– ¿Cátaros?
– No van armados -añadió-. Su fe se lo prohibe.
Mauro, que había escuchado aquello, dio un paso más hacia los desconocidos.
– Adelante, hermano -lo animó el tuerto-. No perderéis nada si los tocáis. Si no son capaces de matar a un pollo, ¿cómo van a pensar en haceros daño?
– Laudetur Iesus Christus. ¡Están aquí por sus muertos! -saltó Jorge, que se había pegado a mis hábitos temblando de miedo nada más darse cuenta de lo que pasaba-. ¡Quieren que se los devolvamos!
– ¿Y eso os atemoriza? ¿Es que no habéis escuchado a fray Benedetto? -le susurré, rogándole que se calmara-. Estas gentes son incapaces de utilizar la violencia contra nosotros.
Nunca supe si el hermano Jorge llegó a responderme, porque cuando debió de hacerlo los intrusos entonaron un sentido Pater Noster que estremeció todo el claro. Sus timbres varoniles llenaron Santo Stefano, dejándonos sin palabras. Jorge, pues, se equivocó. Los bonhommes no habían venido a recuperar el cuerpo de sus correligionarios. Jamás harían algo así. Ellos odiaban los cuerpos. Los consideraban la prisión del alma, un obstáculo diabólico que les alejaba de la pureza del espíritu. Si se habían desplazado hasta allí, arriesgándose a ser detenidos y llevados a prisión, era porque habían decidido orar por las almas de sus correligionarios muertos.
– ¡Malditos seáis todos! -los imprecó fray Benedetto, alzando sus puños desde lo alto de la pira-. ¡Malditos una y mil veces!
La reacción del tuerto nos sorprendió a todos. Fray Jorge y el hermano Mauro se quedaron de una pieza al verlo saltar al suelo y salir corriendo hacia los revestidos como si estuviera fuera de sí. Estaba rojo de ira, con la cara a punto de estallarle y las venas del cuello hinchadas. Benedetto embistió con violencia al primer encapuchado que se cruzó en su camino. El hombre cayó de bruces contra el suelo. Y el tuerto, enloquecido, se hincó de rodillas sobre él empuñando un cuchillo que había sacado sabe Dios de dónde.
– ¡Deberíais estar muertos! ¡Todos! ¡No tenéis derecho a estar aquí! -gritó.
Antes de que pudiéramos detenerlo, nuestro hermano había hundido su arma hasta el mango en la espalda del revestido. Un alarido de dolor estremeció el lugar. -¡Idos al infierno! -bramó.
Lo que ocurrió a continuación todavía es confuso para mí. Los encapuchados se miraron entre sí antes de abalanzarse sobre Benedetto. Lo apartaron de la espalda herida de su hermano, que echaba sangre a borbotones, y lo redujeron contra uno de los pinos. El tuerto, que seguía profiriendo maldiciones contra sus captores, tenía los ojos inyectados de ira.
En cuanto a los demás, aún menos es lo que recuerdo. Jorge, el octogenario, huyó corriendo a la ciudad. Nunca pensé que pudiera hacerlo con esa agilidad. A Mauro, en cambio, lo perdí de vista en cuanto uno de aquellos hombres me echó un saco por la cabeza atándomelo al cuello con una correa. Algo debía de tener aquel talego, porque al poco de llevarlo encima, noté cómo fui perdiendo el sentido lentamente. En cuestión de segundos, dejé de oír los aullidos del encapuchado herido, y una extraordinaria sensación de ligereza se fue apoderando de mis extremidades de forma inexorable.
Antes de desfallecer, sin embargo, aún tuve tiempo de escuchar una voz que murmuró algo que no acerté a comprender:
– Ahora, padre, al fin podré responder a vuestras dudas. Después, atolondrado y perplejo, me desmayé.
43.
