Una ráfaga de viento levantó la estola morada del cura, que se había parado al lado de la tumba. El cortejo se congregó alrededor, formando un óvalo irregular. No era el párroco que había dicho la misa, sino un antiguo condiscípulo de Sergio que había sido íntimo de la familia y ahora era capellán del Ospedale Civile. A su lado, un hombre casi tan viejo como la madre de Brunetti, sostenía un vaso de bronce del que el cura sacó el hisopo. Rezando en una voz que sólo los que estaban más cerca podían oír, dio la vuelta al ataúd, rociándolo de agua bendita. Tenía que moverse con precaución por entre las coronas apoyadas en bastidores a uno y otro lado de la tumba, con cintas en las que se leían cariñosas dedicatorias en letras doradas.
Brunetti miraba más allá del sacerdote, hacia el árbol. Entró por encima de la tapia otra ráfaga de viento que removió las flores y de las ramas se desprendió una nube de pétalos que danzaron en el aire y cayeron al suelo, posándose lentamente en torno al tronco, como una aureola rosa. En la florida copa del árbol empezó a cantar un pájaro.
Brunetti retiró el brazo en el que se apoyaba Paola y se enjugó los ojos con el puño de la chaqueta. Cuando los abrió otra nube de pétalos se elevaba del árbol; las lágrimas lo emborronaron y el horizonte se tiñó de rosa.
Paola le oprimió la mano, dejando en ella un pañuelo azul celeste. Brunetti se sonó, se secó los ojos, hizo una bola con el pañuelo en la mano derecha y lo metió en el bolsillo de la chaqueta. Chiara se situó a su otro lado, le asió la mano y se la sostuvo mientras se recitaban las oraciones al viento y los enterradores se acercaban por ambos lados de la tumba, asían las cuerdas y bajaban el féretro a la tierra. Brunetti, en un momento de total desorientación, buscó con la mirada al tío abuelo de Dolo, pero eran los enterradores y no el anciano los que arrojaban tierra sobre la caja. Al principió sonaba a hueco, pero cuando estuvo cubierta por una fina capa, el sonido cambió. La primavera había sido húmeda y los pesados terrones caían con un golpe sordo. Y otro, y otro más.
Entonces, alguien que estaba al otro lado -el hijo de Sergio, quizá- echó un ramo de margaritas en la tumba y dio media vuelta. Los enterradores interrumpieron el trabajo y descansaron, apoyados en las palas, y los que estaban alrededor de la tumba empezaron a alejarse por la hierba reverdecida, en dirección a la verja y la parada del vaporetto. Las conversaciones proseguían con intermitencias, buscando cada cual la frase adecuada y, al no encontrarla, diciendo, por lo menos, algo.
Llegó el 42 y embarcaron todos. Brunetti y Paola optaron por quedarse fuera. De pronto, parecía que hacía frío, a la sombra del toldo. Lo que dentro de la tapia del cementerio era brisa aquí soplaba con fuerza de viento, y Brunetti cerró los ojos e inclinó la cabeza, hurtando el cuerpo al frío. Paola se apoyó en él y, sin abrir los ojos, él le rodeó los hombros con el brazo.
El motor cambió de tono, y Brunetti notó cómo el barco aminoraba la marcha al acercarse a Fondamenta Nuove. El vaporetto inició el amplio viraje que lo llevaría hasta el muelle, y Brunetti sintió en la espalda el calor del sol. Alzó la cabeza, abrió los ojos y vio la muralla de edificios sobre la que, aquí y allá, asomaban campanarios.
– Ya queda poco -oyó decir a Paola-. Ahora, a casa de Sergio. Después, el almuerzo. Y luego podremos ir a dar un paseo.
