– ¿Voces?
Brunetti asintió y tomó un sorbo de café, sin mirarla.
Paola interpretó correctamente la señal de que había que cambiar de tema, y preguntó:
– ¿Qué dice mi madre?
– Aquel cura amigo de Sergio que vino al entierro, Antonin Scallon, me ha pedido que me informe sobre cierta persona.
– Guido, ¿es que ahora trabajas para el Opus Dei? -preguntó ella con fingido horror.
A Brunetti le llevó varios minutos explicar el motivo de la visita de Antonin y, mientras hablaba, notaba que se sentía incómodo al referir aquel episodio. Allí había algo que no encajaba ni con lo que él recordaba de Antonin ni con su propio instinto: no podía creer en los motivos que Antonin atribuía a los personajes de la historia ni en las explicaciones dadas por el propio Antonin para justificar su visita.
– ¿Dirías que Antonin y la madre del chico tienen una historia? -preguntó Paola cuando él acabó el relato.
– Debí suponer que te faltaría tiempo para lanzarte a su yugular -dijo él, no sin admiración.
– No creo que sea la yugular lo que hace al caso -observó Paola, levantando su taza de café.
Brunetti sonrió, reflexionando sobre la idea, mientras pensaba que le vendría bien una grappa o un coñac para sustituir a la fruta que había rehusado.
– Ya lo había pensado -dijo-. Desde luego, es una posibilidad. Al fin y al cabo, el pobre hombre ha pasado veinte años en África.
La reacción no se hizo esperar.
– ¿Significa eso que tiene que haber vuelto convertido en un adicto al sexo, por la propensión de las razas inferiores a los excesos libidinosos?
Él se echó a reír, divertido por la propensión de su mujer a atribuirle la peor de las opiniones sobre la naturaleza humana. Aunque en la actualidad Paola tenía que hacer un esfuerzo de voluntad para seguir votando a los políticos que representaban a la izquierda, Brunetti se alegraba cada vez que comprobaba que su instinto de defensa del débil seguía intacto.
– Yo apostaría por todo lo contrario. Sospecho que debía de considerarse tan superior a los africanos que evitaba todo contacto con ellos y, al regresar, se prendó de la primera europea que lo miró a la cara.
– ¿Y el celibato? -preguntó ella.
Aun sabiendo que ella conocía la respuesta, Brunetti dijo:
– El celibato y la castidad son dos cosas distintas, y no hace falta que yo te lo recuerde. Tienen que hacer voto de no contraer matrimonio, y luego la mayoría interpreta la regla como más le conviene. -Brunetti se recostó en el respaldo y cerró los ojos. Al poco rato, oyó cómo ella dejaba la taza en la mesa.
– ¿Crees que pueda estar diciendo la verdad, que le preocupe realmente que ese hombre se desprenda del apartamento y del dinero? -preguntó ella.
– ¿Qué te hace preguntar eso?
– Que se portara bien con tu madre.
Él la miró sorprendido.
– ¿Cómo lo sabes?
– Me lo dijeron las monjas. Y un día que fui a visitarla, lo encontré en la habitación. Le sostenía la mano y ella parecía contenta.
Después de una larga pausa, y sin creer en sus propias palabras, Brunetti dijo:
– Es posible. -Como tenía que irse pronto para volver a la questura, renunció a explorar esa posibilidad. Repasando los sucesos de la mañana, recordó su frustración-. No se me ocurría nadie, de las personas que conozco, que admitiera que cree en Dios -dijo.
– Cínico -dijo Paola, devolviéndole el buen humor.
Camino de la questura, Brunetti sintió la tentación de entrar en un bar a tomar un coñac, pero no sucumbió a ella y quedó muy satisfecho de sí mismo por su autodominio. Aquel día su ruta pasaba por el campo SS. Giovanni e Paolo, y decidió entrar en la rectoría por si estaba Antonin o, mejor aún, por si no estaba, lo que le permitiría informarse sobre él.
