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Torriani sonrió satisfecho:

– Todas. Sin excepción. Y la mayoría proceden de buenas familias lombardas. Son religiosos leales al Moro y a la Iglesia, hombres poco dados a fantasías o conspiraciones. Buenos dominicos, en suma. No puedo imaginar quién de ellos puede ser el Agorero.

– Si es que alguno lo es.

– Desde luego.

– Permitidme recordaros, maestro Torriani, que Lombardía siempre fue tierra de herejes…

El general de la orden, friolento, ahogó un estornudo antes de responder:

– Eso fue hace mucho tiempo, padre. Mucho. Desde hace más de doscientos años no queda ya ni rastro de la herejía catara en la zona. Es cierto que aquellos malditos que inspiraron a nuestro amado santo Domingo a crear la Santa Inquisición se refugiaron allí después de la cruzada albigense, [2] pero todos murieron sin poder contagiar sus ideas a nadie.

– Y sin embargo, no se puede descartar que su blasfemia calara en la mentalidad de los milaneses. ¿Por qué si no éstos son tan abiertos a ideas heterodoxas? ¿Por qué habría de aceptar el dux creencias paganas si él mismo no hubiera crecido en un ambiente predispuesto a ello? ¿Y por qué razón -proseguí- habría de esconderse un dominico fiel a Roma tras unos mensajes sin firma, de no ser porque él mismo participa de la herejía que ahora denuncia?

– ¡Patrañas, padre Leyre! El Agorero no es un cátaro. Más bien al contrarío: se preocupa por mantener la ortodoxia con más celo que el mismísimo inquisidor general de Carcasona.

– Esta mañana, antes de llegar vos, he leído otra vez todas las cartas de ese individuo. Y el Agorero tiene claro su objetivo desde la primera que nos mandó: desea que enviemos a alguien para detener los planes del Moro en Santa María delle Grazie. Es como si lo que el dux hiciera en el resto de Milán, las plazas, los canales para la navegación interior, las esclusas, no le importasen… Y eso abona vuestra hipótesis. Torriani asintió complacido.

– Pero, maestro -lo contradije-, antes de actuar deberíamos valorar si su petición encierra alguna trampa.

– ¿Cómo? ¿Pretendéis dejar solo al Agorero aun a pesar de las pruebas que nos ha ofrecido? ¡Pero si vos mismo lleváis tiempo denunciando los desvíos doctrínales de la difunta esposa del Moro!

– Precisamente. Esa familia es astuta. No será fácil encontrar argumentos contra ellos. Lo que digo es que debemos extremar la prudencia antes de dar un mal paso.

– No, padre. Nada de eso. Ese hombre, sea quien sea, nos pide ayuda y ya no podemos negársela por más tiempo. Además, sabed que a través del cardenal Ascanio, el hermano del dux, he comprobado hasta los más mínimos detalles que aparecen en sus informes. Y, creedme: todos son exactos.

– «Exactos» -repetí mientras trataba de poner en orden mis ideas-. ¿Sabéis? Creo que lo que más me sorprende de este asunto es vuestro cambio de actitud, maestro Torriani.

– No hay tal -protestó-. Archivé las cartas del Agorero en tanto no tuviera pruebas sólidas que las respaldaran. Si no hubiera creído en ellas, las habría destruido, ¿no os parece?

– Entonces, maestro, si a nuestro comunicante le asiste la verdad, si es un dominico preocupado por el futuro de su nuevo convento, ¿por qué creéis que esconde su identidad cuando os escribe?

Fray Gioacchino se encogió de hombros, devolviéndome una mueca de perplejidad:

– Ojalá lo supiera, padre Leyre. Y me preocupa. Cuanto más tiempo paso sin respuestas, más me incomoda este asunto. Son muchos los frentes que nuestra orden tiene abiertos en estos días, y abrir una herida más en el seno de la Iglesia equivale a desangrarla sin remedio. Por eso ha llegado la hora de actuar. No podemos permitir que se repita en Milán lo que ya ocurre en Florencia. ¡Sería un desastre!

