Él sonrió, pensando en lo caritativa que era su suegra al limitar la cabezonería a las personas de su edad.
– ¿Sabes si Antonin dijo algo concreto acerca del hermano Leonardo? -preguntó Brunetti.
Ella volvió a reír.
– Nada que no estuviera dentro de los límites del buen gusto y la solidaridad clerical. Ni que fuera contrario al principio de Orazio de no hablar mal de un colega. -Y, en tono más serio-: Para que dejes de preocuparte de cómo me he enterado de tu interés por el padre Antonin, te diré, Guido, que Paola me contó que había asistido al entierro de tu madre y que había ido a verte.
– Gracias -dijo Brunetti sencillamente, y preguntó-: ¿Qué dice tu amiga del hermano Leonardo?
La contessa tardó en responder.
– Hace dos años que se le murió un nieto, y necesita consuelo. Si lo que dice ese hermano Leonardo la reconforta, bienvenido sea.
– ¿Le ha hablado de dinero? -preguntó Brunetti.
– ¿El hermano Leonardo, quieres decir? ¿A mi amiga?
– Sí.
– Ella no me lo dijo, ni es cosa que yo pudiera preguntar.
Al percibir la nota de reproche y de advertencia de su voz, Brunetti dijo sólo:
– Si sabes algo más…
– Descuida -dijo ella sin dejarle terminar-. ¿Darás besos de mi parte a Paola y los niños?
– Sí, desde luego -dijo él, y su suegra colgó.
Justo cuando Brunetti se creía libre de obligaciones, se le recordaba la petición del padre Antonin. La experiencia había enseñado a Brunetti a desconfiar de las manifestaciones de altruista buena voluntad, especialmente si están relacionadas con el dinero. En este caso, el único dinero que mediaba era el entregado al hermano Leonardo por el hijo de Patrizia. Brunetti fue a la ventana y se quedó mirando la fachada de San Lorenzo. Le costaba trabajo atribuir a Antonin una sincera preocupación por el bien del joven, y entonces descubrió que también le costaba trabajo atribuir a Antonin una sincera preocupación por alguien que no fuera Antonin.
Entonces recordó las palabras de la contessa, de que era difícil disuadir a las personas de su edad de sus… ¿Cómo había dicho? ¿Sus entusiasmos? Sustituyó la palabra por «prejuicios» aplicándosela a sí mismo y comprobó que la observación seguía siendo válida.
Brunetti, recordando que no había conseguido encontrar a un solo católico practicante entre sus amistades en la ciudad, bajó a preguntar a la signorina Elettra si tenía alguno entre las suyas.
– ¿Un católico practicante? -preguntó ella, sorprendida. No hizo referencia a la noticia de los periódicos acerca de la muerte de la niña, y Brunetti se alegró de no tener que hablar de eso con ella.
– Sí. Una persona que tenga fe y vaya a misa.
Ella miró el florero de la repisa de la ventana, quién sabe si para ponerse en situación y, volviéndose hacia él, inquirió:
– ¿Puedo preguntar cuál es el contexto, comisario?
– Deseo información acerca de un miembro del clero. -Como ella no respondiera, añadió-: Asunto particular.
– Ah -respondió ella.
– ¿Lo que significa…? -preguntó él sonriendo.
Ella respondió primero a la sonrisa y después a la pregunta.
– Significa que no estoy segura de que haya que preguntar a los creyentes por el clero. Es decir, si quiere saber la verdad.
– ¿Se le ocurre alguien?
Ella apoyó un momento la barbilla en la palma de la mano. Sus labios desaparecieron de la vista, señal de reflexión. Levantó la mirada y su boca se abrió en una sonrisa.
– Se me ocurren dos -dijo-. Uno con lo que podríamos llamar ideas adversas acerca del clero. -Antes de que él pudiera hacer un comentario, añadió-: El otro tiene una opinión más benévola. Sin duda porque posee información menos exhaustiva.
– ¿Puede decirme quiénes son?
– Uno es un sacerdote y el otro lo fue.
