Pero Juan ya no estaba recostado sobre el maestro como decía el Evangelio. Incluso daba la impresión de no haberlo estado jamás. Al otro lado de Cristo, Felipe, el gigante, se mantenía en pie hundiendo sus manos en el pecho. Parecía interrogar al Mesías: «¿Acaso soy yo el traidor, Señor?». O Santiago el Mayor, que sacaba pecho cual guardaespaldas, jurándole lealtad eterna. «Nadie te hará daño mientras yo esté cerca», fanfarroneaba.
– ¿Y bien, Marco? Aún no te has pronunciado.
– No sé, maestro… -titubeó-. Esta obra vuestra tiene algo que me desconcierta. Es tan, tan…
– ¿Tan…?
– Tan próxima, tan humana, que me deja sin palabras.
– ¡Bien! -aplaudió Leonardo, secándose las manos en el mandil-. ¿Lo ves? Sin pretenderlo, ya estás más cerca de mi secreto.
– No os entiendo, maestro.
– Y tal vez no lo logres nunca -sonrió-. Pero escucha lo que voy a decirte: todo en la naturaleza guarda algún misterio. Las aves nos ocultan las claves de su vuelo, el agua encierra a buen recaudo el porqué de su extraordinaria fuerza… Y si lográsemos que la pintura fuera un reflejo de esa naturaleza, ¿no sería justo incorporar en ella esa misma y enorme capacidad para custodiar información? Cada vez que admires una pintura recuerda que te adentras en la más sublime de las artes. No te quedes nunca en su superficie: penetra en la escena, muévete entre sus elementos, descubre los ángulos inéditos, husmea en la trastienda… y así alcanzarás su verdadero significado. Pero, te lo advierto: se necesita valor para ello. No pocas veces lo que encontramos en un mural como éste dista mucho de lo que esperábamos hallar. Dicho queda.
6.
Fray Giovanni cumplió sin titubear la segunda parte de la misión que le encomendó el maestro general.
Después de nuestra conversación y de mostrarme la última carta del Agorero, regresó a la casa madre de la orden, dejando Betania antes del anochecer. Torriani le había ordenado que volviera para informarle de mi reacción. En especial quería saber qué opinión me merecían los rumores que hablaban de graves anomalías en las obras de acondicionamiento de Santa María delle Grazie. Mi asistente debió de transmitirle mi mensaje, claro y escueto: si finalmente se tomaban en cuenta mis viejos temores y se le sumaban como probables las revelaciones del Agorero, había que localizar a ese sujeto en Milán y conocer de su mano el alcance de los proyectos secretos que el dux tenía para aquel convento.
– En especial -insistí a fray Giovanni-, habrá que examinar los trabajos de Leonardo da Vinci. En Betania ya tenemos constancia de su afición a enmascarar ideas heterodoxas en obras de apariencia piadosa. Leonardo trabajó muchos años en Florencia, mantuvo contacto con los descendientes de Cosme el Viejo, y entre todos los artistas que trabajan en Santa María es el más proclive a participar de las ideas del Moro.
Gozzoli sumó mi otra gran preocupación a su informe para el maestro Torriani: le insistí en la necesidad de abrir una investigación sobre la muerte de donna Beatrice. El vaticinio tan preciso del Agorero sugería la existencia de algún siniestro plan ocultista, tal vez ideado por el duque Ludovico o por sus pérfidos asesores, para implantar una república pagana en el corazón de Italia. Aunque no tenía mucho sentido que el dux mandara asesinar a su esposa y a su futuro heredero, la mentalidad de los adeptos a las ciencias ocultas discurría a menudo por senderos impredecibles. No era la primera vez que oía hablar de la necesidad de sacrificar a una víctima notable antes de emprender una gran obra. Los antiguos, esos bárbaros de la Edad de Oro, lo hacían a menudo.
Supongo que mi determinación animó a Torriani.
El maestro general avisó al hermano Gozzoli de sus intenciones y a la mañana siguiente, con la escarcha aún cayendo sobre Roma, abandonó sus dependencias en el monasterio de Santa María sopra Minerva dispuesto a atajar de raíz aquel problema.
Desafiando los accesos nevados a la Ciudad Eterna, Torriani ascendió hasta el cuartel de Betania en mulo y solicitó entrevistarse conmigo a la mayor brevedad. Aún ignoro qué términos empleó el hermano Gozzoli para informarle de mis ideas, pero era evidente que le había impresionado. Jamás había visto así a nuestro maestro: dos bolsas amoratadas caían a plomo bajo su mirada gris, apagándola; su espalda parecía socavarse bajo el peso de una responsabilidad plúmbea, devorando poco a poco su carácter alegre y hundiendo unos hombros que también languidecían por momentos. Torriani, mentor, guía y viejo amigo, apuraba lo que le quedaba de vida con las huellas de la decepción grabadas en el rostro. Y aun con todo, tras el brillo de sus ojos se apreciaba una sensación de urgencia:
– ¿Podéis atender a un pobre siervo de Dios, mojado y enfermo? -dijo nada más verme en el atrio de Betania.
Mentiría si jurase que no me sorprendió encontrármelo allí tan temprano. Había ascendido hasta nuestro cuartel solo, sin séquito, con una manta sobre los hábitos y las sandalias cubiertas por sendas pieles de conejo. Si el superior de la Orden de Santo Domingo abandonaba así nuestra casa madre y su parroquia, y cruzaba la ciudad en pleno temporal para reunirse con el responsable de su servicio de información, el asunto debía ser gravísimo. Y aunque su rostro sombrío invitaba a entrar en conversación cuanto antes, no me atreví a preguntarle nada. Aguardé a que se quitara sus harapos y apurase la copa de vino caliente que le ofrecimos. Subimos a mi pequeño estudio, un recinto oscuro atestado de cajas y manuscritos desde el que se dominaba toda Roma, y apenas se cerró la puerta el padre Torriani confirmó mis temores:
– ¡Claro que he venido por esas dichosas cartas! -protestó, enarcando sus cejas blancas-. ¿Y vos me preguntáis quién creo que es su autor? ¿Precisamente vos, padre Leyre?
Torriani aspiró hondo. Su naturaleza enclenque luchaba por entrar en calor, mientras el vino iba entonándolo poco a poco. Afuera la nieve arreciaba sobre el valle.
– Mi impresión -continuó- es que nuestro hombre tiene que ser alguien del séquito del dux o, en su defecto, algún hermano del nuevo convento de Santa María delle Grazie. Se trata de una persona que conoce bien nuestras costumbres, y que sabe a quién está haciendo llegar sus cartas. Y sin embargo…
– ¿Sin embargo?
– Veréis, padre Leyre: desde que leí la carta que os di a conocer ayer, apenas he pegado ojo. Ahí fuera hay alguien que nos avisa de una grave traición contra la Iglesia. El asunto es muy serio, sobre todo si, como me temo, nuestro informante procede de la comunidad de Santa Maria…
– ¿Creéis que el Agorero es un dominico, padre?
– Estoy casi seguro de ello. Alguien de dentro, testigo del avance del Moro, que no se atreve a denunciarlo por temor a represalias.
– Y supongo que ya habréis estudiado las vidas de esos frailes en busca de vuestro candidato, ¿me equivoco?