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– ¿Y no es así?

– Tú dime cómo puede mejorar y enriquecer mi vida el libro de mates y yo te prometo quitar ahora mismo los pies de la mesa y no volver a ponerlos jamás. -Golpeó con el pie izquierdo el derecho de su padre varias veces, para recordarle la norma de Paola sobre los pies y las mesas.

– Supongo que los profesores hablan en general -empezó Brunetti.

– Eso dices siempre cuando quieres defenderlos.

– ¿Sobre todo cuando dicen una estupidez?

– Sí. Generalmente.

– ¿Dicen muchas estupideces los profesores?

Ella tardó en responder.

– No; me parece que no. La peor es la professoressa Manfredi, diría yo. -Era la de Historia, cuyas observaciones eran muy comentadas en la mesa de los Brunetti-. Pero todos sabemos que es de la Lega, y que lo único que espera de nosotros es que nos hagamos mayores de edad y votemos a favor de separarnos del resto de Italia y echar a todos los extranjeros.

– ¿Alguien presta atención a lo que dice?

– No, ni siquiera los hijos de los que votan Lega. -Chiara reflexionó un momento y agregó-: Piero Raffardi la vio un día con su marido, en unos almacenes, comprando un traje para él. El marido es un tipo bajito, bigotudo y cascarrabias que no hacía más que quejarse de lo caro que era cada traje que se probaba. Piero estaba en la cabina de al lado y, al darse cuenta de quienes eran los que hablaban, decidió quedarse a escuchar.

Brunetti imaginó la alegría del alumno al poder espiar a una profesora, y nada menos que a la Manfredi, el coco de la clase.

Chiara miró a su padre.

– ¿No vas a decir que espiar es feo? -preguntó.

– Eso ya lo sabes, no hace falta que yo te lo diga -respondió él con calma-. Aunque, dadas las circunstancias, supongo que debió de ser algo irresistible.

Se hizo un silencio, roto por los sonidos que llegaban de la cocina.

– ¿Cómo es que tú y mamá nunca nos decís lo que está bien o mal? -preguntó Chiara de pronto.

El tono de la pregunta no permitía a Brunetti adivinar su calado. Finalmente, respondió:

– Me parece que sí os lo enseñamos.

– Pues a mí no me lo parece -replicó ella-. La única vez que se lo pregunté a mamá, me citó una frase de esa estúpida Casa desolada: «Él sabe que una escoba es una escoba, y sabe que no vale mentir.» ¿Qué demonios quiere decir?

Brunetti no dejaba de admirarse de estar casado con una mujer cuyo código moral se nutría de la novela inglesa. Pero, optando por ahorrar a su hija esta reflexión, respondió:

– Supongo que quiere decir que debes hacer tu trabajo, sea el que sea, y no mentir.

– Sí, pero ¿y toda esa historia de no matar, ni desear la mujer del prójimo?

Él se hundió un poco más en el sofá mientras meditaba la respuesta.

– Bien, una forma de planteártelo es ver en todas esas cosas, esas diez cosas, ejemplos concretos del principio general.

– ¿Te refieres al principio básico de Dickens? -preguntó Chiara riendo.

– Podrías llamarlo así, imagino -admitió Brunetti-. Si haces tu trabajo, no es fácil que quieras matar al prójimo y, en tu caso, dudo de que pierdas el tiempo deseando a su mujer.

– ¿Es que no puedes hablar en serio, papá? -dijo ella en tono suplicante.

– No cuando tengo hambre -dijo Brunetti levantándose.

CAPÍTULO 14

Al llegar al despacho al día siguiente, Brunetti pasó media hora leyendo en los periódicos la noticia del hallazgo del cadáver de la niña. Il Gazzettino no la había recibido a tiempo de ponerla en primera plana, aunque había podido colocarla encabezando la segunda sección, con un titular que voceaba en letras rojas que era «Un Misterio». En el texto se indicaba una hora equivocada, se escribía mal el nombre de Brunetti, se insertaba la foto de unos escalones que no eran los mismos frente a los que había aparecido el cadáver y se decía que la niña tenía cinco años. Los periódicos nacionales, por su parte, le atribuían doce y nueve años. La autopsia le sería practicada en el día de hoy. La policía pedía a quienes tuvieran información sobre la posible identidad de una niña de cabello y ojos oscuros que se la comunicara.

