– Ellos, por lo menos, siguen aquí -dijo Paola parándose frente al escaparate de Mascari para admirar los frutos secos.
Nadia, por lo menos un palmo más baja y bastante más ancha que Paola, dijo:
– Mi madre todavía habla de cuando te envolvían la compra en papel de periódico. Ahora vive en Dolo con mi hermano, pero aún pide los higos de Mascari. No los come, si no reconoce el papel. -Meneando la cabeza con resignación, reanudó la marcha detrás de los hombres, que ya se habían perdido de vista.
Al salir a campo San Giacomo dell'Orio, ellos se pararon a esperarlas y los matrimonios se emparejaron. Brunetti los condujo hacia la callejuela y se paró delante de la puerta de la casa. Llamó al timbre de Sambo y, sin que mediara pregunta alguna, la puerta se abrió con un zumbido. No se advertía nada especial en la entrada: suelo de mármol blanco y naranja, arrimaderos de madera oscura, un poco deteriorados por la humedad y mala iluminación.
En lo alto del segundo tramo de escaleras, salía al rellano un murmullo de voces. Brunetti, sin saber si llamar con los nudillos a la puerta abierta, se asomó al recibidor y gritó:
– ¿Signora Sambo?
Por una puerta de mano derecha apareció una mujer baja, de cabello castaño claro, que asió la mano de cada uno de ellos entre las dos suyas y les dio un beso en cada mejilla, diciendo ceremoniosamente:
– Bienvenidos a nuestra casa. -Hizo que la frase sonara como si su casa fuera también la casa de ellos.
Tenía ojos oscuros, con el borde exterior del párpado sesgado hacia abajo, lo que daba a su rostro un aire francamente oriental, aunque su fina nariz y su cutis claro tenían que ser europeos.
– Pasen a reunirse con los otros. -La mujer volvió a sonreír antes de dar media vuelta para guiarlos a otra habitación. Era una sonrisa que indicaba el enorme placer que su presencia le producía.
Por el camino, Brunetti y Vianello habían convenido en que -puesto que ignoraban las consecuencias legales que su presencia podía tener- sería preferible dar sus verdaderos nombres, pero la franca e incondicional hospitalidad de la mujer había obviado la cuestión.
La sala a la que fueron conducidos tenía una larga hilera de ventanas que, lamentablemente, daban a las ventanas de la casa de enfrente. Una veintena de personas estaban de pie junto a una mesa arrimada a una pared, en la que se veían vasos y una hilera de botellas de agua mineral y zumos de fruta. Varias filas de sillas plegables estaban colocadas de espaldas a las ventanas, de cara a un sillón de alto respaldo, situado contra la pared del fondo. Nadie fumaba.
– ¿Desean beber algo? -preguntó la anfitriona.
En respuesta a los deseos expresados por los recién llegados, sirvió zumos a las señoras y agua mineral a los caballeros. Mirando en derredor, Brunetti observó que esta elección era la norma.
Los hombres, lo mismo que él y Vianello, vestían de americana y corbata, y las mujeres llevaban pantalón o falda por debajo de las rodillas. Ni una barba, ni un tatuaje a la vista, ni piercings, aunque algunos de los presentes parecían veinteañeros. El maquillaje de las mujeres era discreto; y los escotes, recatados.
Brunetti se volvió hacia Paola y la vio hablar con una pareja de mediana edad. Cerca de ella estaba Vianello, con su vaso en la mano, mientras Nadia sonreía a lo que le decía una mujer de pelo blanco que le había puesto la mano en el antebrazo con familiaridad.
La habitación estaba decorada con platos de cerámica con nombres de restaurantes y pizzerías. El más próximo a Brunetti tenía pintados motivos folclóricos: una pareja ataviada con traje típico -falda larga y zapatos altos la mujer, y pantalón bombacho y sombrero de ala ancha el hombre- sobre un paisaje presidido por un humeante volcán y bajo la inscripción: «Pizzeria Vesuvio», en letras color de rosa formando arco.
