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– ¿Y cómo pensáis, si puedo preguntároslo, llegar hasta el Agorero, comprobar sus afirmaciones y reunir la información necesaria para juzgarle sin levantar sus sospechas?

– He pensado mucho en ello, mi querido padre Agustín -barruntó enigmático-. Sabéis mejor que yo que si enviase a uno de nuestros inquisidores a destiempo, el tribunal de Milán haría demasiadas preguntas y rompería la discreción que requiere el caso. Y de existir un complot de tanto alcance, todas las pruebas serían ocultadas con celeridad por los cómplices del Moro.

– ¿Y entonces?

Torriani abrió la puerta del estudio y descendió las escaleras hasta el portón de entrada, sin responder. Salió al patio de caballerizas y buscó su mulo, dando por cerrada aquella reunión de urgencia. La ventisca seguía arreciando con fuerza allá afuera.

– Decidme ¿qué pensáis hacer? -repetí.

– El Moro ha previsto que dentro de diez días se celebren los funerales oficiales por la duquesa -respondió al fin-. A Milán acudirán representaciones de todas partes, y entonces será fácil infiltrarse en Santa Maria para hacer las averiguaciones pertinentes y localizar al Agorero. No obstante -añadió-, no podemos enviar a un religioso cualquiera. Debe ser alguien con criterio, que sepa de leyes, de herejías y de códigos secretos. Su misión será encontrar al Agorero, confirmar una por una sus acusaciones y detener la herejía. Y ése debe ser un hombre de esta casa. De Betania.

El maestro echó un vistazo receloso al sendero que estaba a punto de emprender. Con suerte tardaría una hora en recorrerlo, y si la montura no lo descalabraba sobre alguna placa de hielo, llegaría a casa al calor del mediodía.

– El hombre que necesitamos -dijo como si fuera a anunciar algo importante- sois vos, padre Leyre. Ningún otro resolvería con mayor eficacia este asunto.

– ¿Yo? -Aquello me dejó perplejo. Había pronunciado mi nombre con mórbida delectación, mientras rebuscaba algo en las alforjas de su montura-. Pero vos sabéis que aquí tengo trabajo, obligaciones…

– ¡Ninguna como ésta!

Y extrayendo un grueso fajo de papeles, atados con su sello personal, me los alcanzó con su última orden:

– Partiréis con presteza hacia Milán. Hoy mismo si es posible. Y con eso -miró el legajo de documentos que ya sostenía en mis manos- identificaréis a nuestro informador, averiguaréis cuánta verdad hay tras este nuevo peligro y trataréis de ponerle remedio.

El maestro señaló el pergamino que encabezaba aquel legajo.

En él, en caracteres grandes escritos con tinta roja, podía leerse el acertijo que contenía la firma de nuestro comunicante. Lo había visto muchas veces, cerraba cada una de las cartas del Agorero, pero hasta ese momento no le había prestado atención.

Mi vista quiso nublarse al descender sobre aquellas siete líneas y sentir que se habían convertido en mi principal problema.

Decían:

Oculos éjus dinumera,

sed noli voltum ádspicere.

In latere nominis

mei notam rinvenies.

Contemplan et contemplata

aliis iradere.

Ventas [3]

7.

Naturalmente, obedecí. ¿Qué otra cosa podía hacer? Llegué a Milán pasada la noche de Reyes. Era una de esas mañanas de sábado en las que el brillo de la nieve te ciega y el aire limpio enfría sin piedad tus entrañas. Había cabalgado sin descanso para llegar a mi destino, durmiendo tres y cuatro horas en posadas nauseabundas, entumecido y húmedo a causa de un viaje de tres jornadas en mitad del invierno más crudo que era capaz de recordar. Pero nada de eso importaba. Milán, la capital de la Lombardía, la sede de intrigas palaciegas y disputas territoriales con Francia y los condados vecinos sobre la que tanto había estudiado, descansaba ya a los pies de mi montura.

El lugar era impresionante. La ciudad de los Sforza, la más grande al sur de los Alpes, ocupaba el doble de extensión que Roma; ocho grandes puertas flanqueaban una muralla impenetrable que rodeaba una urbe de planta redonda que vista desde el cielo debía de recordar el escudo de un guerrero gigantesco. Sin embargo, no fueron sus defensas lo que me sobrecogió: aquél era un burgo nuevo, limpio, que transmitía una intensa sensación de orden. Los ciudadanos no orinaban en cada esquina, como en Roma, ni las prostitutas asaltaban a los viandantes ofreciéndose. Allí cada rincón, cada casa, cada edificio público parecían pensados para una función suprema. Incluso su orgullosa catedral, de aspecto frágil y esquelético, opuesta en todo a las macizas moles del Mediodía italiano, derramaba sus benéficas influencias sobre el valle. Vista desde las colinas, Milán parecía el último rincón del mundo en el que pudieran arraigar el desorden y el pecado.

Un trecho antes de llegar a Porta Ticinese, el más noble de los accesos de este burgo, un amable mercader se ofreció a acompañarme hasta la torre de Filarete, la entrada principal a la fortaleza del Moro. Situado en uno de los extremos del escudo urbano, el castillo de los Sforza parecía una réplica en miniatura de las enormes murallas de la ciudad. El mercader se rió al ver mi cara de asombro. Dijo que era curtidor en Cremona, un buen católico que me acompañaría gustoso hasta el interior de la fortaleza a cambio de mi bendición para él y su familia. Acepté el trato.

El buen hombre me dejó frente al castillo del dux justo a la hora nona. Aquel lugar era aún más magnífico de lo que había supuesto. Banderolas con la terrible insignia de los Sforza -una especie de serpiente gigante devorando a un desgraciado- caían desde las almenas. Cintas de color azul ondeaban al viento, al tiempo que media docena de enormes chimeneas, clavadas en algún lugar del interior de la fortaleza, exhalaban grandes bocanadas de un humo negro y espeso. La entrada de Filarete constaba de un amenazador rastrillo y dos compuertas remachadas de bronce, plegadas sobre sí mismas. No menos de quince hombres la vigilaban, cardando con picas los sacos de cereal que los carromatos querían dejar cerca de las cocinas.

Uno de aquellos uniformados me señaló el camino. Debía dirigirme al extremo oeste de la torre, ya dentro de la fortaleza, y preguntar por el área de recepción de visitas y el «despacho de luto» que se había habilitado para recibir a las delegaciones que acudirían a los funerales por donna Beatrice. Mi cicerone de Cremona ya me había advertido que toda la ciudad se pararía cuando llegara aquel momento. Y, de hecho, para esa hora no había demasiada actividad. Me sorprendió que el secretario del Moro, un espigado cortesano de rostro inexpresivo, apenas tardara en recibirme. El servidor se disculpó por no poder conducir a este siervo de Dios hasta su señor. Aun así, examinó mi carta de presentación con aire escéptico, comprobó que el sello pontificio era auténtico y me la devolvió acompañada de un gesto de desolación.

– Lo lamento, padre Leyre -Marchesino Stanga, así se llamaba, se deshizo en un torrente de disculpas-. Debe entender que mi señor no reciba a nadie tras la muerte de su esposa. Supongo que os hacéis cargo del difícil momento que atravesamos y de la necesidad que tiene el dux de estar a solas.

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[3] Del latín: «Cuéntale los ojos, pero no le mires a la cara. / La cifra de mi nombre / hallarás en su costado. / Contemplar y dar a los otros / el resultado de nuestra contemplación. / Verdad».