Sonó el teléfono y Brunetti contestó dando su nombre.

– Hola, Guido -oyó decir a su suegra-. Quería llamarte desde que regresamos de los Territorios Ocupados, pero he tenido muchas cosas que hacer, y luego Chiara y Raffi han venido a almorzar, y me he divertido tanto con ellos que olvidé llamarte, aunque tenerlos aquí debía habérmelo recordado, ¿verdad?

– Creí que habíais ido a Palermo -dijo un Brunetti de entendimiento muy literal, alegrándose de que la contessa no hubiera leído los periódicos del día. Lo desconcertaba que los padres de Paola pudieran haber hecho otro viaje en el breve tiempo transcurrido desde su vuelta de Sicilia.

Ella se echó a reír. Tenía una risa musical, más clara que su voz, y muy atractiva.

– Oh, perdona, Guido, debí prevenirte. A Orazio le ha dado ahora por llamar así a Sicilia y Calabria. Como los dos sitios pertenecen a la Mafia y el Gobierno no tiene sobre ellos un control efectivo, dice que es gramaticalmente correcto llamarlos Territorios Ocupados. -Hizo una pausa y prosiguió-: Si bien se mira, no va descaminado.

– ¿El término es para uso doméstico o lo usa también en público? -preguntó Brunetti, absteniéndose de enjuiciar la precisión de la frase del conde y siempre reticente a comentar las ideas políticas de su suegro.

– La verdad es que no sabría decirte, ya que casi nunca estoy con él en público. Pero, con lo discreto que es, quizá sólo lo usa hablando conmigo. Ahora también tú lo sabes -dijo bajando el tono, y añadió-: Quizá lo más prudente sea dejar que el propio Orazio decida la difusión que ha de tener el término.

Brunetti nunca había oído una petición de discreción formulada con tanto tacto.

– Por supuesto -dijo-. ¿De qué quieres hablarme?

– De ese religioso.

– ¿Leonardo Mutti?

– Sí -respondió ella y agregó, para sorpresa de su yerno-: Y también del otro, Antonin Scallon.

Brunetti repasó mentalmente su anterior conversación con la contessa: estaba seguro de no haber pronunciado el nombre de Antonin y de haberse referido a él como viejo amigo de su hermano. Si algún nombre había dado era el del hermano Leonardo.

– ¿Sí? ¿Y qué puedes decirme? -preguntó, decidiendo dejar para más adelante averiguar cómo podía haberse enterado ella de su interés por el padre Antonin.

– Parece ser que también una amiga mía se ha sentido atraída por las enseñanzas del hermano Leonardo -empezó y luego matizó-: es decir, que ha caído bajo su influjo.

Una vez más, Brunetti se abstuvo de hacer comentarios.

– También parece ser -prosiguió la contessa- que ese padre Antonin se enteró de su…, digamos, entusiasmo por el hermano Leonardo. -Antes de que Brunetti pudiera preguntar, la contessa explicó-: Antonin es amigo de su familia; mientras estaba en África, cada Navidad les enviaba esas horrendas circulares, e imagino que ellos le mandaban dinero, aunque no estoy segura. En cualquier caso, cuando pregunté a mi amiga por el hermano Leonardo, me dijo lo mucho que la había sorprendido que el padre Antonin le hablara de él.

– ¿Qué le contó?

– Pues, en realidad, nada -respondió la contessa-. Por lo que ella dijo, me pareció que él le había sugerido que fuera prudente en su trato con él. Pero que había sido una recomendación encubierta.

– ¿Ella le hará caso?

– Por supuesto que no, Guido. Ya deberías de saber que, cuando una persona llega a mi edad, de nada sirve tratar de convencerla de que abandone su…, en fin…, sus entusiasmos.