Él asintió. Volvían a casa de su hermano, para dar las gracias a los amigos más íntimos por su asistencia y, después, la familia saldría a almorzar. Terminado el almuerzo, ellos dos -o ellos cuatro, si los chicos querían acompañarlos- podrían ir a dar un paseo, quizá al Zattere o a los Giardini, para tomar el sol. Él quería que el paseo fuera largo, para ver los sitios que le recordaran a su madre, comprar algo en las tiendas que a ella le gustaban, quizás entrar en los Frari y poner una vela a la Assunzione, un cuadro que a ella le encantaba.
El barco ya estaba muy cerca.
– No hay nada… -empezó él, y se interrumpió, sin saber lo que quería decir.
– No hay nada por lo que recordarla que no sea bueno -terminó Paola por él.
Sí; era eso, exactamente.
CAPÍTULO 2
Amigos y parientes los rodeaban mientras el barco se acercaba al imbarcadero, pero Brunetti mantenía la mirada fija en el muelle, pensando, para distraerse, en la restauración de la casa de Sergio, terminada hacía sólo seis meses. Si el pasatiempo favorito de la gente mayor es el de hablar de la salud y el de los hombres, los deportes, la conversación acerca de la propiedad urbana es el adhesivo social que une a los venecianos de todas las clases. Pocos son los que pueden resistirse al atractivo tópico de los precios que se piden y se pagan, de las operaciones inmobiliarias que se realizan o se malogran o de los comentarios sobre metros cuadrados, antiguos propietarios y la incompetencia de los burócratas encargados de autorizar las obras de restauración o modernización. Brunetti pensaba que sólo la comida era un tema de conversación más frecuente en las mesas de los venecianos. ¿Esto había venido a ser el sustitutivo de los relatos de lo que había hecho uno durante la guerra? ¿La sagacidad en la compraventa de casas y apartamentos sustituía a la valentía, el arrojo y el patriotismo? Visto que la única guerra en la que el país había intervenido en décadas había sido una vergüenza y una derrota, sin duda era preferible hablar de casas.
El reloj de la pared de Fundamenta Nuove marcaba poco más de las once. A su madre le gustaba la mañana: probablemente, de ella había heredado Brunetti su buen humor matutino que sulfuraba a Paola. Desembarcaron unos y embarcaron otros, y luego el barco los llevó rápidamente a Madonna dell'Orto, donde la familia Brunetti y sus amigos abandonaron el vaporetto y se encaminaron hacia la ciudad, dejando la iglesia a la izquierda.
En el canal, torcieron a la izquierda, cruzaron el puente, y ya estaban en la puerta de la casa. Sergio abrió y, en silencio, todos subieron la escalera y entraron en el apartamento. Paola fue a la cocina, por si Gloria necesitaba ayuda, y Brunetti se acercó a las ventanas y se quedó contemplando la iglesia. El saliente de una esquina sólo le permitía ver el lado izquierdo de la fachada y seis apóstoles. La bóveda de ladrillo del campanario siempre le había parecido un panettone, y seguía pareciéndoselo.
Brunetti notaba movimiento a su espalda y oía voces, y se alegró de que no se atenuaran en forzada reverencia fúnebre. Se mantuvo de espaldas a la sala, mirando la fachada del templo. Él estaba fuera de la ciudad el día en que, hacía más de diez años, alguien entró en la iglesia, bajó tranquilamente la Madonna de Bellini del altar de la izquierda y se la llevó. Brunetti estaba en Sicilia, de vacaciones, con su familia y, cuando regresó, los de robos de arte, que habían venido de Roma, ya habían vuelto a la capital y los periódicos se habían cansado del caso. Asunto liquidado. Y, luego, nada: era como si el cuadro se hubiera evaporado.
El murmullo de voces cambió de tono, y Brunetti se volvió, para ver a qué se debía. Gloria, Paola y Chiara salían de la cocina, las dos primeras con bandejas de tazas y platos, y Chiara, con otra bandeja en la que había tres fuentes de distintas pastas hechas en casa. Brunetti sabía que esto era una ceremonia para los amigos, que tomarían el café y luego se irían, pero no pudo menos que pensar que éste era un pobre y triste final para una vida tan plena de comida y bebida y del calor que generaban.