»Lo cierto es que no podemos obligar a las personas a ser buenas; no podemos golpearlas como se golpea con un palo a un burro o un caballo. Sí, desde luego, podemos obligarlas a que hagan ciertas cosas: podemos obligar a los niños a que hagan los deberes o a la gente a que nos dé dinero y podemos dar ese dinero a una obra de caridad. Pero ¿qué pasa cuando guardamos el palo? ¿La gente sigue dando dinero? ¿Los niños siguen haciendo los deberes?
Algunas de las personas que estaban delante de Brunetti movieron la cabeza negativamente y cuchichearon con el vecino. Él miró a Paola y la oyó decir:
– Es listo.
– …sólo a nosotros mismos podemos obligarnos a hacer buenas obras, porque sólo a nosotros mismos podemos convencernos de que queremos hacer buenas obras. Sé que esto puede parecer un insulto a la inteligencia de los que estáis aquí, y pido perdón. Pero es una verdad, por lo menos a mí me lo parece, una verdad tan evidente que es fácil que se nos escape. No podemos obligar a la gente a querer hacer las cosas.
»Estoy seguro de que muchos de vosotros ya estaréis pensando que para mí es muy fácil hablar de hacer el bien. De acuerdo: es muy fácil sentarse aquí y decir a la gente que debe hacer el bien, pero no es nada fácil decidir qué es el bien. Ya sé, ya sé, los que habéis estudiado más que yo, que probablemente seréis la mayoría, o eso me temo -dijo con la justa nota de modestia-, sabéis que los filósofos han hablado de eso durante milenios, y siguen hablando.
»Sin embargo, mientras los filósofos discuten y escriben tratados sobre ello, vosotros y yo comprendemos, por intuición, lo que es el bien. En el mismo momento en que vemos u oímos una cosa, lo sabemos: esto es bueno, aquello es bueno, eso otro no es bueno. -Cerró los ojos y, cuando los abrió, pareció estudiar el suelo que tenía delante de los pies-. No me incumbe a mí deciros lo que es bueno y lo que no. Pero os aseguro que una buena obra casi siempre da paz de espíritu tanto al que la recibe como al que la practica. No le proporciona más riqueza ni bienes materiales, una casa más grande, ni un coche mejor, sino, simplemente, el conocimiento de que la suma del bien en el mundo se ha incrementado. Tanto si dan como si reciben después se sentirán más ricos de espíritu y vivirán con más facilidad en este mundo. -Levantó la cabeza y miró a la cara a los presentes, uno a uno-. Y en la raíz de esta idea del bien está algo tan simple como la caridad y la generosidad de espíritu. Nosotros, que nos reunimos con espíritu cristiano, buscamos ejemplos de caridad cristiana en los Evangelios, en las Bienaventuranzas y en el testimonio que nos dio Jesucristo con sus actos en el mundo y en su trato con los demás. Él era fuente inagotable de perdón y de paciencia, y su cólera, las pocas veces en que afloró, fue provocada por ofensas que también nosotros condenamos: convertir la religión en un negocio en el que lo único que importa es el beneficio, y corromper a los niños.
Hizo una pausa y prosiguió:
– Algunas personas me preguntan cómo deben comportarse. -Sonrió como si la idea le pareciera absurda-. Es poco lo que yo puedo decirles, porque ante sus ojos tienen ya el ejemplo de la vida de Cristo y de su predicación. Por lo tanto, haré lo más fácil y naturaclass="underline" pediros que habléis con mi jefe. -Se rió y la sala lo imitó-. Mejor dicho, «nuestro» jefe, porque creo que todos los presentes creéis que Él es quien puede decirnos y enseñarnos con su ejemplo como hacer el bien. Él nunca usó el palo, ni pensó en usarlo. Él sólo quería que supiéramos que el bien está ahí, que podemos elegirlo y que Él quiere que lo elijamos.
Calló, levantó la mano a la altura del hombro y la dejó caer. Como el silencio se prolongara, Brunetti pensó que la plática había terminado y se volvió hacia Paola, pero entonces el hombre siguió hablando, por el mismo tenor. Citando los Evangelios, dio ejemplos de la caridad y la bondad de Cristo, haciendo resaltar el amor que lo movía a obrar así. Habló del sacrificio de Cristo, describió con vivido detalle los sufrimientos de la Pasión, explicando que Cristo la había aceptado por el bien de la Humanidad. Porque no podía haber un bien mayor, dijo, que el don de la salvación.
