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– Él es mi huésped -dijo el anciano finalmente-, y yo tengo para con él las obligaciones de un anfitrión. -A juzgar por su forma de hablar, Brunetti comprendió que el sacerdote defendería a su huésped con la vida, si fuera necesario-. Fue enviado de vuelta de África en circunstancias que no se aclararon. Los documentos oficiales que recibí para comunicarme que el padre Antonin -Brunetti notó el afecto con que el anciano utilizaba ahora el nombre de pila- iba a ser mi huésped no dejaban lugar a dudas de que quienes me lo enviaban consideraban que se hallaba en desgracia. -Hizo una pausa, invitando a preguntar. Como Brunetti no decía nada, prosiguió-: Ya lleva tiempo conmigo, y no he visto en su conducta nada que justifique esa opinión. Es un hombre bueno y amable. Quizá demasiado convencido de la rectitud de su juicio, pero me temo que lo mismo puede decirse de la mayoría de nosotros. Sólo algunos, con los años, nos sentimos menos seguros de lo que creemos saber.

– ¿Aparte de que nunca somos lo bastante buenos con los demás? -preguntó Brunetti.

– Eso por supuesto.

Brunetti aceptó la exhortación que encerraban estas palabras y asintió. Advirtió que la fatiga había entrado en la habitación y se había instalado en los ojos y la boca del anciano.

– Me gustaría saber en qué medida merece confianza -dijo Brunetti de pronto.

El anciano se agitó en la butaca. Era tan frágil que sólo tuvo que mover unos huesos y la tela que los cubría.

– Creo que no merece desconfianza, hijo. -Y, añadió con señales de íntimo regocijo-: Aunque, a mi edad, digo eso de casi todo el mundo a casi todo el mundo.

Brunetti no pudo resistir la tentación de preguntar:

– ¿A no ser que venga de Roma?

El anciano sacerdote se puso serio y asintió.

– Entonces aceptaré su consejo -dijo Brunetti poniéndose en pie-. Y se lo agradezco.

CAPÍTULO 7

Camino de la questura, Brunetti iba pensando en lo que había dicho el sacerdote. Los muchos años de batallar no sólo con el crimen sino con los avatares de la vida habían anulado su capacidad para confiar instintivamente en los demás. Quizá esta confianza era, como la fe de la contessa, algo por lo que cada cual podía optar libremente.

Al llegar a este punto de sus reflexiones, tuvo que reconocer en justicia que nada de lo que había visto u oído inducía a desconfiar de Antonin. En realidad, lo único que había hecho aquel buen hombre era acudir al entierro de la madre de un viejo amigo, a darle una bendición. ¿Qué impedía a Brunetti considerar esto un acto de pura generosidad? En suma: años atrás, Antonin le era antipático y después se había hecho cura.

No obstante la fe de su madre, el anticlericalismo formaba parte de la estructura genética de Brunetti: su padre sólo decía pestes del clero, actitud que respondía al desprecio por el poder que su experiencia de la guerra había hecho nacer en él. La madre nunca discutía las ideas de su marido aunque tampoco defendía al clero, a pesar de que ella tenía buenas palabras para todo el mundo, incluso, una vez, para un político. Estos pensamientos lo acompañaron durante todo el camino al trabajo.

Tal como temía, Brunetti encontró en su mesa los frutos de la asistencia del vicequestore Giuseppe Patta a la conferencia de Berlín, transmitidos, seguramente, por teléfono desde su habitación del Adlon. La «alerta anticrimen» de la semana siguiente estaría dedicada a la Mafia, con el fin, y cómo no, de extirparla de raíz, objetivo que el país había estado persiguiendo, con distinto grado de laxitud, durante más de un siglo.

Brunetti leyó el mensaje de Patta, enviado probablemente por correo electrónico a la questura por la signorina Elettra desde su habitación de Abano Terme.

