– ¿«Se supone»? -preguntó él.
– En efecto.
Brunetti venció la tentación y dijo sólo:
– ¿Se lo preguntará?
– Nada más fácil -respondió ella, haciendo girar la silla y pulsando varias teclas.
– ¿Qué hace? -preguntó Brunetti.
– Enviarle un mail -respondió ella, sin ocultar la sorpresa ante su pregunta.
– ¿No es peligroso?
Al principio, ella no entendía la pregunta, pero entonces él vio que captaba el sentido.
– Ah, ¿se refiere a si es seguro?
– Sí.
– Siempre nos parece que nuestros mails quedan registrados en algún sitio -dijo ella tranquilamente, sin dejar de teclear.
– ¿Qué le escribe?
– Que deseo una entrevista.
– ¿Sencillamente?
– Desde luego -sonrió ella.
– ¿Y nadie sospechará? Envía un mail a un sacerdote pidiéndole una entrevista y quienquiera que pueda registrar su mensaje ¿no ha de sospechar? ¿De un mail enviado desde la questura?
– Claro que no, comisario -dijo ella con firmeza-. Además, utilizo una de mis cuentas particulares. -Su sonrisa daba a entender que aún no había terminado-. Y, ¿sabe?, mi deseo de verle está justificado: es mi confesor.
CAPÍTULO 15
El regocijo que normalmente habría provocado en Brunetti la revelación de la relación de la signorina Elettra con el clero quedó ahogado en el recuerdo de la niña aún sin identificar. Desde hacía tiempo, Brunetti veía en la muerte de los jóvenes el robo de años, décadas, generaciones. De cada vida joven que era destruida deliberadamente, ya fuera por el crimen o por una de las muchas guerras inútiles de este mundo, él contaba los años perdidos. Su propio Gobierno había robado siglos; otros habían robado milenios, suprimiendo las alegrías que esos jóvenes podrían y deberían haber conocido. Aunque la vida les hubiera deparado también angustia y sufrimiento, habría sido vida, no el vacío que Brunetti veía abrirse después de la muerte.
Volvió a su despacho y, para distraer la espera del resultado de la autopsia, leyó más despacio los tres diarios que había comprado. Al levantar la mirada de la última página del tercero, sólo pensaba en los sesenta o más años robados a la niña que Vianello había sacado del agua.
Brunetti dobló el último periódico y lo puso encima de los otros dos que había dejado a un lado. Con la yema del dedo empujó unas motas de polvo hasta el borde de la mesa, como para hacerlas caer al suelo. Quizá tropezó, cayó al canal y se ahogó porque no sabía nadar. Aun así, como decía Paola, uno no extravía a una criatura. Esto no era una película de bebé abandonado en una bolsa de viaje en los lavabos de la estación Victoria. Esto era un caso real de una niña desaparecida pero a la que nadie echaba de menos.
Sonó el teléfono.
– Me ha parecido que debía llamarle -oyó decir a Rizzardi cuando contestó-. Le enviaré el informe, pero seguramente querrá que se lo adelante.
– Gracias -dijo Brunetti y, sin poder contenerse, añadió-: No me la quito de la cabeza.
El médico se limitó a lanzar un sonido de asentimiento, sin dejar traslucir si sentía lo mismo.
Brunetti se acercó un papel.
– Tendría diez u once años -empezó el forense, que se detuvo un momento, carraspeó y prosiguió-: Murió ahogada. Debía de llevar en el agua unas ocho horas. -Es decir, que debió de caer al canal alrededor de la medianoche, calculó Brunetti-. Quizá más. El agua no está a la misma temperatura que el aire y eso puede afectar al rigor mortis. He enviado a uno de mis hombres a tomar la temperatura del agua, y quizá pueda afinar más. -Otra pausa-. Prefiere no saber los detalles, ¿verdad, Guido?
– La verdad, no.
– Digamos, pues, que sobre la medianoche, hora más o menos. No puedo precisar más.
