Выбрать главу

– No quiero ofenderte…

– ¿Diciendo que no eres creyente?

– Sí.

– Eso no me ofendería, Guido, ya que lo considero una actitud perfectamente lícita. -Ante la clara sorpresa de su interlocutor, añadió con una suave sonrisa que acentuaba sus arrugas-: Mira, Guido, yo he optado por creer en Dios. Pese a convincentes señales en contra de su existencia y con absoluta falta de pruebas…, en fin, de lo que en pura lógica pudieran considerarse pruebas. Siento que la fe hace más aceptable la vida y más fácil tomar ciertas decisiones y soportar ciertas pérdidas. Pero es sólo la opción que yo he elegido, y la otra opción, la de no creer, me parece totalmente legítima.

– Yo no lo veo como una elección.

– Claro que es una elección -dijo ella con la misma sonrisa, como si estuvieran hablando de sus nietos y él le hubiera repetido una de las salidas de Chiara-. A todos se nos han ofrecido las mismas señales, o la misma falta de señales, y cada cual opta por interpretarlas a su manera. Por lo tanto, es una elección.

– ¿Incluyes en esa elección el creer en la Iglesia? -no pudo menos que preguntar Brunetti, sabedor de que la posición social de los Falier a menudo los ponía en contacto con miembros de la jerarquía eclesiástica.

– Cielos, no. Tienes que estar loco para fiarte de ellos.

Él se echó a reír, meneando la cabeza en señal de perplejidad, lo que la animó a decir:

– No tienes más que verlos, Guido, tan bien arreglados, con la teja, la sotana, el alzacuellos, el hábito y el rosario. Son cosas que llaman la atención y a menudo son vistas con respeto. Estoy segura de que, si tuvieran que vestir como todo el mundo y ganarse el respeto de la gente, como todo el mundo, por su manera de actuar, a la mayoría se les enfriaría la vocación, buscarían empleo y trabajarían para ganarse la vida. Si no pudieran servirse de todo eso para hacer creer a la gente que son especiales y superiores, la mayoría perderían todo interés. -Después de una pausa, agregó-: Además, no creo que Dios se beneficie de su ayuda.

– Una opinión un tanto severa, si me lo permites -aventuró Brunetti.

– ¿Tú crees? -Ella parecía sorprendida-. Estoy segura de que algunos son excelentes personas, pero me parece que, como colectivo, vale más evitarlos. -Antes de que él pudiera hacer un comentario, añadió-: A no ser, claro está, que estés obligado a frecuentar su trato, en cuyo caso se les debe una elemental cortesía. -Él, acostumbrado a las pausas de la contessa, esperaba-: Lo que más me desagrada de ellos es su interés por el poder. Son muchos los que se dejan dominar por ese afán, y creo que eso deforma su espíritu.

– ¿Incluirías en esa categoría a un hombre como Leonardo Mutti? -preguntó Brunetti. Nunca estaba seguro de cómo debía tomar las opiniones de la contessa y se preguntaba si sus palabras habían sido el preludio de alguna revelación acerca de aquel hombre.

La mirada que ella le lanzó era calculadora, pero enseguida se suavizó.

– He oído mencionar su nombre, pero no recuerdo a quién. Cuando lo sepa, te lo diré.

– ¿No habría forma de que pudieras…?

– ¿Hacer memoria?

– Sí.

– Preguntaré a ciertas amistades que son dadas a esa clase de asociacionismo.

– ¿Con la Iglesia?

Ella tardó bastante en contestar:

– No; yo pensaba en…, ¿cómo te diría, Guido? ¿La Iglesia… paraeclesial? ¿La Iglesia que se aparta de la corriente dominante? No le has dado tratamiento ni has dicho a qué parroquia pertenece, de lo que deduzco que se mueve por los aledaños. Involucrado en… -Aquí siguió otra larga pausa, a la que ella puso fin con esta pregunta-: ¿Ese nuevo cristianismo liberal llamado religion lite?

Después de oír sus comentarios, la pregunta no sorprendió a Brunetti.

– ¿Tienes amigos en ese medio?

Ella se encogió de hombros casi imperceptiblemente.