Repitió que Cristo no había necesitado palo. La metáfora, tan repetida, podría haber sonado manida o absurda en boca de una persona que no hubiera estado en tan buena armonía con su auditorio. Al contrario, su simplicidad y el tono en que él proponía tan grotesca posibilidad, impresionaban con más fuerza a sus oyentes. Brunetti reconocía la potencia retórica de la figura, por muy absurda que le pareciera.
Transcurrió otro cuarto de hora, y la atención de Brunetti derivó del orador al auditorio. Vio gestos de asentimiento y gente que se volvía a cuchichear con el vecino; vio a hombres que oprimían la mano de la mujer que tenían al lado; vio a una mujer abrir el bolso y sacar un pañuelo para enjugarse los ojos. Al cabo de otros cinco minutos, el orador inclinó la cabeza, juntó las manos y se las llevó a los labios.
Brunetti esperaba aplausos, pero no sonaron. La señora Sambo, que estaba sentada en primera fila, se levantó. Dio un paso adelante y se volvió de cara a la sala.
– Creo que esta noche se nos ha dado mucho tema de reflexión. -Sonrió, se miró los pies un momento y alzó otra vez los ojos hacia el auditorio. Brunetti observó que la ponía nerviosa hablar en público. Sin dejar de sonreír, ella prosiguió-: Pero todos tenemos familias y tareas que atender, por lo que creo que ya es hora de que volvamos al mundo… -Su sonrisa se acentuó, lo mismo que su nerviosismo-… y perseveremos en el esfuerzo diario para hacer el bien a los demás, familia, amigos y desconocidos.
Lo dijo torpemente, y ella se daba cuenta, pero a ninguno de los presentes parecía importarle, a juzgar por la expresión de sus rostros. La gente se levantó, unos cuantos fueron a hablar con ella y otros con el hombre del sillón, que se puso en pie al verlos acercarse.
Brunetti y Vianello se miraron, tomaron del brazo a sus esposas y fueron los primeros en salir.
CAPÍTULO 10
Los cuatro bajaron la escalera y salieron a la calle sin decir palabra. Se dirigieron a San Giacomo dell'Orio y cruzaron el campo. Cuando entraban en la callejuela que los llevaría a Rialto, Brunetti vio a Paola, que iba delante, mirar por encima del hombro, como para cerciorarse de que no venía detrás ninguna de las personas que habían asistido a la reunión. Al no ver a nadie, se paró, dio media vuelta y se acercó a Brunetti. Inclinó la cabeza, apoyando la frente en el pecho de él. Con la voz ahogada por la tela de la chaqueta, dijo:
– Yo soy la única que puede desear hacerme a mí misma el bien de echarme alcohol en el cuerpo. Si no me hago ese bien ahora mismo, me volveré loca. Si no tomo un trago, desfalleceré y pereceré.
Una impávida Nadia oprimió el hombro de Paola en ademán de consuelo.
– También yo deseo ese bien -dijo, y a Brunetti-: Y tú puedes hacer una obra de misericordia salvando la vida de esta mujer, y la mía, con una copa.
– Prosecco? -sugirió él.
– El cielo te lo compensará -asintió Nadia.
Brunetti estaba sorprendido. Hacía años que conocía a Nadia, casi los mismos que a Vianello. Pero el trato había sido superficiaclass="underline" unas frases al teléfono cuando él llamaba al marido y alguna que otra demanda de información sobre personas a las que ella podía conocer. Pero nunca había visto en ella a la persona, al ser individual, dotado de mente, espíritu y, al parecer, sentido del humor. Por más que ahora lo violentara reconocerlo, aun ante sí mismo, para él, Nadia había sido un apéndice de Vianello.
Brunetti sabía que, de vez en cuando, Paola la llamaba y salían a tomar café o a dar un paseo, pero nunca le decía de qué hablaban, o él nunca preguntaba. Y ahora, al cabo de tantos años, Nadia era una desconocida.