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Debía de haber sido alto, pensó Brunetti. Lo deducía de la longitud del antebrazo y la distancia entre la rodilla y el tobillo. El anciano llevaba el hábito de su orden, una larga túnica blanca, y su escapulario negro había adquirido un tinte de herrumbre con los años y los muchos lavados. Calzaba zapatillas de piel negra, una de ellas, abierta por la punta, como una boca de gato.

– Siéntese, siéntese, por favor -dijo el sacerdote mirando en torno con perplejidad, como si acabara de darse cuenta de dónde estaba y lo preocupara encontrar asiento para su visitante.

Brunetti vio un pesado sillón de madera con raído asiento bordado y lo transportó en brazos. Se sentó y sonrió al anciano, que se inclinó para darle unas palmadas en la rodilla.

– Encantado de verlo, hijo. Me alegra que venga a verme. -El anciano meditó unos momentos sobre este prodigio y preguntó-: ¿Viene a confesarse, hijo?

Brunetti sonrió y movió la cabeza negativamente.

– No, padre, gracias. -Al ver el gesto del anciano, agregó, alzando la voz-: Ya me he confesado, padre. Pero le agradezco la pregunta. -Desde luego, se había confesado. Y no era necesario decir a este anciano cuántos años habían transcurrido desde su confesión.

El sacerdote suavizó la expresión y preguntó:

– ¿En qué puedo servirle entonces?

– Me gustaría hablar de su huésped.

– ¿Huésped? -repitió el anciano, como si no estuviera seguro de haber oído bien la palabra o, en todo caso, de lo que pudiera significar. Miró por encima del hombro de Brunetti y en torno a ambos-. ¿Huésped?

– Sí, padre. Del padre Antonin Scallon.

El sacerdote mudó de expresión, quizá el cambio no fue más que una ligera crispación de los labios o un enturbiamiento de la mirada.

– ¿El padre Scallon? -preguntó con voz opaca, y Brunetti lamentó el desliz de no haberse referido al huésped por el apellido.

– Sí -dijo Brunetti, como si no hubiera advertido el cambio de actitud del sacerdote-. La semana pasada asistió al entierro de mi madre y quería darle las gracias. -Notó que estaba hablando en una voz muy alta, porque casi lo ensordecía. A modo de aclaración, agregó-: Mi esposa me ha pedido que viniera a darle las gracias.

– ¿Y si ella no se lo hubiera pedido? -preguntó el sacerdote, y la astucia de la pregunta obligó a Brunetti a rectificar la opinión de que aquel hombre tenía disminuidas las facultades mentales, además del oído.

Brunetti se encogió de hombros ligeramente y, como si de pronto se diera cuenta de la rudeza del gesto, dijo:

– Es lo correcto, padre. Fue a la escuela con mi hermano, y alguien de la familia tenía que darle las gracias.

– ¿Y su hermano? -preguntó el anciano.

Tratando de adoptar un aire evasivo, Brunetti dijo:

– Mi hermano no podía venir y me ha pedido que viniera yo en su nombre.

– Comprendo -respondió el sacerdote y se miró las manos. Ahora Brunetti observó que en una de ellas tenía un rosario. El anciano levantó la cabeza y preguntó-: ¿No hubo tiempo para eso en el funeral?

– Verá, padre, todos estábamos un poco…, ¿cómo le diría? Estábamos aturdidos y cuando llegamos a casa de Sergio nos dimos cuenta de que a ninguno se le había ocurrido invitarle a venir.

– Pero, si dijo la misa, ¿no estaría ya invitado?

Brunetti hacía lo posible por aparentar confusión.

– Dijo la misa el párroco de mi madre. El padre Scallon -ahora se refirió a él protocolariamente- le dio la bendición en el cementerio.

– Ahora lo entiendo -dijo el sacerdote-. Y usted desea darle las gracias por la bendición.

– Sí, padre. Pero, como no está, volveré en otro momento -sugirió Brunetti, sin la menor intención de hacer tal cosa.

– Podría dejarle una nota -dijo el anciano.

– Sí, desde luego. Eso habría podido hacer. Pero fue una señal de respeto para nuestra madre que asistiera y por eso… -Brunetti se interrumpió-. Espero que lo comprenda, padre.