«Una herida más.» Dudé si sacar el tema a colación, pero el silencio de Torriani no me dejó alternativa:

– Supongo que os referís al padre Savonarola…

– ¿Y a quién si no? -El anciano aspiró antes de proseguir-. Al Santo Padre se le ha acabado la paciencia y piensa ya en excomulgarlo. Sus sermones contra la opulencia del Papa crecen en acritud; para colmo, sus profecías sobre el final de la casa de Médicis se han cumplido y ahora, seguido por una multitud, anuncia grandes castigos del Señor contra los Estados pontificios. Dice que Roma debe sufrir para purgar sus pecados y el muy maldito se alegra por ello. Lo peor, ¿sabéis?, es que cada día tiene más seguidores. Si por un casual el dux de Milán se sumara a esa idea de debacle, nadie podría detener el descrédito de nuestra institución…

Confuso, me persigné ante el funesto panorama que el maestro general dibujaba.

Girolamo Savonarola era, como Roma entera sabía, el gran problema de Torriani por aquellas fechas. Todo el mundo hablaba de él. Persistente lector del Apocalipsis, ese dominico de verbo brillante y gran capacidad de seducción acababa de instaurar una república teocrática en Florencia para llenar el vacío dejado por la huida de la familia Médicis. Desde su nuevo púlpito arremetía contra los excesos de Alejandro VI. Savonarola era un loco o, aún peor, un temerario. Desoía las llamadas al orden que recibía de sus superiores, e ignoraba deliberadamente a la legislación canónica. Los Dictatus Papae que desde el siglo XI eximían al Pontífice y a su curia de la posibilidad de errar le traían al fresco, y desafiando incluso su decimonovena sentencia («Nadie puede juzgar al Papa»), gritaba desde el altar que había que detenerlo en nombre de Dios.

Nuestro maestro general se desesperaba. No sólo había sido incapaz de detener la sed de grandeza de aquel exaltado, sino que la actitud de Savonarola comprometía a toda la orden ante Su Santidad. El rebelde, orgulloso como Sansón ante los filisteos, había rechazado el capelo cardenalicio que le ofrecieron para acallar sus críticas e incluso había rehusado abandonar su tribuna en el convento florentino de San Marco alegando que tenía una misión divina más importante que cumplir. Esa y no otra era la razón por la que el padre Torriani no quería que la lealtad de los predicadores de Santo Domingo fuera cuestionada en Milán. Si el Agorero era un dominico y tenía razón al advertir de los planes paganos del Moro en nuestra nueva casa en la ciudad, la orden volvería a estar en entredicho.

– He tomado una decisión, hermano -sentenció el maestro general muy serio, después de meditar un instante-: tenemos que alejar cualquier sombra de duda de las obras de Santa Maria delle Grazie, recurriendo a la fuerza del Santo Oficio si fuera preciso.

– Pater! ¿No estaréis pensando en juzgar al dux de Milán? -pregunté alarmado.

– Únicamente si es necesario. Ya sabéis que nada place más a los príncipes seculares que descubrir las debilidades de nuestra Iglesia y utilizarlas contra nosotros. Por eso estamos obligados a adelantarnos a sus movimientos. Otro escándalo como el de Savonarola y nuestra casa quedaría muy malparada en los Estados pontificios. ¿Lo comprendéis?

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[2] En 1208, el papa Inocencio III ordenó la erradicación de la herejía catara, creando una fuerza militar para exterminar a los heterodoxos del Languedoc francés. Aunque se acepta que en 1244 se había extinguido ya a los últimos herejes en el sitio de Montségur, muchos historiadores advierten que familias enteras de «hombres buenos» se refugiaron en la Lombardía cerca de la actual Milán, donde permanecieron durante mucho tiempo a salvo de la persecución de Roma y perseverando en su fe original.