– Si no él, fue el otro. A fin de cuentas, viene a ser lo mismo.
– ¿También es violento el otro?
– Eso dicen, sólo que él se desahoga con su mujer y sus hijos.
Brunetti observó, al cabo de un momento:
– Lo dices como si fuera de dominio público.
– Lo es, en la Giudecca.
– ¿Y nadie dice nada?
Vianello volvió a alzar los hombros.
– Imaginan que no es asunto suyo, es su mentalidad. También piensan que nosotros no podríamos hacer nada, y probablemente es la verdad. -Vianello puso una pierna encima de la otra echando el cuerpo hacia atrás-. Si yo le levantara la mano a Nadia, antes de dos segundos ella me habría clavado a la pared de la cocina con el cuchillo del pan. -Reflexionó unos instantes y agregó-: Quizá otras mujeres deberían reaccionar así.
Brunetti no deseaba seguir con el tema y preguntó:
– ¿Tienes algún favorito para propietario del cuchillo?
– Supongo que era Ruffo. Siempre llevaba uno, o eso me han dicho.
– ¿Y qué sabes del otro, Bormio? -preguntó Brunetti, recordando el nombre que había leído en el expediente.
– Sólo lo que dice la gente.
– Cuenta.
– Que es conflictivo, sobre todo, con su familia, como te he dicho, pero que nunca empezaría una pelea con alguien más fuerte que él. -Vianello se cruzó de brazos-. O sea que yo apuesto por Ruffo.
– ¿Por qué estas cosas siempre pasan allí? -preguntó Brunetti, que no creyó necesario mencionar la Giudecca.
Vianello levantó las manos con gesto de incomprensión y las dejó caer en el regazo.
– No lo entiendo. Quizá porque la mayoría son trabajadores. Hacen un duro trabajo físico y eso les induce a servirse del cuerpo para enfrentarse a un conflicto. O quizá porque siempre se han resuelto las cosas así: a puñetazos o a cuchilladas.
Brunetti no tenía nada que decir a esto.
– ¿Vienes por lo de las nuevas órdenes? -preguntó.
Vianello asintió, aunque sin poner los ojos en blanco.
– Sí; quería saber qué piensas que saldrá de esto.
– ¿Te refieres además de proporcionar a Scarpa otro trabajo descansado? -preguntó Brunetti, con un cinismo que lo sorprendió incluso a sí mismo. Si Patta iba a beneficiarse de la actual turbulencia que se había desatado en el seno de la Mafia, procuraría que el teniente Scarpa, ayudante y siciliano paisano suyo, saliera favorecido.
– Es casi poético que destinen a Scarpa a una unidad especial contra la Mafia, ¿no te parece? -preguntó Vianello con fingida inocencia.
Pensando en su condición de comisario, Brunetti moderó su respuesta.
– No podemos estar seguros de eso -respondió. Pero él lo estaba.
– No -convino Vianello, y añadió con regodeo-: Respecto a él no podemos estar seguros de nada. -Ya más serio, preguntó-: ¿Crees que va a salir algo en limpio de todo eso que viene en los periódicos?
– Paola lo llamó un «triunfo» nuestro.
– Patético, ¿no? -reconoció Vianello-. Cuarenta y tres años, para capturar a este tipo. Hoy los periódicos dicen que fue a Francia a operarse y envió una solicitud a la oficina de la Seguridad Social de Palermo para que le pagaran la factura.
– Y se la pagaron, ¿no?
– ¿Qué dirías que ha estado haciendo durante cuarenta y tres años?
– Bien -empezó Brunetti. De pronto, notó que se le tensaba la voz, como si fuera a sustraerse a su control-. Por lo visto, dirigir la Mafia en Sicilia. Y supongo que vivir tan tranquilo rodeado de su mujer y sus hijos; ayudando a los niños con los deberes, cuidando de que hicieran la Primera Comunión… Y no me cabe duda de que, cuando se muera, tendrá unos funerales conmovedores, con parientes y amigos, y que un obispo, y quién sabe si un cardenal, celebrará la misa, y será enterrado con pompa y ceremonia, y se rezarán responsos por el eterno descanso de su alma. -Al terminar esta larga respuesta, la voz de Brunetti temblaba de desprecio y desesperación.