Desperté con náuseas y un fuerte dolor de cabeza, sin saber cuánto tiempo había permanecido inconsciente. Todo daba vueltas a mi alrededor, y mi mente estaba más confusa que nunca. La culpa la tenía aquella presión constante sobre las sienes. Era un dolor cíclico, circular, que cada cierto tiempo recorría mi cráneo de izquierda a derecha, perturbando mis sentidos. Tan fuertes eran sus punzadas, que durante un buen rato ni siquiera hice el intento de abrir los ojos. Recuerdo incluso que me palpé la cabeza buscando alguna herida, pero fui incapaz de encontrar nada. El daño era interno.
– No os preocupéis, padre. Estáis entero. Descansad. Pronto os recuperaréis.
Una voz amable, la misma que me habló antes de perder el conocimiento, me sobresaltó antes de que pudiera incorporarme. Volvió a dirigirse a mí en un tono sereno, familiar, como si me conociera desde hacía mucho tiempo.
– El efecto de nuestro aceite durará sólo unas horas más. Después volveréis a sentiros bien.
– ¿Vuestro… aceite?
Desorientado, débil, con los brazos y las piernas agarrotadas y tendido sobre un suelo irregular, logré reunir fuerzas para comenzar a hablar. Deduje que me habían llevado a algún lugar a cubierto, porque sentía la ropa seca y el frío no era tan intenso como en el claro de Santo Stefano.
– La tela que os colocamos encima estaba impregnada con un aceite que provoca el sueño, padre. Es una vieja fórmula. Un secreto de los brujos de estos pagos.
– Veneno… -murmuré.
– No exactamente -respondió-. Se trata de un ungüento que se extrae de la cizaña, el beleño, la cicuta y la adormidera. No falla nunca. Basta absorberlo en pequeñas dosis a través de la piel para que su efecto letárgico sea inmediato. Pero se os pasará pronto. Descuidad.
– ¿Dónde estoy?
– A salvo.
– Dadme de beber, os lo ruego.
– Enseguida, padre.
A tientas, así la jarra que el desconocido colocó entre mis manos. Era vino caliente. Un caldo amargo que ayudó a mi cuerpo maltrecho a sobreponerse. Me aferré al barro con ansia, haciendo acopio de fuerzas antes de entornar los ojos y echar un vistazo a mi alrededor.
Mi instinto no había errado. Ya no estaba en Santo Stefano. Y fueran quienes fuesen mis captores, me habían separado de Jorge, Mauro y Benedetto, y aislado en una estancia cerrada, sin ventanas, que debía de ser una suerte de celda improvisada en alguna remota casa de campo. Supuse que había pasado una eternidad tendido sobre aquella estera de paja. Mi barba había crecido, y alguien se había atrevido a despojarme de los hábitos de Santo Domingo; en su lugar vestía un tosco sayal de lana. Pero ¿cuánto tiempo llevaba allí? Imposible calcularlo. ¿Y adonde habían ido a parar mis hermanos? ¿Quién era el responsable de haberme llevado hasta ese lugar? ¿Y para qué?
Una sensación de angustia se apoderó de mi garganta.
– ¿Dónde… estoy? -repetí.
– A salvo. Este lugar se llama Concorezzo, padre Leyre. Y me alegra veros recuperado. Tenemos mucho, mucho de que hablar. ¿Os acordáis de mí?
– ¿Co… cómo?-titubeé.
Quise girarme para buscar a mi interlocutor, pero una nueva punzada me obligó a detenerme.
– ¡Vamos, padre! Nuestro aceite os ha dormido, pero no os ha borrado la memoria. Soy el hombre que siempre dice la verdad, ¿no me recordáis? Aquel que juró resolveros cierto enigma que os atribulaba.
Un latigazo sacudió mi cerebro. Era cierto. Por Dios bendito. Cierto que había escuchado aquel timbre de voz en alguna parte. Pero ¿dónde? Tuve que hacer un gran esfuerzo para terminar de incorporarme y buscar el rostro de quien me hablaba. Y, Santo Cristo, al fin lo vi. Estaba justo a mis espaldas. Redondo y sonrojado como siempre. Con aquellos ojos de esmeralda, claros y despabilados. Era Mario Forzetta. No había duda.