– Claro -asentí con fingida cortesía.
– No obstante -añadió-, cuando pase el duelo, le haré llegar la noticia de su presencia en la ciudad.
Me hubiera gustado poder mirar a los ojos al Moro y deducir, como en tantos interrogatorios que había presenciado, si ocultaban o no las siniestras sombras de la herejía o del crimen. Pero aquel funcionario vestido con tocado grana guarnecido de pieles y jubón de terciopelo, que hablaba con aires de mezquina superioridad, estaba decidido a impedírmelo:
– Tampoco podemos daros cobijo, como es nuestra costumbre -dijo con sequedad-. El castillo está cerrado y no recibimos huéspedes. Os ruego, padre, que recéis por el alma de donna Beatrice y que regreséis pasados los funerales. Entonces os atenderemos como merecéis.
– Requiescat in pace -murmuré mientras me santiguaba-. Así lo haré. También rezaré por vos.
Tuve una sensación extraña. Sin posibilidad de instalarme cerca del duque y su familia, chasqueado en mi propósito de deambular con más o menos libertad por su castillo, mis primeras pesquisas se demorarían. Debía conseguir un alojamiento discreto que me garantizara cierto ambiente de estudio. Con los documentos de Torriani quemando en mi bolsa, iba a necesitar calma, tres platos de comida caliente al día y una buena dosis de suerte para lograr descifrar su secreto. No era sensato que un monje buscara posada entre los laicos, así que mis opciones pronto se redujeron a dos: o me afincaba en el veterano convento de San Eustorgio o en el novísimo de Santa María delle Grazie, donde la posibilidad de cruzarme con el Agorero excitaba mi imaginación. Después, con el techo resuelto, tiempo tendría de sumergirme en la clave que el maestro Torriani me había entregado en Betania.
Reconozco que la Divina Providencia hizo un trabajo ejemplar. San Eustorgio se reveló pronto como la peor de las opciones. Situado muy cerca de la catedral, junto al mercado de abastos, acostumbraba a estar lleno de curiosos que no tardarían en preguntarse qué clase de asunto retenía allí a un inquisidor romano. Aunque su situación me daría cierta perspectiva sobre las actividades del Agorero, ahorrándome el riesgo de encontrármelo cara a cara sin saber de quién se trataba, también sabía que me ofrecía más inconvenientes que ventajas.
En cuanto a la otra alternativa, la de Santa María delle Grazie, además de ser el presunto refugio de mi objetivo sólo presentaba otro pequeño pero superable defecto: allí era donde iban a celebrarse las multitudinarias exequias de donna Beatrice. Su iglesia, reformada hacía poco por Bramante, estaba a punto de convertirse en el centro de todas las miradas.
A cambio, Santa María disponía de cuanto podía necesitar. Su bien surtida biblioteca, emplazada en la segunda planta de uno de los edificios que daban al que allí llamaban Claustro de los Muertos, custodiaba obras de Suetonio, Filóstrato, Plotino, Jenofonte y hasta algunos de los libros del propio Platón importados en tiempos de Cosme el Viejo. Se encontraba cerca de la fortaleza del dux y no demasiado lejos de la Porta Vercellina. Gozaba de excelente cocina, un extraordinario horno de repostería, pozo, huerto, sastrería y hospital. Y por si fuera poco, todas aquellas ventajas palidecían frente a una sola: si el maestro Torriani no se engañaba, tal vez el Agorero podría presentárseme en sus pasillos, sin necesidad de resolver acertijo alguno. Fui un ingenuo.
Menos en ese aspecto concreto, la Providencia hizo bien su trabajo: en Santa María quedaba una celda disponible que se me asignó de inmediato. Se trataba de un cuartucho de tres pasos por dos, un camastro de tablas sin colchón y una mesa pequeña situada bajo un pobre ventanuco que daba a la calle que llamaban Magenta. Los frailes no hicieron preguntas. Revisaron mis credenciales con la misma mirada de desconfianza del secretario Stanga, pero se relajaron en cuanto les aseguré que había acudido a su casa en busca de serenidad para mi atribulado espíritu. «Hasta un inquisidor necesita recogimiento», les expliqué. Y lo entendieron. Sólo me impusieron una condición. El sacristán, un fraile de ojos saltones y acento extraño, me lo advirtió muy severo:
– Nunca entréis sin permiso en el refectorio. El maestro Leonardo no quiere que nadie interrumpa su trabajo y el abad desea complacerlo en todo. ¿Lo habéis entendido?
Asentí.
8.
Lo primero que visité fue la biblioteca de Santa Maria. Sentía una gran curiosidad. Situada sobre el polémico y ahora restringido refectorio que el Agorero había convertido en el foco de todo mal, la suya era una estancia amplia, de ventanas rectangulares, atravesada por una docena de pequeñas mesas de lectura y un gran pupitre para el bibliotecario. Justo detrás de éste, tras un grueso portón con cerradura, se guardaban los libros. Lo que más me llamó la atención fue su sistema de calefacción: una caldera situada en la planta inferior suministraba vapor de agua a unos conductos de cobre que calentaban las losetas del suelo.
– No es por los lectores -se apresuró a explicarme el responsable del lugar al verme husmear con interés aquel ingenioso dispositivo-. Es por los libros. Guardamos ejemplares demasiado valiosos como para que el frío los eche a perder.
Creo que el padre Alessandro, guardián y custodio de aquella sala, fue el primer monje que no me miró con suspicacia, sino con una descarada curiosidad. Largo, huesudo, de piel blanquísima y modales finos, parecía encantado de ver una cara nueva en sus dominios.
– No suele venir mucha gente por aquí -admitió-. ¡Y mucho menos de Roma!
– Ah… ¿Ya sabéis que soy romano?
– Las noticias vuelan, padre. Santa Maria todavía es una comunidad pequeña. No creo que a esta hora haya alguien en la comunidad que no sepa de la llegada de un inquisidor a nuestra casa.
El fraile me guiñó un ojo en señal de complicidad.
– No estoy aquí en misión oficial -mentí-. Me traen asuntos personales.
– ¡Y qué importa! Los inquisidores son hombres de letras, estudiosos. Y aquí casi todos los frailes tienen dificultades para leer o escribir. Si os quedáis un tiempo entre nosotros, creo que nos haremos buena compañía.
Luego añadió:
– ¿Es cierto que en Roma trabajáis en la Secretaría de Claves?
– Sí… -dudé.
– Magnífico, padre. Eso es magnífico. Vamos a tener mucho de que hablar. Creo que habéis elegido el mejor lugar del mundo para pasar unos días.
Alessandro me pareció simpático. Frisaba la cincuentena, lucía sin complejos una nariz ganchuda y la barbilla más pronunciada que había visto jamás. Su nuez luchaba por salírsele de la garganta. Tenía unas gruesas lentes sobre la mesa, con las que debía de agrandar las letras de los libros, y las mangas de su hábito exhibían unos enormes lamparones de tinta. No es que me sincerara con él de inmediato -de hecho, trataba de no mirarle demasiado para no hipnotizarme con aquella cara contrahecha-, aunque admito que una corriente de sincero afecto circuló de inmediato entre nosotros. Fue él quien insistió en atender mis necesidades mientras estuviera en el convento. Se ofreció a mostrarme los rincones de aquel espléndido lugar en el que todo parecía nuevo y me prometió que velaría por mi tranquilidad para que pudiera concentrarme.