Vianello preguntó sobriamente:
– ¿Crees que lo delató uno de los suyos?
– Es lo más probable -asintió Brunetti-. Un jefe joven o, en todo caso, más joven, debió de pensar que le gustaría probar sus métodos para dirigir el tinglado, y el viejo era un estorbo. Dirigen una empresa multinacional, con sus ordenadores, sus contables y sus abogados, y tenían que obedecer a este viejo que vivía en una especie de gallinero glorificado y escribía sus mensajes en trozos de papel… No hacía falta más que una llamada telefónica.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Vianello, como si deseara explorar a fondo el cinismo de su superior.
– Ahora, como nos dijo Lampedusa, si queremos que todo siga igual tiene que parecer que las cosas cambian.
– Eso viene a resumir la historia de nuestro país, ¿no?
Brunetti asintió y golpeó la mesa con la palma de las manos.
– Vamos a tomar un café.
En la barra, tomando el café, Brunetti refirió a Vianello sus conversaciones con los dos sacerdotes.
– ¿Lo harás? -preguntó el inspector cuando Brunetti hubo terminado.
– ¿Hacer qué? ¿Investigar al tal Mutti?
– Sí -respondió Vianello apurando el café, después de hacerlo girar en la taza.
– Supongo.
– Es interesante cómo lo has enfocado -observó Vianello.
– ¿A qué te refieres?
– Que ese padre Antonin viene a verte porque desea informarse acerca de Mutti y, si no me equivoco, lo único que has hecho hasta ahora es tratar de informarte acerca del padre Antonin.
– ¿Qué tiene eso de raro?
– Que consideras sospechosa o, por lo menos, extraña su petición. O su persona.
– Y tiene algo de sospechoso -insistió Brunetti.
– ¿Y qué es, concretamente?
Brunetti tardó en encontrar la respuesta. Al fin empezó:
– Recuerdo…
– ¿Hablas de cuando era niño? -interrumpió Vianello, y agregó-: No me gustaría que a mí se me juzgara ahora por lo que era entonces. Yo era idiota.
La seriedad de fondo de lo que Vianello trataba de explicar impidió a Brunetti hacer el chiste fácil sobre el tiempo del verbo utilizado por el inspector.
– Te parecerá un argumento muy difuso -dijo-, pero, más que otra cosa, fue su forma de hablar lo que me hizo desconfiar. -No le gustó cómo sonaba la respuesta y agregó-: No; algo más. Parecía dar por descontado que el otro era un ladrón o un estafador, cuando la única prueba que pudo darme es la de que el joven le daba dinero.
– ¿Qué tiene eso de extraño? -preguntó Vianello.
– Porque, mientras Antonin hablaba yo tenía la sensación de que si el joven le hubiera dado el dinero a Antonin todo habría sido correcto.
– No esperarás que me sorprenda oír hablar de codicia en un cura.
Brunetti sonrió y preguntó, dejando la taza en el mostrador:
– ¿Crees, pues, que debería investigar al otro?
Vianello se encogió de hombros casi imperceptiblemente.
– Tú siempre me dices que siga al dinero, y me parece que aquí el dinero va en esa dirección.
Brunetti echó mano al bolsillo y dejó unas monedas en el mostrador.
– Puede que tengas razón, Lorenzo. Quizá debamos ver qué pasa en esas reuniones.
– ¿Las del tal Mutti? -preguntó Vianello, sorprendido.
– Sí.
Vianello abrió la boca para protestar, pero enseguida la cerró y apretó los labios.
– ¿Te refieres a una de esas reuniones religiosas?
– Sí -respondió Brunetti. En vista de que Vianello no decía nada le azuzó-: Bien, ¿qué te parece?
Vianello, mirando a su superior a los ojos, dijo:
– Si vamos, vale más que llevemos a las señoras. -Sin dar a Brunetti tiempo de hacer objeciones, el inspector añadió-: Los hombres siempre parecemos más inofensivos cuando vamos acompañados de mujeres.
Brunetti volvió la cara para que Vianello no le viera sonreír. Ya fuera del bar, preguntó:
– ¿Te parece que podrás convencer a Nadia?