– ¿Y ése es el libro que aparece en el naipe de la sacerdotisa?
Nanni asintió.
– Y su secreto ha sido reducido por Leonardo a una sola frase que quiero que me traduzcáis.
– ¿Una frase?
– En egipcio antiguo. Dice: Mut-nem-a-los-noc. ¿La conocéis?
Oliverio sacudió la cabeza.
– No. Pero os la traduciré. Descuidad.
40.
De sol a sol.
Así fueron los interrogatorios del vigesimosegundo día de enero.
Recuerdo que el prior Bandello, fray Benedetto y yo nos entrevistamos con los frailes de Santa María delle Grazie uno por uno, esforzándonos por encontrar en sus palabras pistas que resolvieran nuestros enigmas. Vivimos momentos sorprendentes. Todos tenían algo que confesar. Temblando, suplicaban la absolución de sus faltas y juraban que jamás volverían a dudar de la naturaleza divina de Cristo. Pobrecillos. Casi todas sus revelaciones eran fruto de su paupérrima educación teológica; confundían hechos insustanciales con pecados gravísimos, y viceversa. Sin embargo, fue así, poco a poco, a fuerza de pacientes interrogatorios, como los frates Alessandro y Giberto fueron perfilándose como la punta de lanza de un peculiar intento por controlar desde dentro el lugar donde iba a descansar el Cenacolo. Los cuatro religiosos que resultaron más implicados nos confesaron por separado la poderosa razón que los movía: aquella gigantesca obra del toscano encerraba lo que definieron como una «imagen talismánica». Esto es, un trazado geométrico sutil, diseñado para seducir a las mentes desprevenidas y grabar en su memoria una información que, por desgracia, ninguno de ellos pudo precisarnos con palabras. «Es la tercera revelación de Dios», se atrevió a decir uno.
Aquello me llamó la atención.
Nuestros cuatro herejes procedían de pequeños pueblos del norte de Milán, de la región de los lagos y aún más arriba, que se habían unido a los dominicos al poco de fundarse el nuevo convento. Lo hicieron cuando supieron de las intenciones del Moro de convertirlo en su mausoleo familiar. Y es que, a diferencia del resto, éstos eran hombres de formación, admiradores de la célebre máxima de san Bernardo que dice «Dios es longitud, anchura, altura y profundidad». Conocían a Pitágoras, habían leído a Platón y lo tenían en más estima que a Aristóteles, el inspirador de nuestro sistema teológico. Pronto destacó entre ellos fray Guglielmo Arno, el cocinero. No sólo fue el único que se negó a confesar sus pecados ante nuestro tribunal, sino que nos trató con displicencia por militar en la «Iglesia falsa».
Lo poco que hasta entonces sabía de él era la gran amistad que le unía con Leonardo. Fray Alessandro fue el primero que me habló de ello. Y es que a ambos los tentaban los mismos placeres; despreciaban entre risotadas las comidas pantagruélicas del Moro, oponiendo a los asados de carne los brotes de col, las ciruelas, las rodajas de zanahoria cruda o los pasteles fermentados. Supe también que Guglielmo y él alcanzaron su momento de gloria en la Navidad de 1495, cuando inventaron un bizcocho con el aspecto de la cúpula bramantina de Santa María y lo presentaron en el banquete ducal del 25 de diciembre. [17]
Fue un acontecimiento tal, que hasta donna Beatrice les imploró que revelaran el secreto que habían aplicado a la masa para hacerla crecer de aquel modo. Fray Guglielmo le hizo caso omiso. La duquesa insistió. Y todavía muchos recuerdan el grosero desplante del fraile, que le valió cinco semanas de arresto entre sus propios pucheros y una severa amonestación de la casa Sforza.
Fray Guglielmo no había cambiado nada desde entonces. Sus aspavientos y su encono hacia nosotros demostraban que antes preferiría morir que retractarse de sus actos. Bandello ordenó que lo encerraran, mientras murmuraba entre dientes lo que pensaba de su cocinero:
– Es incapaz de controlar su genio -dijo-. No tiene remedio. Cuando posó como Santiago el Mayor para el Cenacolo, hasta Leonardo era incapaz de atemperarlo.
Sacudí la cabeza incrédulo.
– ¡Oh! -exclamó-. ¿Tampoco os lo ha dicho nadie? Tal vez la larga cabellera del apóstol os haya distraído, padre Leyre, pero si os fijáis bien en los rasgos del cocinero, lo reconoceréis. Fui yo quien lo autoricé a ello. Leonardo me pidió que le proporcionara a un varón de carácter que gesticulara como lo hace Santiago en la mesa, y pensé en él.
– ¿Y por qué querría el maestro incluir a alguien así entre los Doce?
– Le pregunté eso mismo al maestro, ¿y sabéis qué me respondió? «¡Geometría! -dijo-. ¡Todo es geometría!» Me explicó que en un desnudo medía la belleza igualando la distancia que existe entre los pezones con la que separa el pecho del ombligo, y a su vez entre éste y las piernas. En cuanto a la ira, me aseguró que era capaz de plasmarla tan sólo bosquejando una mirada. Cuando regreséis al Cenacolo, contemplad la mirada de Santiago. Evita el rostro de Cristo, bajándola con horror hacia la mesa, como si allí hubiera descubierto algo terrible.
– Que uno de sus compañeros va a traicionar al Mesías -dije.
– ¡No! -El tuerto rompió su silencio, como si hubiera dicho algo inadecuado-. Eso es lo que nos ha querido hacer creer. ¿Acaso no os han dicho nuestros frailes que estamos ante un talismán? En una pieza así los símbolos, o la ausencia de ellos, son fundamentales para su funcionamiento. Y en este caso, lo que Santiago mira horrorizado es el gesto de Judas y Jesús compitiendo por conseguir un mismo trozo de pan… O tal vez la ausencia del cáliz de Cristo. El Grial.
Su observación era aguda.
– Y pensad en algo más: Santiago, el iracundo, está en el lado del Cenacolo donde la luz es más brillante. Está a la vera de los justos.
Fray Benedetto nos explicó cómo había tenido la oportunidad de asistir a algunas clases que sobre la distribución del espacio y la luz impartió el maestro en el claustro del hospital. Sus discursos eran a la vez extraños y embriagadores. Enseñaba cómo la materia inerte, si era distribuida de un modo armónico, podía llegar a cobrar vida propia. A menudo comparaba ese prodigio con lo que les ocurría a las notas de una partitura: escritas sobre papel no eran más que una sucesión de borrones estáticos sin otro valor que el ideográfico. Sin embargo, tamizadas por la mente de un músico y trasladadas a sus dedos o pulmones, sus trazos vibraban, llenaban el aire de sensaciones nuevas e incluso podían llegar a alterar nuestro ánimo. ¿Podía existir algo más vivo que la música? Para Leonardo, no.
El magister pictoris veía sus obras de un modo parecido. En apariencia eran naturaleza muerta, poco más que estucos o tablas cubiertos de pigmentos y cola. Sin embargo, si eran interpretadas por un observador iniciado cobraban una fuerza desmedida.