En la pared del fondo, encima del sillón, estaba colgado un gran crucifijo con ramas de olivo insertadas en forma de aspa entre la madera y la pared. Por una puerta lateral, Brunetti vio una cocina con altos recipientes de cristal en la encimera que contenían pasta, arroz y azúcar, y una reserva de zumos de fruta en envases de cartón.
Volvió a mirar a Paola y oyó decir a la mujer de mediana edad:
– …sobre todo, si uno tiene hijos.
El hombre asintió, y Paola dijo:
– Desde luego.
Brunetti notó de pronto que a su espalda se apagaba el rumor de las conversaciones. Vio que Paola miraba hacia el silencio y él se volvió a su vez, para encararse con él.
En la pared de enfrente de la cocina se había abierto una puerta y un hombre alto estaba de espaldas a ellos, cerrándola. Brunetti vio pelo gris, muy corto, una fina franja blanca sobre el cuello de una chaqueta negra y unas piernas muy largas, enfundadas en un deforme pantalón negro. El hombre cruzaba la habitación. Tenía cejas muy pobladas, de un gris más pálido que el cabello, la nariz grande y la cara rasurada. Los ojos parecían casi negros, por el contraste con las cejas. La boca, cordial y relajada, mostraba una expresión que fácilmente podía convertirse en sonrisa.
Mientras avanzaba lentamente, el hombre saludaba con un movimiento de la cabeza a algunos de los presentes, y a un par de ellos les dijo unas palabras y puso la mano en el brazo pero sin detener su avance hacia el sillón de la pared.
Como por tácito acuerdo, todos dejaron los vasos en la mesa y fueron hacia las bien alineadas sillas plegables. Brunetti, Vianello y sus cónyuges se sentaron en la última fila. Desde su sitio, Brunetti podía ver no sólo al hombre que ahora estaba frente a ellos sino el perfil de algunos de los que ocupaban las sillas de delante.
El hombre alto miró a la concurrencia y sonrió. Levantó la mano derecha, señalándolos con los dedos ligeramente arqueados, en un ademán que Brunetti había visto en infinidad de cuadros que representan al Cristo resucitado. Pero el hombre no esbozó siquiera una bendición sobre las cabezas de su auditorio.
La sonrisa que prometían sus labios floreció en el momento en que empezó a hablar.
– Me causa gran alegría encontrarme otra vez con vosotros, amigos, porque ello significa que, juntos, podemos contemplar la idea de hacer el bien en este mundo. Como sabéis, vivimos unos tiempos en los que no se aprecia mucho bien donde más nos gustaría verlo. Ni vemos mucha virtud en las personas que tienen deber de dar ejemplo.
El hombre no especificaba, observó Brunetti, quiénes podían ser tales personas. ¿Políticos? ¿Sacerdotes? ¿Médicos? Según Brunetti, tanto podía referirse a cineastas como a artistas de televisión.
– Pero, antes de que me preguntéis de quién hablo -prosiguió el hombre alzando las manos como para contener con el ademán sus preguntas no formuladas-, permitid que os diga que hablo de nosotros, de los que estamos en esta habitación. -Sonrió como para dar a entender que bromeaba e invitarles a compartir su regocijo-. Es fácil hablar de la obligación de dar buen ejemplo que tienen los políticos, los curas, los obispos y qué sé yo quién. Pero no podemos obligarlos a comportarse del modo que creemos correcto si nosotros no estamos dispuestos a comprometernos a obrar con rectitud. -Calló un largo momento y añadió-: Y mucho me temo que ni aun así.
»La única persona en la que podemos influir para que haga lo que consideramos justo es cada uno de nosotros mismos. No la esposa, ni el marido, los hijos, los parientes, los amigos, los compañeros de trabajo, ni los políticos a los que hemos elegido para que actúen en nombre nuestro. Podemos pedírselo, sí, y podemos quejarnos de ellos cuando no hacen lo que consideramos correcto. Y podemos murmurar de nuestros vecinos. -Aquí dejó asomar a sus labios una sonrisa de complicidad, como insinuando que él era de los primeros en hacerlo-. Pero no podemos influir en su comportamiento de modo positivo.