– Sí -dijo el hombre con una sonrisa que envolvió a Brunetti con su dulzura-. Creo que lo comprendo. -Inclinó la cabeza, y Brunetti vio que pasaba varias cuentas del rosario. Luego el anciano alzó la cabeza y dijo-: Es extraño eso de la muerte de la madre. Suele ser uno de los primeros funerales a los que asistimos y, en ese momento, nos parece el peor. Pero, si hay suerte, resulta ser el mejor.

Brunetti dejó transcurrir unos momentos antes de decir:

– No sé si le sigo, padre.

– Si hemos sido afortunados, todos los recuerdos serán buenos y no dolorosos. Creo que entonces es más fácil despedirse de una persona. Porque de una madre solemos tener recuerdos buenos. Y aún más afortunados nos sentimos si hemos sido buenos con ella y no tenemos nada que reprocharnos; eso ocurre a menudo. -Como Brunetti no respondiera, preguntó-: ¿Usted fue bueno con su madre?

Brunetti, que había engañado a este hombre respecto a Antonin, comprendió que al menos en esto debía decir la verdad.

– Sí, fui bueno con ella. Pero ahora que ha muerto pienso que no lo bastante bueno.

El sacerdote volvió a sonreír.

– Oh, nunca somos lo bastante buenos con los demás, ¿no le parece?

Brunetti tuvo que contenerse para no poner la mano en el brazo del anciano. En lugar de eso, preguntó:

– ¿Me equivoco al suponer que tiene ciertas reservas acerca de Antonin, padre? -Antes de que el sacerdote pudiera responder, añadió-: Perdone la pregunta. No deseo ponerle en un compromiso. No me conteste si no quiere. En realidad, no es asunto mío.

El sacerdote meditó unos momentos y dijo, para sorpresa de Brunetti:

– Si alguna reserva tengo, hijo, es acerca de usted y de por qué se esfuerza tanto por disfrazar este interrogatorio. -Suavizó sus palabras con una sonrisa y agregó-: Hace usted preguntas sobre él, pero me parece que ya ha formado una opinión. -Después de una pausa, el anciano prosiguió-: Usted me parece una persona honrada, y me desconcierta que me interrogue de ese modo, con una suspicacia que trata de disimular. -La mirada del sacerdote había adquirido una intensidad nueva, como si en el fondo de sus ojos se hubiera encendido una luz-. ¿Me permite una pregunta, hijo?

– Por supuesto -respondió Brunetti sosteniendo la mirada del anciano pero deseando bajar los ojos.

– No viene de Roma, ¿verdad?

Puesto que mantenían la conversación en veneciano, la pregunta sorprendió a Brunetti, que respondió:

– No, padre. Yo soy veneciano. Lo mismo que usted.

El sacerdote sonrió por la reivindicación de Brunetti, o quizá por su vehemencia.

– No me refería a eso, hijo. Se nota en cada palabra que dice. Quiero decir si representa a Roma.

– ¿Se refiere al Gobierno? -preguntó Brunetti, confuso.

El sacerdote tardó algún tiempo en responder.

– No, a la Iglesia.

– ¿Yo? -se escandalizó Brunetti.

El anciano sonrió, resopló, tratando de ahogar el sonido de la risa, pero tuvo que rendirse y, echando la cabeza hacia atrás, soltó una carcajada profunda que sonó como agua que corriera por una cañería lejana. Se inclinó, dio una palmada a Brunetti en la rodilla sin dejar de reír y al fin consiguió serenarse.

– Perdón, hijo, perdón -dijo enjugándose las lágrimas con el borde del escapulario-. Pero como usted tiene aspecto de policía, he pensado que podían haberlo enviado ellos.

– Soy policía -dijo Brunetti-, pero de verdad.

Por alguna razón, esto hizo que el sacerdote se echara a reír otra vez, y hubo de transcurrir algún tiempo antes de que se calmara su hilaridad y más tiempo antes de que Brunetti le explicara detalladamente la razón de su curiosidad sobre Antonin, por más que ahora no era menor su curiosidad por las razones que pudiera tener el anciano para sospechar de él.

Cuando Brunetti acabó de hablar, se hizo un distendido silencio entre los dos hombres.