– ¿Qué piensa cada cuál? -preguntó él.
Ella irguió el tronco, como tratando de examinar la cuestión desde el punto de vista de él y dijo:
– Supongo que el planteamiento menos interesante sería el de que el ex sacerdote fuera el más crítico, ¿no?
– Desde luego, parece lo previsible -dijo Brunetti.
Ella movió la cabeza afirmativamente.
– Pues no es así: es el aún sacerdote el que…, en fin, el que tiene una postura más antagónica respecto a sus colegas. -Distraídamente, se tiró de la bocamanga de la chaqueta, tapando con ella la esfera del reloj, y dijo-: Sí; pienso que él puede dar información más útil.
– ¿Qué clase de información puede ser?
– Tiene acceso a los archivos de la Curia, aquí y en Roma. Deben de ser el equivalente a nuestros archivos de personal, aunque a nosotros no nos interesa tanto la vida privada de nuestros empleados. Por lo menos, a juzgar por lo que él dice -aclaró-. Yo no he visto esos archivos.
– ¿Pero le ha hablado de su contenido?
– De una parte. Aunque sin dar nombres. -Su sonrisa se cargó de malicia-. Sólo la dignidad, tanto del objeto del informe como del informador: cardenal, obispo, monseñor, monaguillo…
Esto ya empezaba a ser demasiado para él.
– Si me permite la pregunta, signorina, ¿por qué se interesa por ellos? -Brunetti nunca estaba seguro de la amplitud y profundidad de la curiosidad de la joven, ni de su finalidad.
– Es lo mismo que los archivos de la Stasi -respondió ella, asombrándole-. Desde la caída del Muro, se ha hablado en la prensa de ciudadanos particulares que iban a leer sus fichas y descubrían quién había estado vigilándolos e informando sobre ellos. Y, a veces, se hacía público el nombre del informador o, por lo menos, se hacía público cuando a la gente aún le importaban estas cosas. -Lo miró, como si con esto bastara, pero él movió la cabeza negativamente y ella prosiguió-: Por eso me gusta enterarme de lo que hay en las carpetas con informes de la vida privada del clero, no por lo que ellos puedan hacer, pobres diablos, sino por los informadores. Eso es mucho más interesante.
– Realmente debe de serlo -asintió Brunetti, pensando en algunas de las cosas que le constaba que estaban sepultadas en esas carpetas y en quién podía haber puesto allí la información.
Por tentadora que fuera la idea de continuar la conversación, Brunetti decidió abreviar:
– Me interesan dos hombres -dijo-. Uno se llama Leonardo Mutti y se dice que es de Umbria. También se dice que pertenece al clero, pero no lo sé con seguridad. Reside aquí y dirige una especie de organización religiosa llamada Hijos de Jesucristo.
Ella frunció los labios al oír el nombre, pero lo anotó.
– El otro es Antonin Scallon, veneciano, capellán del Ospedale, que vive con los dominicos en SS. Giovanni e Paolo. Ha estado unos veinte años en el Congo, de misionero.
– ¿Desea saber algo en concreto de alguno de ellos? -preguntó la joven levantando la cabeza.
– No -admitió Brunetti-. Sólo lo que parezca interesante.
– Comprendo -respondió ella-. Si uno es sacerdote, tendrá un expediente.
– ¿Y el otro? ¿Si no es sacerdote?
– Si dirige una organización con semejante nombre -dijo ella, golpeando sus notas con una uña roja-, no será difícil encontrarlo.
– ¿Hará el favor de pedir a su amigo que vea lo que hay?
– Será un placer.
Las preguntas acudían en tropel, pero Brunetti las reprimió. No le preguntaría quién era esa persona. No le preguntaría qué había descubierto sobre otros sacerdotes de la ciudad. Y menos aún le preguntaría qué había dado ella a cambio de la información. Para mantenerse a raya, preguntó:
– ¿Tiene su amigo expedientes de todos, sacerdotes, obispos, arzobispos?
Ella reflexionó.
– Se supone que, para tener acceso a la información sobre los prelados, se requiere un más alto nivel.