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– ¿Qué pudo ocurrir? -preguntó Brunetti.

– Tampoco eso me incumbe a mí averiguarlo, Guido -protestó Rizzardi.

– Ya lo sé. Pero dígamelo.

Durante un momento, Brunetti temió haberse propasado y pensó que Rizzardi podía colgarle el teléfono, pero entonces le oyó decir:

– Es simple suposición, pero pudo ocurrir esto: la niña está donde no debe, entra alguien y la sorprende. Ella trata de escapar, pero si el que ha entrado es un hombre, puede cerrarle el paso hacia la puerta, suponiendo que ella haya entrado por ahí. Entonces prueba de salir por una ventana, o por la puerta de una altana o una terraza.

Mientras escuchaba, Brunetti hacía una reconstrucción de los hechos similar. Cualquier portal sin vigilancia era una invitación para las pandillas de ladrones que recorrían la ciudad. Como eran menores, no se les podía hacer nada y, si los arrestaban, eran devueltos rápidamente a la tutela de los padres o de las personas que acreditaran serlo. Y luego, con la misma rapidez, los chicos volvían al trabajo.

La clásica herramienta de acceso era el destornillador. ¿Y quién podía acusar a una niña de llevar en el bolsillo un destornillador? Una vez dentro del edificio, iban a los apartamentos que habían visto desde la calle que tenían las persianas cerradas o, si era por la noche, que no tenían luz. Nada que no fuera una puerta blindada les impedía entrar y, una vez dentro, tomar lo que quisieran, aunque, por regla general, se limitaban al dinero y las joyas de oro. Alianzas y relojes.

Mientras una parte de su mente recordaba esto, otra preparaba la lista de lo que había que hacer: mirar en el archivo si se había arrestado a una niña que coincidiera con la descripción; hacer circular la foto por la questura, enviar copias a los carabinieri; pedir a Foa que examinara los gráficos de las mareas, para tratar de calcular dónde podía haber caído ocho o diez horas antes de que la encontraran. Brunetti sabía que, probablemente, sería inútil investigar si alguien había denunciado un robo la noche de la muerte; la mayoría de los perjudicados no se molestaban en presentar denuncia y, si alguien la había sorprendido, seguramente la habría visto caer al agua, y se guardaría de informar a la policía. Así pues, habría que empezar por indagar la procedencia del anillo y el reloj.

Rizzardi callaba, y Brunetti no se había dado cuenta de en qué momento había dejado de hablar. Impaciente consigo mismo por tratar de evitar el tema que sabía que debía tocar, dijo:

– Decía que tenía señales de actividad sexual. ¿Podría ser… podría ser por el anillo?

– El anillo no le habría causado gonorrea -respondió el forense con inquietante frialdad-. Aunque el laboratorio aún no ha podido confirmarlo, no cabe duda. Tendremos los resultados dentro de unos días, pero ya podemos estar seguros.

– ¿No podría haber otro modo en que…? -empezó Brunetti dejando la frase en el aire.

– No. La infección está avanzada; y no puede haberla contraído de otro modo.

– ¿Puede decir cuándo…? -empezó Brunetti, remiso.

Rizzardi no le dejó terminar:

– No.

Al cabo de unos momentos, Brunetti preguntó:

– ¿Algo más?

– Nada más.

– Gracias por llamar, Ettore.

– Téngame al corriente si… -empezó Rizzardi, no menos remiso.

– Sí. Desde luego -dijo Brunetti, y colgó.

Inmediatamente levantó otra vez el teléfono y marcó el número de la sala de agentes. Contestó Pucetti.

– Vaya al hospital y pida al dottor Rizzardi una bolsa con un anillo y un reloj. No olvide firmarle un recibo. Llévelos a Bocchese para que busque huellas y todo lo que pueda haber y luego tráigamelos, por favor.

– Sí, señor -dijo el joven agente.

– Antes de ir al hospital baje al laboratorio y pida a Bocchese que me envíe las fotos de la cara de la niña ahogada. Y diga al dottor Rizzardi que me gustaría ver las fotos que haya tomado él. Eso es todo.

– Sí, señor -dijo Pucetti, y colgó.