– Bien -dijo Brunetti, intrigado ya por la cautela que advertía en las palabras del médico. Comprendía que él debía preguntar, pedirle pormenores, pero pensó que sería preferible dejar que Rizzardi abordara a su manera lo que tanto parecía costarle decir.
– Hay señales… -empezó el forense, y se interrumpió para carraspear-. Hay señales de actividad sexual.
Estas palabras no tenían significado para Brunetti. Mejor dicho, tenían significado pero él no sabía exactamente cuál. No se le ocurría qué preguntar, ni cómo.
– No estoy hablando de violación, por lo menos, reciente sino…, hmm…, de actividad. No sé cómo llamarlo. Esa niña había practicado el sexo, aunque no poco antes de morir. No horas antes, ni siquiera días. Bastante antes, probablemente.
Brunetti trató de aferrarse a lo primero que le vino a la cabeza.
– ¿No sería mayor de lo que nos pareció?
– Quizá. Pero no mucho más de un año.
– Ah -dijo Brunetti, y esperó a que el forense prosiguiera. En vista de que no era así, preguntó-: ¿Qué más?
– Las marcas de las palmas de las manos. Había restos de un material rojizo. Y también debajo de las uñas. Dos estaban rotas; una de ellas, casi arrancada. Y las yemas de los dedos del pie izquierdo están erosionadas.
– ¿Y las rodillas?
– Una tiene una rozadura, con restos del mismo material, rojizo y áspero. Un poco mayor que las de las manos.
– ¿Y la otra?
– Debía de estar protegida por la falda. Hay una zona desgastada en la parte delantera.
– ¿Algo más? -preguntó Brunetti.
– Sí -dijo el forense, volviendo a carraspear-. Tenía un reloj en un bolsillo que llevaba cosido a las bragas. -Brunetti había oído hablar de esta práctica: pero, en aquel primer momento, no se le había ocurrido buscar debajo de la falda. Al cabo de unos momentos, Rizzardi añadió-: Y un anillo en la vagina. -Otro recurso del que Brunetti había oído hablar, y había desestimado-. Parece un anillo de matrimonio -dijo el forense con voz átona. Como Brunetti seguía sin hablar, agregó-: El reloj es de bolsillo. De oro.
Se hizo silencio, mientras Brunetti rectificaba rápidamente las conclusiones que había sacado basándose en el pelo rubio y los ojos claros de la niña. Esos rasgos le habían hecho pasar por alto la falda larga y el tono trigueño de la piel que había estado cubierta por la tira de la sandalia.
– ¿Gitana? -preguntó al médico.
– Ahora se dice romaní, Guido.
Brunetti sintió una punzada de irritación: comoquiera que ahora se diga, no hay derecho a echarlos al agua, por Dios.
– Hablemos del anillo y del reloj -dijo con forzada calma.
– El anillo tiene unas iniciales y una fecha, y el reloj parece antiguo. Tienes que levantar la tapa para ver la esfera.
– ¿Alguna inscripción dentro de la tapa?
– No lo he abierto. Lo saqué del bolsillo y lo metí en una bolsa de plástico. Es la norma, Guido.
– Lo sé, lo sé. Perdone, Ettore. -Brunetti dejó reposar la cólera y preguntó-: ¿Qué cree que le causó las marcas de las manos?
– Eso no es de mi competencia. Usted lo sabe.
– ¿Qué cree que le causó las marcas de las manos? -insistió Brunetti.
Rizzardi no habría contestado más pronto si hubiera estado esperando que le repitieran la pregunta.
– Las señales indican que resbaló por una superficie de terracota. El delantero de la chaqueta está rozado y le faltan dos botones. Y, como ya le he dicho, una parte de la falda también está rozada.
– ¿Entonces resbaló sobre el vientre?
– Eso parece. Al resbalar por el tejado, trataría de agarrarse a las tejas, es lo natural. Así se arañó las palmas de las manos y se rompió las uñas.
Brunetti, nuevamente, esperaba. Una parte de él quería que Rizzardi siguiera hablando de los detalles que podían denotar los movimientos de la niña al resbalar por el tejado desde una altana o terraza. No quería pensar en lo otro.