Nos hallamos en estado de guerra: debemos considerarnos en guerra con la Mafia, a la que hay que tratar como un Estado dentro de otros Estados.

Todos nuestros efectivos deben ser movilizados.

Intensificar al máximo la colaboración entre agencias.

1. Nombrar agentes de enlace.

2. Ministerio del Interior, Carabinieri, Guardia di Finanza: entablar y mantener contactos.

3. Cursar solicitud de fondos especiales con arreglo a la Legge 41 bis.

4. Incentivar dinámica intercultural.

Al llegar a este punto, Brunetti dejó de leer, preguntándose por el significado de «dinámica intercultural». Su larga experiencia le había enseñado que los habitantes del Véneto ven las cosas con una perspectiva distinta de los de Sicilia, pero no creía que ello supusiera un abismo que hubiera que salvar con un lo-que-fuere intercultural. Por otra parte, a Patta no se le habrían ocultado las ventajas de disponer de unos potenciales «fondos especiales».

Brunetti concentró la atención en la carpeta, cada día más abultada, en la que se acumulaban las declaraciones de los testigos de una reyerta con arma blanca que se había producido la semana anterior delante de un bar de la riva de la Giudecca. La pelea había terminado con dos heridos en el hospital, uno con un pulmón perforado por un cuchillo de descamar pescado y el otro con una herida en un ojo, causada por el mismo cuchillo, que probablemente lo dejaría tuerto.

Según las declaraciones de cuatro testigos, durante un altercado verbal, uno de los hombres sacó el cuchillo para agredir al otro, pero el cuchillo cayó al suelo y el otro hombre lo recogió y se sirvió de él. Las declaraciones discrepaban en lo concerniente a la propiedad del cuchillo y la secuencia de la reyerta. El hermano y el primo de uno de los hombres, que se encontraban en el bar en el momento de la pelea, insistían en que su pariente había sido atacado, mientras el cuñado y un amigo del otro decían que éste había sido víctima de una agresión no provocada. Por lo tanto, las declaraciones de unos y otros estaban en tela de juicio. En el mango del cuchillo estaban las huellas de los dos hombres, y en la hoja, sangre de ambos. Seis de los clientes del bar, vecinos de la Giudecca, no recordaban haber visto ni oído nada, y dos trabajadores albaneses que habían entrado a tomar una cerveza, habían desaparecido después del primer interrogatorio y antes de que se les pidieran papeles.

Leído el último papel, Brunetti levantó la cabeza, pensando en la similitud que existía entre la dinámica cultural de la Giudecca y la que se atribuye a Sicilia.

Vianello apareció en la puerta del despacho.

– ¿Sabes algo de esa pelea? -preguntó Brunetti, usando las páginas del informe para indicar una silla al inspector.

– ¿Esos dos idiotas que acabaron en el hospital?

– Sí.

– Uno trabajaba en Porto Marghera, de estibador, pero lo echaron.

– ¿Por qué? -preguntó Brunetti.

– Por lo de siempre: mucho vino y poco seso, y mucha merma en la mercancía que descargaba.

– ¿Cuál de los dos?

– El que ha perdido el ojo -respondió Vianello-. Carlo Ruffo. Una vez hablé con él.

– ¿Estás seguro? -preguntó Brunetti. El informe médico del expediente sólo decía que el ojo estaba en peligro-. Me refiero a lo del ojo.

– Eso parece. Ha pillado una infección en el hospital, y lo último es que no creían poder salvárselo. Y parece que la infección se ha extendido al otro ojo.

– ¿Entonces se quedará ciego? -preguntó Brunetti.

– Ciego y violento.

– Extraña combinación.

– Eso no detuvo a Sansón -dijo Vianello, sorprendiendo a Brunetti con la referencia-. Conozco a ese tipo. Ni aun ciego, ni sordo, ni mudo, dejaría de ser violento.

– ¿Crees que empezó él?

Vianello se encogió de hombros con elocuencia.