De pronto, Brunetti recordó una escena de Las troyanas: aquel griego, ¿cómo se llamaba?, Tal-no-se-cuántos *, presenta el cuerpo maltrecho del pequeño Astianacte a su abuela. Cuando los guerreros que llevan el cuerpo del niño pasan junto al río Escamandro -relata el soldado a Hécabe-, él ha hecho pasar sus aguas sobre el cadáver del niño para lavar sus heridas. ¿Y qué le dice ella? «Un niño tan pequeño os daba miedo. El miedo que llega cuando huye la razón.» Pero, de esta niña, ¿qué se podía temer?

De pronto, la impaciencia le hizo bajar al laboratorio, a pedir las fotos a Bocchese.

Antes de subir a su despacho con las fotos, Brunetti entró a pedir a Vianello que subiera con él. Por el camino, le explicó lo que le había dicho Rizzardi y lo que tenían que hacer ahora. Ya sentado a su mesa, Brunetti abrió la carpeta de las fotos que le había entregado el técnico y entonces los dos hombres volvieron a ver la cara de la niña.

Eran más de veinte fotos y en todas la niña parecía una princesa de cuento de hadas, con su aureola de pelo dorado. Pero era sólo la primera impresión, y se borraba enseguida, cuando veías los adoquines sobre los que yacía la princesa y el raído jersey de algodón grisáceo fruncido alrededor de su cuello. En una foto aparecía la punta de una bota de goma negra, otra abarcaba un escalón cubierto de musgo, con un paquete de cigarrillos arrugado en un ángulo. No vendría el príncipe.

– Tenía los ojos claros, ¿verdad? -preguntó Vianello al dejar la última foto.

– Creo que sí -respondió Brunetti.

– Debimos suponerlo, por la falda larga -dijo Vianello. Cruzó los brazos y se quedó mirando las fotos que estaban en la mesa-. De todos modos, no hay forma de saber si lo era o no -añadió.

– ¿Si era qué?

– Gitana -dijo Vianello.

Todavía con un deje de su irritación con el forense en la voz, Brunetti puntualizó:

– Rizzardi dice que hay que llamarlos romaníes.

– El doctor siempre tan correcto.

Arrepentido de su observación, Brunetti cambió de tema.

– Si nadie ha denunciado un robo -y así se lo habían confirmado aquella mañana en la sala de guardia-, será o que no lo han descubierto o que han decidido no denunciarlo.

Antes de que Brunetti pudiera seguir haciendo conjeturas, Vianello dijo:

– Ya nadie denuncia los robos.

Los dos hombres habían trabajado para la policía durante toda su vida profesional, y hacía tiempo que habían descubierto la soberana verdad que encierran las estadísticas del crimen: el número de delitos denunciados disminuye en la medida en que aumentan las dificultades y la pérdida de tiempo que conlleva su denuncia.

Como si no hubiera oído la observación de Vianello, Brunetti enunció una tercera posibilidad:

– O la sorprendieron, la asustaron y la vieron caer. -Vianello volvió la cara rápidamente y se quedó mirando por la ventana-. En fin, por desagradable que sea, no deja de ser posible.

– ¿Tenía señales en el cuerpo?

– No. Rizzardi no lo ha mencionado.

Vianello reflexionó y preguntó:

– ¿Lo dices tú o prefieres que lo diga yo?

Brunetti se encogió de hombros. Como él era el jefe, le incumbía, probablemente, dar voz a la última posibilidad.

– O la sorprendieron y la empujaron por el tejado.

Vianello asintió en silencio.

– En cualquiera de los dos últimos casos, no nos avisarán -dijo finalmente el inspector-. Así pues, ¿qué hacemos?

– Buscar la manera de identificar al dueño del reloj y del anillo e ir a hablar con él.

– Bajaré a preguntar a Foa por las mareas -dijo Vianello y con ese propósito salió del despacho.

CAPÍTULO 16

Vianello no tardó en volver, diciendo que Foa no había necesitado consultar mapas. Si la niña había caído al agua alrededor de la medianoche y la habían encontrado delante del palazzo Benzon antes de las nueve, podía haber caído por Rio di Cá Corner o Rio di San Luca o, mas probablemente, Rio di Cá Michiel, que discurría por un lado del palazzo. La noche antes, las mareas habían sido bajas, por lo que el cadáver no habría hecho un recorrido largo en el tiempo en que estuvo en el agua. El piloto decía también que, si no se habían observado heridas en el cuerpo, no podía haber llegado al centro del canal, donde el tráfico era más intenso y, mucho menos, haber cruzado desde la orilla de San Polo.

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* El heraldo Taltibio. (N. de la T.)