el último párrafo, el Agorero hablaba de la muerte de Beatrice d'Este y de lo mucho que ésta aceleraría la consecución del plan mágico del Moro.

– No veo nada de particular, querido Giovannino -protesté.

– ¿No os llama la atención que cite la muerte de la duquesa en términos tan explícitos?

– ¿Y por qué habría de hacerlo?

El padre Gozzoli bufó:

– Porque el Agorero fechó y envió esta carta el 30 de diciembre. Dos días antes del mal parto de donna Beatrice.

5.

– ¿Me juráis, pues, que habéis escondido un secreto en este muro?

Marco d'Oggiono se rascaba la barbilla, perplejo, mientras echaba un nuevo vistazo al mural que pintaba el maestro. Leonardo da Vinci se divertía con aquellos juegos. Cuando estaba de buen humor, y ese día lo estaba, era difícil encontrar en él al afamado pintor, inventor, constructor de instrumentos musicales e ingeniero, favorito del Moro y aplaudido en media Italia. Aquella fría mañana, el maestro tenía mirada de niño travieso. Aun a sabiendas de que contrariaba a los frailes, había aprovechado la calma tensa que vivía Milán tras la muerte de la princesa para inspeccionar su trabajo en el refectorio de los padres dominicos. Estaba allá arriba, satisfecho entre apóstoles, encaramado en un andamio de seis metros de altura y saltando de tabla en tabla como un chaval.

– ¡Desde luego que hay un secreto! -gritó. Su risa contagiosa retumbó en las bóvedas vacías de Santa Maria delle Grazie-. No tenéis más que mirar con atención mi obra y tener en cuenta los números. ¡Contad! ¡Contad! -rió.

– Pero maestro…

– Está bien -Leonardo sacudió la cabeza, condescendiente, arrastrando la última sílaba a modo de protesta-. Veo que enseñarte será difícil. ¿Por qué no tomas la Biblia que hay ahí abajo, junto a la caja de pinceles, y lees el capítulo trece de Juan, a partir del versículo veintiuno? Tal vez así encuentres la iluminación.

Marco, uno de los jóvenes y apuestos discípulos del toscano, corrió en busca del libro sagrado. Lo tomó del atril que estaba arrinconado junto a la puerta y lo sopesó. Debía de pesar varias libras. Marco, con esfuerzo, hojeó aquel ejemplar impreso en Venecia, de pastas de cuero negrísimo y repujado en cobre, hasta que el Evangelio de Juan se abrió frente a él. Era una edición hermosa, con grabados florales en el encabezamiento, cuajado de letras góticas grandes y negras.

– «Dicho esto -comenzó a recitar-, se turbó Jesús en su espíritu y lo demostró diciendo: "En verdad, en verdad os digo que uno de vosotros me traicionará". Se miraban los discípulos unos a otros, sin saber de quién hablaba. Uno de ellos, el amado de Jesús, estaba recostado en Su seno. Simón Pedro le hizo señal diciéndole: "Pregúntale de quién habla".»

– ¡Ya! ¡Ya está bien! -tronó Leonardo desde el andamio-. Mira ahora hacia aquí y dime: ¿aún no entiendes mi secreto?

El discípulo negó con la cabeza. Marco ya sabía que el maestro tenía listo algún truco:

– Meser Leonardo -un tono de franca decepción presidió su reproche-, ya sé que estáis trabajando en este pasaje evangélico. No me reveláis nada nuevo mandándome leer la Biblia. Lo que yo quiero es saber la verdad.

– ¿La verdad? ¿Qué verdad, Marco?

– En la ciudad se rumorea que tardáis tanto en terminar esta obra porque queréis ocultar algo importante en ella. Habéis rechazado la técnica del fresco por otra nueva y más lenta. ¿Por qué? Yo os lo diré: porque así podéis pensar mejor lo que queréis transmitir.

Leonardo no pestañeó.

– ¡Conocen vuestro gusto por los misterios, maestro, y yo también quiero conocerlos todos…! Tres años a vuestro lado, preparando mezclas y auxiliando vuestras manos con los bocetos y los cartones creo que deberían darme alguna ventaja sobre los de ahí fuera, ¿no?

– Ya, ya. Pero ¿quién dice todas esas cosas, si puede saberse?

– ¿Quién, maestro? ¡Todos! ¡Hasta los monjes de esta santa casa paran a menudo a vuestros discípulos y les preguntan!

– ¿Y qué comentan, Marco? -volvió a bramar desde lo alto, cada vez más divertido.

– Que si vuestros Doce no son verdaderos retratos de los apóstoles, como los pintaría fray Filippo Lippi o Crivelli, que si reflejan las doce constelaciones del zodiaco, que si habéis escondido en los gestos de sus manos las notas de una de vuestras partituras para el Moro… Dicen de todo, maestro.

– ¿Y tú?

– ¿Yo?

– Sí, sí, tú. -Otra sonrisa picara volvió a iluminar el rostro de Leonardo-. Teniéndome tan cerca, trabajando todos los días en una sala tan magnífica, ¿a qué conclusión has llegado?

Marco alzó la vista hacia la pared en la que el toscano daba algunos retoques con un pincel de cerdas finísimas. El muro norte acogía la representación de la Última Cena más extraordinaria que Marco hubiera visto jamás. Allí estaba Jesús, presente en carne y hueso, en el centro exacto de la composición. Tenía la mirada lánguida y los brazos extendidos, como si estudiara de reojo las reacciones de sus discípulos a la revelación que acababa de hacerles. A su lado estaba Juan, el amado, que escuchaba a Pedro susurrarle. Si se afinaban los sentidos, casi podía vérseles mover los labios. ¡Eran tan reales!