Y así fue, porque, según le dijo el ama de llaves que le abrió la puerta, el padre Antonin había salido, pero podía hablar con el señor párroco, si quería. Brunetti conocía a aquella mujer de pelo blanco, y estaba tratando de recordar dónde la había visto. Al fin lo consiguió.
– El puesto de flores de Rialto -dijo.
La sonrisa hizo bailar las arrugas de la mujer.
– Sí, signore, de mi sobrina nieta. La ayudo martes y sábados, cuando traen las flores. -Le puso una mano en el antebrazo-. Hace años que nos conocemos, ¿verdad, signore? -Y agregó-: Y también a su esposa y a su hija. Una chica muy guapa.
– También lo es su sobrina, signora.
– El sábado tendremos muchos lirios -dijo la mujer, y a Brunetti le encantó que se acordara de sus flores preferidas.
– Ayudan a mantener la paz en la familia -dijo con fingida resignación.
– Durante todos estos años, si me permite decirlo, no me ha parecido que para eso le hicieran falta las flores, signore. -La mujer dio un paso atrás para dejarle entrar, dando por descontado que él querría hablar con el párroco.
– No deseo molestar al señor párroco -mintió él.
– No es molestia, signore, créame. El padre Stefano ha acabado de almorzar y está libre. -La mujer fue hacia la escalera que conducía a la parte superior de la casa, se volvió y dijo suavizando el tono-: Seguro que se alegra de tener compañía.
Mientras la mujer se paraba en lo alto de la escalera a hacer varias inspiraciones profundas, Brunetti admiró un grabado del Sagrado Corazón que estaba colgado de la pared de su derecha. Un Jesús de larga melena se oprimía el pecho con una mano y mantenía la otra levantada con el índice extendido, como llamando al camarero.
Sacó a Brunetti de su contemplación el sonido de los pasos de la mujer que se alejaban por el pasillo. De pronto, notó el frío que hacía en aquella casa, un frío húmedo, como si la primavera que tan activa estaba en el resto de la ciudad, aún no hubiera encontrado tiempo para llegar hasta aquí. Y comprendió por qué la mujer llevaba dos gruesos jerséis y unas medias marrones gruesas como no había visto hacía décadas.
La anciana se paró delante de una puerta de mano derecha y dio unos golpes con los nudillos, esperó un momento y volvió a llamar, con fuerza suficiente como para romperse los dedos, o la puerta. Debió de oír algo al otro lado, porque entró en la habitación diciendo en voz muy alta:
– Padre Stefano, tiene visita.
Brunetti oyó una voz de hombre, pero no distinguió las palabras de la respuesta. La mujer apareció en el vano de la puerta y le hizo seña de que entrara.
– ¿Desea beber algo, signore? Él ya ha tomado su café, pero no me cuesta nada hacer otro.
– Muy amable, signora -respondió Brunetti-, pero acabo de tomarlo en el campo.
Ella titubeaba, indecisa entre las exigencias de la hospitalidad y las de la edad, y Brunetti insistió:
– De verdad, signora, se lo agradezco de todos modos.
Esto pareció satisfacerla. Dijo que estaría abajo por si necesitaban algo y se fue.
Brunetti se acercó al lugar del que había partido la voz. A la izquierda de las ventanas que daban al campo, y de espaldas a ellas, estaba un anciano, sentado en una butaca honda, en la que, lo mismo que la contessa en la suya, casi se perdía. Un pelo blanco y lanudo rodeaba una tonsura natural casi tan blanca, lo mismo que la cara. Unos ojos de niño miraban a Brunetti desde el rostro de un asceta. El sacerdote levantó la cabeza, apoyó las manos en los brazos de la butaca y empezó a izar el cuerpo.
– No, padre, no se levante, por favor -dijo Brunetti, salvando la distancia antes de que el otro acabara de ponerse en pie, y le tendió la mano inclinándose.
– Encantado de verlo, hijo. Muy amable de visitar a este anciano. -Hablaba en el dialecto veneciano con melodiosa voz de tenor. Si la mano del anciano hubiera sido de papel, no habría sido menor el miedo de Brunetti a estrujarla con la suya.