– Conozco a personas que están interesadas en esa aproximación a… a Dios.

– Parece que lo dices con escepticismo -dijo Brunetti.

– Guido, yo pienso que la posibilidad de que se produzcan irregularidades, dicho sea en términos piadosos, crece de forma geométrica en cuanto empiezas a apartarte de las iglesias reconocidas. En ellas, por lo menos, existe el instinto de conservación, por lo que se vigilan mutuamente y tratan de cortar los peores abusos, aunque sólo sea por egoísmo.

– ¿Para no «asustar a los caballos»? -preguntó él.

– Esa expresión se refiere a la revolución sexual, Guido, como sabemos los dos -respondió ella con cierta aspereza, como si hubiera advertido que él pretendía ponerla a prueba con la metáfora-. Yo hablo de fraude. Cuando un grupo que se llama a sí mismo religión no tiene respetabilidad que perder, ni interés en preservar la fe y la confianza de sus adeptos, se abre la caja de Pandora. Y, como tú sabes, la gente está dispuesta a creer en cualquier cosa.

La pregunta había brotado de sus labios antes de que él pudiera detenerse a pensar:

– ¿Algo de lo que acabas de decir afecta a la forma en que tú y Orazio tratáis con el clero? -A fin de suavizar esta franca expresión de curiosidad, añadió-: Lo pregunto porque sé que tenéis que relacionaros con la jerarquía socialmente y, si no me equivoco, Orazio también trata con ellos profesionalmente. -Durante decenios de relación, Brunetti había averiguado muy poco acerca de las fuentes de ingresos de los Falier. Sabía que poseían casas, apartamentos y locales comerciales en la ciudad y que el conde viajaba a menudo a visitar empresas y fábricas, pero ignoraba si en sus operaciones financieras intervenía el clero.

El rostro de la contessa asumió aquella expresión de casi teatral confusión que Brunetti había observado en ella con frecuencia. Aunque nunca la había sorprendido en el momento de componerla, como quien se aplica una nueva capa de lápiz labial, al verla aparecer con aquella facilidad, pensó que debía de ser tan artificial y de quita y pon como el cosmético.

– Orazio me ha dicho siempre que cuenta más el poder que la riqueza -dijo ella-. En realidad, lo mismo decían los hombres de mi familia. -Otra de aquellas sonrisas tenues, casi vacuas. ¿Dónde había aprendido a sonreír así?-. Estoy segura de que esto quiere decir algo.

Cuando se conocieron, la primera impresión de Brunetti fue la de que la contessa no comprendía no sólo mucho de lo que se le decía sino tampoco mucho de lo que decía ella misma. Con la brillante perspicacia de la juventud, la consideró una mujer frívola, amiga de fiestas, cuya única virtud redentora era su dedicación al marido y la hija. Pero, con los años, viendo cómo personas ajenas a la familia formaban una opinión similar, empezó a prestar más atención a sus palabras y, camufladas en los tópicos y generalizaciones más manidos, encontraba observaciones incisivas y sagaces que lo dejaban atónito. Pero ahora su disfraz se había hecho tan perfecto que pocos tratarían de descubrir lo que había debajo o imaginarían siquiera que debajo hubiera algo que descubrir.

– ¿Seguro que no quieres tomar nada? -preguntó ella.

La pregunta lo sacó de su abstracción, y dijo mirando el reloj:

– No, gracias. Me parece que me iré a casa. Ya es casi la hora del almuerzo.

– Qué suerte tiene Paola de que trabajes en la ciudad, Guido. Así siempre tiene alguien para quien guisar. -El anhelo de su voz podía inducir a creer que esta mujer no deseaba sino pasar el día de cara a los fogones, cocinando para sus seres queridos y que dedicaba sus ratos libres a repasar libros de cocina, en busca de nuevos platos con los que tentarlos, cuando en realidad a Brunetti le constaba que hacía décadas que la contessa no ponía los pies en la cocina. Aunque, de todos modos, Luciana tampoco la habría dejado pasar del umbral.

Él se levantó y ella lo imitó y lo acompañó hasta la puerta del estudio, mientras le pedía que diera besos de su parte a Paola y a los niños. Él se inclinó de nuevo y la besó.